Mensaje del Papa para la Cuaresma 2013
VATICANO, 01 Feb. 13 / 09:44 am (ACI).-
Creer en la caridad suscita caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» (1
Jn 4, 16)
Queridos hermanos y hermanas:
La
celebración de la
Cuaresma,
en el marco del Año de la Fe, nos ofrece una ocasión preciosa para
meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios,
el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del
Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los
demás.
1. La
fe como respuesta al amor de Dios
En mi
primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el
estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la
caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan:
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» {1
Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la
vida
y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien
nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un
"mandamiento'', sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios
viene a nuestro encuentro» [Deus cantas est, 1). La fe constituye la
adhesión personal –que incluye todas nuestras facultades– a la
revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por
nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro
con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el
entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el
amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor.
Sin
embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor
nunca se da por "concluido" y completado» {ibídem, 17). De aquí
deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes
de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en
Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de
modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento
por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se
desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a).
El
cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido
por este amor –«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14) –, está
abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib.,
33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor
nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies
de los
apóstoles
y se entrega a sí mismo en la
cruz
para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La
fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en
nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es
amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado
en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el
amor. El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina
constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal
actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor
fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).
2. La
caridad como vida en la fe
Toda
la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera
respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud
una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el
«sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad
con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno
sentido.
Sin
embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor
gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia Sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san
Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a Él,
partícipes de su misma caridad.
Abrirnos a su amor significa dejar que Él viva en nosotros y nos
lleve a amar con Él, en Él y como Él; sólo entonces nuestra fe llega
verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y Él mora en
nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe
es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad
es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la
amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta
amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del
Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf.
Jn 13,13-17).
En la
fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad
nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el
fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer
los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad
hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El
lazo indisoluble entre fe y caridad
A la
luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar,
o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están
íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un
contraste o una «dialéctica».
Por
un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien
hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la
fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad
y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo,
también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad
y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la
fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el
fideísmo como el activismo moralista.
La
existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del
encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y
la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y
hermanas con el mismo amor de Dios.
En la
Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio
del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la
solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch
6,1-4). En la
Iglesia,
contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las
figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e
integrarse (cf. Le 10,38-42).
La
prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero
compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia
general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a
reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda
humanitaria.
En
cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es
precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la
Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa
hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle
partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la
relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e
integral de la persona humana.
Como
escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum
progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de
desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por
nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este
amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de
cada hombre (cf. Cantas en veritate, 8).
En
definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor
gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos
con fe, recibimos el primer contacto –indispensable– con lo divino,
capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer
en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A
propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras
de la Carta de San Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su
correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la
fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco
viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura
suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que
de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10).
Aquí
se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su
gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos
de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace
que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad.
Éstas
no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse,
sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede
abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas
dos virtudes se necesitan recíprocamente.
La
Cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana,
nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha
más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en
los
sacramentos
y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al
prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno,
de la penitencia y de la limosna.
4.
Prioridad de la fe, primado de la caridad
Como
todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único
Espíritu Santo (cf. 1 Co 13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá,
Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir «¡Jesús es el Señor!» (1 Co
12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La
fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor
encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del
Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe
graba en el corazón y la mente la firme convicción de que
precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la
muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la
esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de
Cristo alcance su plenitud.
Por
su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se
manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y
existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a
sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo
nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para
con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La
relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre
dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la
Eucaristía.
El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum
caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la
plenitud del camino cristiano.
Análogamente, la fe precede a la caridad, pero se revela germina
sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la
fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la
caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para
siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de Cuaresma, durante el
cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la
resurrección,
mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la
historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso
reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de
amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en
nuestra vida. Por esto, elevo mi
oración
a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la
Bendición del Señor.
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