Mensaje de S. S. Benedicto XVI para la celebración de la XLV Jornada
Mundial de la Paz
Enero 5, 2012
1. El comienzo de un Año nuevo, don de Dios a la humanidad, es una
invitación a desear a todos, con mucha confianza y afecto, que este
tiempo que tenemos por delante esté marcado por la justicia y la
paz.
¿Con qué actitud debemos mirar el nuevo año? En el salmo 130
encontramos una imagen muy bella. El salmista dice que el hombre de
fe aguarda al Señor «más que el centinela la aurora» (v. 6), lo
aguarda con una sólida esperanza, porque sabe que traerá luz,
misericordia, salvación. Esta espera nace de la experiencia del
pueblo elegido, el cual reconoce que Dios lo ha educado para mirar
el mundo en su verdad y a no dejarse abatir por las tribulaciones.
Os invito a abrir el año 2012 con dicha actitud de confianza. Es
verdad que en el año que termina ha aumentado el sentimiento de
frustración por la crisis que agobia a la sociedad, al mundo del
trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son sobre todo
culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad
hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad
la luz del día.
En esta oscuridad, sin embargo, el corazón del hombre no cesa de
esperar la aurora de la que habla el salmista. Se percibe de manera
especialmente viva y visible en los jóvenes, y por esa razón me
dirijo a ellos teniendo en cuenta la aportación que pueden y deben
ofrecer a la sociedad. Así pues, quisiera presentar el Mensaje para
la XLV Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa: «Educar
a los jóvenes en la justicia y la paz», convencido de que ellos,
con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al
mundo una nueva esperanza.
Mi mensaje se dirige también a los padres, las familias y a todos
los estamentos educativos y formativos, así como a los responsables
en los distintos ámbitos de la vida religiosa, social, política,
económica, cultural y de la comunicación. Prestar atención al mundo
juvenil, saber escucharlo y valorarlo, no es sólo una oportunidad,
sino un deber primario de toda la sociedad, para la construcción de
un futuro de justicia y de paz.
Se ha de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo
de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del
bien. Éste es un deber en el que todos estamos comprometidos en
primera persona.
Las preocupaciones manifestadas en estos últimos tiempos por muchos
jóvenes en diversas regiones del mundo expresan el deseo de mirar
con fundada esperanza el futuro. En la actualidad, muchos son los
aspectos que les preocupan: el deseo de recibir una formación que
los prepare con más profundidad a afrontar la realidad, la
dificultad de formar una familia y encontrar un puesto estable de
trabajo, la capacidad efectiva de contribuir al mundo de la
política, de la cultura y de la economía, para edificar una sociedad
con un rostro más humano y solidario.
Es importante que estos fermentos, y el impulso idealista que
contienen, encuentren la justa atención
en todos los sectores de la sociedad. La Iglesia mira a los jóvenes
con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a
defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el
mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas» (Is 42,9; 48,6).
Los responsables de la educación
2. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida.
Educar –que viene de educere en latín– significa conducir
fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una
plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del
encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere
la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse
guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de
estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos
auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones,
son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que
los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es
el primero en vivir el camino que propone.
¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la
paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres
son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de
la sociedad. «En la familia es donde los hijos aprenden los valores
humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y
pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las
generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del
otro».Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la
justicia y la paz.
Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida,
se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas
condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las
responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los
ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento
adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer
difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más
preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita
cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles
esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años,
y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. Deseo decir
a los padres que no se desanimen. Que exhorten con el ejemplo de su
vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en Dios, el
único del que mana justicia y paz auténtica.
Quisiera dirigirme también a los responsables de las instituciones
dedicadas a la educación: que vigilen con gran sentido de
responsabilidad para que se respete y valore en toda circunstancia
la dignidad de cada persona. Que se preocupen de que cada joven
pueda descubrir la propia vocación, acompañándolo mientras hace
fructificar los dones que el Señor le ha concedido. Que aseguren a
las familias que sus hijos puedan tener un camino formativo que no
contraste con su conciencia y principios religiosos.
Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo
transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que
el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza
interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar
la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión
por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de
una sociedad más humana y fraterna.
Me dirijo también a los responsables políticos, pidiéndoles que
ayuden concretamente a las familias e instituciones educativas a
ejercer su derecho deber de educar. Nunca debe faltar una ayuda
adecuada a la maternidad y a la paternidad. Que se esfuercen para
que a nadie se le niegue el derecho a la instrucción y las familias
puedan elegir libremente las estructuras educativas que consideren
más idóneas para el bien de sus hijos. Que trabajen para favorecer
el reagrupamiento de las familias divididas por la necesidad de
encontrar medios de subsistencia. Ofrezcan a los jóvenes una imagen
límpida de la política, como verdadero servicio al bien de todos.
No puedo dejar de hacer un llamamiento, además, al mundo de los
medios, para que den su aportación educativa. En la sociedad actual,
los medios de comunicación de masa tienen un papel particular: no
sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus
destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la
educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos
entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la
educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva
o negativamente en la formación de la persona.
También los jóvenes han de tener el valor de vivir ante todo ellos
mismos lo que piden a quienes están en su entorno. Les corresponde
una gran responsabilidad: que tengan la fuerza de usar bien y
conscientemente la libertad. También ellos son responsables de la
propia educación y formación en la justicia y la paz.
Educar en la verdad y en la libertad
3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima
quam veritatem? – ¿Ama algo el alma con más ardor que la
verdad?». El rostro humano de una sociedad depende mucho de la
contribución de la educación a mantener viva esa cuestión
insoslayable. En efecto, la educación persigue la formación integral
de la persona, incluida la dimensión moral y espiritual del ser, con
vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es
miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre
todo quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Contemplando
la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona: «Cuando contemplo
el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado.
¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para
que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión
fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El
hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una
sed de verdad –no parcial, sino capaz de explicar el sentido de la
vida– porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Así pues,
reconocer con gratitud la vida como un don inestimable lleva a
descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda
persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a
reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a
tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a los otros a
llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca podemos
olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera
unitaria a la totalidad de la persona en todas sus
dimensiones»,incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar
a la persona para obtener un bien particular, ya sea económico o
social, individual o colectivo.
Sólo en la relación con Dios comprende también el hombre el
significado de la propia libertad. Y es cometido de la educación el
formar en la auténtica libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos
o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El
hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que
puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la
verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el
hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y,
sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca se puede alcanzar
alejándose de Él.
La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede
entender y usar mal. «En la actualidad, un obstáculo particularmente
insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra
sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como
definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus
caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para
cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a
cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente,
dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica
educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda
persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de
las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por
construir con los demás algo en común».
Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el
horizonte del relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre
el bien y el mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre
descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe
obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal,
a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha
cometido.Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente
relacionado con la ley moral natural, que tiene un carácter
universal, expresa la dignidad de toda persona, sienta la base de
sus derechos y deberes fundamentales, y, por tanto, en último
análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las personas.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la
justicia y la paz, que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia
el otro, aunque se distancie de la propia forma de ser y vivir. De
esa actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la justicia
se quedan en palabras sin contenido: la confianza recíproca, la
capacidad de entablar un diálogo constructivo, la posibilidad del
perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta
conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles,
así como la disponibilidad para el sacrificio.
Educar en la justicia
4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su
dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de
intenciones, está seriamente amenazo por la extendida tendencia a
recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y
del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus
raíces transcendentes. La justicia, en efecto, no es una simple
convención humana, ya que lo que es justo no está determinado
originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda
del ser humano. La visión integral del hombre es lo que permite no
caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir
también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor.
No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna,
sostenida por principios económicos racionalistas e individualistas,
han sustraído al concepto de justicia sus raíces transcendentes,
separándolo de la caridad y la solidaridad: «La “ciudad del hombre”
no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes
y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de
comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en
las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo
compromiso por la justicia en el mundo».
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque
ellos quedarán saciados» (Mt5,6). Serán saciados porque
tienen hambre y sed de relaciones rectas con Dios, consigo mismos,
con sus hermanos y hermanas, y con toda la creación.
Educar en la paz
5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar
el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la
tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre
comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de
las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la
fraternidad».La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad.
Y es ante todo don de Dios. Los cristianos creemos que Cristo es
nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios ha reconciliado
consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos separaban a
unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia
reconciliada en el amor.
Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra
que se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la
paz, debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la
colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos dentro de las
comunidades y atentos a despertar las consciencias sobre las
cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la
importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la
riqueza, de promoción del crecimiento, de la cooperación al
desarrollo y de la resolución de los conflictos. «Bienaventurados
los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios», dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt5,9).
La paz para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede
eludir este compromiso esencial de promover la justicia, según las
propias competencias y responsabilidades. Invito de modo particular
a los jóvenes, que mantienen siempre viva la tensión hacia los
ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar la justicia y
la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero, aun
cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.
Levantar los ojos a Dios
6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia
y de la paz, podemos sentirnos tentados de preguntarnos como el
salmista: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el
auxilio?» (Sal 121,1).
Deseo decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No
son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la
mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de
nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y
auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo
y, al mismo tiempo, es el amor eterno.
Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?». El amor se complace en la
verdad, es la fuerza que nos hace capaces de comprometernos con la
verdad, la justicia, la paz, porque todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).
Queridos jóvenes, vosotros sois un don precioso para la sociedad. No
os dejéis vencer por el desánimo ante las dificultades y no os
entreguéis a las falsas soluciones, que con frecuencia se presentan
como el camino más fácil para superar los problemas. No tengáis
miedo de comprometeros, de hacer frente al esfuerzo y al sacrificio,
de elegir los caminos que requieren fidelidad y constancia, humildad
y dedicación. Vivid con confianza vuestra juventud y esos profundos
deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero que
experimentáis. Vivid con intensidad esta etapa de vuestra vida tan
rica y llena de entusiasmo.
Sed conscientes de que vosotros sois un ejemplo y estímulo para los
adultos, y lo seréis cuanto más os esforcéis por superar las
injusticias y la corrupción, cuanto más deseéis un futuro mejor y os
comprometáis en construirlo. Sed conscientes de vuestras capacidades
y nunca os encerréis en vosotros mismos, sino sabed trabajar por un
futuro más luminoso para todos. Nunca estáis solos. La Iglesia
confía en vosotros, os sigue, os anima y desea ofreceros lo que
tiene de más valor: la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios,
de encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.
A todos vosotros, hombres y mujeres preocupados por la causa de la
paz. La paz no es un bien ya logrado, sino una meta a la que todos
debemos aspirar. Miremos con mayor esperanza al futuro, animémonos
mutuamente en nuestro camino, trabajemos para dar a nuestro mundo un
rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en la
responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del
mañana, particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de
paz. Consciente de todo ello, os envío estas reflexiones y os dirijo
un llamamiento: unamos nuestras fuerzas espirituales, morales y
materiales para «educar a los jóvenes en la justicia y la paz».
Vaticano, 8 de diciembre de 2011
BENEDICTUS PP XVI
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