VATICANO, 11 Abr. 15 / 10:50 am (ACI).-
El Papa Francisco leyó y entregó la Bula
Misericordiae Vultus (“El rostro de la
misericordia”) en la tarde de este sábado en la
Basílica de San Pedro en el Vaticano, con motivo
del próximo Jubileo de la Misericordia que
comenzará el 8 de diciembre y concluirá el 20 de
noviembre de 2016.
Este acontecimiento tuvo lugar durante las
Primeras Vísperas del segundo Domingo de
Pascua, conocido también por ser el
de la
Divina Misericordia.
A continuación
ACI Prensa les presenta el texto
completo de la Bula del Papa Francisco:
Misericordiae Vultus
BULA DE CONVOCACIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO
DE LA MISERICORDIA
FRANCISCO
OBISPO DE ROMA
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA, MISERICORDIA Y PAZ
1. Jesucristo es el rostro de la misericordia
del Padre. El misterio de la fe cristiana parece
encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se
ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen
en Jesús de Nazaret. El Padre, “rico de
misericordia” (Ef 2,4), después de haber
revelado su nombre a Moisés como “Dios compasivo
y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en
amor y fidelidad” (Ex 34,6) no ha cesado de dar
a conocer en varios modos y en tantos momentos
de la historia su naturaleza divina. En la
“plenitud del tiempo” (Gal 4,4), cuando todo
estaba dispuesto según su plan de salvación, Él
envió a su Hijo nacido de la Virgen María para
revelarnos de manera definitiva su amor. Quien
lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de
Nazaret con su palabra, con sus gestos y con
toda su persona1 revela la misericordia de Dios.
2. Siempre tenemos necesidad de contemplar el
misterio de la misericordia. Es fuente de
alegría, de serenidad y de paz. Es condición
para nuestra salvación. Misericordia: es la
palabra que revela el misterio de la Santísima
Trinidad. Misericordia: es el acto último y
supremo con el cual Dios viene a nuestro
encuentro. Misericordia: es la ley fundamental
que habita en el corazón de cada persona cuando
mira con ojos sinceros al hermano que encuentra
en el camino de la
vida. Misericordia: es la vía que une
Dios y el hombre, porque abre el corazón a la
esperanza de ser amados no obstante el límite de
nuestro pecado.
3. Hay momentos en los que de un modo mucho más
intenso estamos llamados a tener la mirada fija
en la misericordia para poder ser también
nosotros mismos signo eficaz del obrar del
Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo
Extraordinario de la Misericordia como tiempo
propicio para la
Iglesia, para que haga más fuerte y
eficaz el testimonio de los creyentes.
El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de
2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción.
Esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de
Dios desde los albores de nuestra historia.
Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso
dejar la humanidad en soledad y a merced del
mal. Por esto pensó y quiso a María santa e
inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que
fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la
gravedad del pecado, Dios responde con la
plenitud del perdón. La misericordia siempre
será más grande que cualquier pecado y nadie
podrá poner un límite al amor de Dios que
perdona. En la fiesta de la Inmaculada
Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta
Santa. En esta ocasión será una Puerta de la
Misericordia, a través de la cual cualquiera que
entrará podrá experimentar el amor de Dios que
consuela, que perdona y ofrece esperanza.
El domingo siguiente, III de
Adviento, se abrirá la Puerta Santa
en la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan
de Letrán. Sucesivamente se abrirá la Puerta
Santa en las otras Basílicas Papales. Para el
mismo domingo establezco que en cada Iglesia
particular, en la Catedral que es la Iglesia
Madre para todos los fieles, o en la Concatedral
o en una iglesia de significado especial se abra
por todo el Año Santo una idéntica Puerta de la
Misericordia. A juicio del Ordinario, ella podrá
ser abierta también en los Santuarios, meta de
tantos peregrinos que en estos lugares santos
con frecuencia son tocados en el corazón por la
gracia y encuentran el camino de la conversión.
Cada Iglesia particular, entonces, estará
directamente comprometida a vivir este Año Santo
como un momento extraordinario de gracia y de
renovación espiritual. El Jubileo, por tanto,
será celebrado en Roma así como en las Iglesias
particulares como signo visible de la comunión
de toda la Iglesia.
4. He escogido la fecha del 8 de diciembre por
su gran significado en la historia reciente de
la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en
el quincuagésimo aniversario de la conclusión
del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia
siente la necesidad de mantener vivo este
evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de
su historia. Los Padres reunidos en el Concilio
habían percibido intensamente, como un verdadero
soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de
Dios a los hombres de su tiempo en un modo más
comprensible. Derrumbadas las murallas que por
mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una
ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo
de anunciar el Evangelio de un modo nuevo. Una
nueva etapa en la evangelización de siempre. Un
nuevo compromiso para todos los cristianos de
testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la
propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad
de ser en el mundo signo vivo del amor del
Padre.
Vuelven a la mente las palabras cargadas de
significado que san Juan XXIII pronunció en la
apertura del Concilio para indicar el camino a
seguir: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo
prefiere usar la medicina de la misericordia y
no empuñar las armas de la severidad … La
Iglesia Católica, al elevar por medio de este
Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad
católica, quiere mostrarse madre amable de
todos, benigna, paciente, llena de misericordia
y de bondad para con los hijos separados de
ella”. En el mismo horizonte se colocaba también
el beato Pablo VI quien, en la Conclusión del
Concilio, se expresaba de esta manera: “Queremos
más bien notar cómo la religión de nuestro
Concilio ha sido principalmente la caridad… La
antigua historia del samaritano ha sido la pauta
de la espiritualidad del Concilio… Una corriente
de afecto y admiración se ha volcado del
Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado
los errores, sí, porque lo exige, no menos la
caridad que la verdad, pero, para las personas,
sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha
enviado al mundo contemporáneo en lugar de
deprimentes diagnósticos, remedios alentadores,
en vez de funestos presagios, mensajes de
esperanza: sus valores no sólo han sido
respetados sino honrados, sostenidos sus
incesantes esfuerzos, sus aspiraciones,
purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos
destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se
vuelca en una única dirección: servir al hombre.
Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus
debilidades, en todas sus necesidades”.
Con estos sentimientos de agradecimiento por
cuanto la Iglesia ha recibido y de
responsabilidad por la tarea que nos espera,
atravesaremos la Puerta Santa, en la plena
confianza de sabernos acompañados por la fuerza
del Señor Resucitado que continua sosteniendo
nuestra peregrinación. El Espíritu Santo que
conduce los pasos de los creyentes para que
cooperen en la obra de salvación realizada por
Cristo, sea guía y apoyo del Pueblo de Dios para
ayudarlo a contemplar el rostro de la
misericordia.
5. El Año jubilar se concluirá en la solemnidad
litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20
de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la
Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos
de gratitud y de reconocimiento hacia la
Santísima Trinidad por habernos concedido un
tiempo extraordinario de gracia. Encomendaremos
la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el
inmenso cosmos a la Señoría de Cristo, esperando
que difunda su misericordia como el rocío de la
mañana para una fecunda historia, todavía por
construir con el compromiso de todos en el
próximo futuro. ¡Cómo deseo que los años por
venir estén impregnados de misericordia para
poder ir al encuentro de cada persona llevando
la bondad y la ternura de Dios! A todos,
creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de
la misericordia como signo del Reino de Dios que
está ya presente en medio de nosotros.
6. “Es propio de Dios usar misericordia y
especialmente en esto se manifiesta su
omnipotencia”. Las palabras de santo Tomás de
Aquino muestran cuánto la misericordia divina no
sea en absoluto un signo de debilidad, sino más
bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es
por esto que la liturgia, en una de las colectas
más antiguas, invita a orar diciendo: “Oh Dios
que revelas tu omnipotencia sobre todo en la
misericordia y el perdón”. Dios será siempre
para la humanidad como Aquel que está presente,
cercano, providente, santo y misericordioso.
“Paciente y misericordioso” es el binomio que a
menudo aparece en el Antiguo Testamento para
describir la naturaleza de Dios. Su ser
misericordioso se constata concretamente en
tantas acciones de la historia de la salvación
donde su bondad prevalece por encima del castigo
y la destrucción. Los Salmos, en modo
particular, destacan esta grandeza del proceder
divino: “Él perdona todas tus culpas, y cura
todas tus dolencias; rescata tu vida del
sepulcro, te corona de gracia y de misericordia”
(103,3-4). De una manera aún más explícita, otro
Salmo testimonia los signos concretos de su
misericordia: “Él Señor libera a los cautivos,
abre los ojos de los ciegos y levanta al caído;
el Señor protege a los extranjeros y sustenta al
huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados”
(146,7-9). Por último, he aquí otras expresiones
del salmista: « El Señor sana los corazones
afligidos y les venda sus heridas […] El Señor
sostiene a los humildes y humilla a los malvados
hasta el polvo” (147,3.6). Así pues, la
misericordia de Dios no es una idea abstracta,
sino una realidad concreta con la cual Él revela
su amor, que es como el de un padre o una madre
que se conmueven en lo más profundo de sus
entrañas por el propio hijo. Vale decir que se
trata realmente de un amor “visceral”. Proviene
desde lo más íntimo como un sentimiento
profundo, natural, hecho de ternura y compasión,
de indulgencia y de perdón.
7. “Eterna es su misericordia”: es el estribillo
que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras
se narra la historia de la revelación de Dios.
En razón de la misericordia, todas las
vicisitudes del Antiguo Testamento están
cargadas de un profundo valor salvífico. La
misericordia hace de la historia de Dios con su
pueblo una historia de salvación. Repetir
continuamente “Eterna es su misericordia”, como
lo hace el Salmo, parece un intento por romper
el círculo del espacio y del tiempo para
introducirlo todo en el misterio eterno del
amor. Es como si se quisiera decir que no solo
en la historia, sino por toda la eternidad el
hombre estará siempre bajo la mirada
misericordiosa del Padre. No es casual que el
pueblo de Israel haya querido integrar este
Salmo, el grande hallel como es conocido, en las
fiestas litúrgicas más importantes.
Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de
la misericordia. Lo atestigua el evangelista
Mateo cuando dice que “después de haber cantado
el himno” (26,30), Jesús con sus discípulos
salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras
instituía la Eucaristía, como memorial perenne
de su él y de su Pascua, puso simbólicamente
este acto supremo de la Revelación a la luz de
la misericordia. En este mismo horizonte de la
misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte,
consciente del gran misterio del amor de Dios
que se habría de cumplir en la
cruz. Saber que Jesús mismo hizo
oración con este Salmo, lo hace para nosotros
los cristianos aún más importante y nos
compromete a incorporar este estribillo en
nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna
es su misericordia”.
8. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro
misericordioso podemos percibir el amor de la
Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha
recibido del Padre ha sido la de revelar el
misterio del amor divino en plenitud. “Dios es
amor” (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y
única vez en toda la Sagrada Escritura el
evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora
visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su
persona no es otra cosa sino amor. Un amor que
se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones
con las personas que se le acercan dejan ver
algo único e irrepetible. Los signos que
realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia
las personas pobres, excluidas, enfermas y
sufrientes llevan consigo el distintivo de la
misericordia. En él todo habla de misericordia.
Nada en Él es falto de compasión.
Jesús, delante a la multitud de personas que lo
seguían, viendo que estaban cansadas y
extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió desde la
profundo del corazón una intensa compasión por
ellas (cfr Mt 9,36). A causa de este amor
compasivo curó los enfermos que le presentaban
(cfr Mt 14,14) y con pocos panes y peces calmó
el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt
15,37). Lo que movía a Jesús en todas las
circunstancias no era sino la misericordia, con
la cual leía el corazón de los interlocutores y
respondía a sus necesidades más reales. Cuando
encontró la viuda de Naim, que llevaba su único
hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el
inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le
devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte
(cfr Lc 7,15). Después de haber liberado el
endemoniado de Gerasa, le confía esta misión:
“Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la
misericordia que ha obrado contigo” (Mc 5,19).
También la vocación de Mateo se coloca en el
horizonte de la misericordia. Pasando delante
del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se
posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada
de misericordia que perdonaba los pecados de
aquel hombre y, venciendo la resistencia de los
otros discípulos, lo escoge a él, el pecador y
publicano, para que sea uno de los Doce. San
Beda el Venerable, comentando esta escena del
Evangelio, escribió que Jesús miró a Mateo con
amor misericordioso y lo eligió: miserando
ataque eligendo. Siempre me ha cautivado esta
expresión, tanto que quise hacerla mi propio
lema.
9. En las parábolas dedicadas a la misericordia,
Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un
Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no
haya disuelto el pecado y superado el rechazo
con la compasión y la misericordia. Conocemos
estas parábolas; tres en particular: la de la
oveja perdida y de la moneda extraviada, y la
del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En
estas parábolas, Dios es presentado siempre
lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En
ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de
nuestra fe, porque la misericordia se muestra
como la fuerza que todo vence, que llena de amor
el corazón y que consuela con el perdón.
De otra parábola, además, podemos extraer una
enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano.
Provocado por la pregunta de Pedro acerca de
cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús
responde: “No te digo hasta siete, sino hasta
setenta veces siete” (Mt 18,22) y pronunció la
parábola del ‘siervo despiadado’. Este, llamado
por el patrón a restituir una grande suma, lo
suplica de rodillas y el patrón le condona la
deuda. Pero inmediatamente encuentra otro siervo
como él que le debía unos pocos centésimos, el
cual le suplica de rodillas que tenga piedad,
pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces
el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho
y volviendo a llamar aquel siervo le dice: “¿No
debías también tú tener compasión de tu
compañero, como yo me compadecí de ti?” (Mt
18,33). Y Jesús concluye: “Lo mismo hará también
mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan
de corazón a sus hermanos” (Mt 18,35).
La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada
uno de nosotros. Jesús afirma que la
misericordia no es solo el obrar del Padre, sino
que ella se convierte en el criterio para saber
quiénes son realmente sus hijos. Así entonces,
estamos llamados a vivir de misericordia, porque
a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado
misericordia. El perdón de las ofensas deviene
la expresión más evidente del amor
misericordioso y para nosotros cristianos es un
imperativo del que no podemos prescindir. ¡Cómo
es difícil muchas veces perdonar! Y, sin
embargo, el perdón es el instrumento puesto en
nuestras frágiles manos para alcanzar la
serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la
rabia, la violencia y la venganza son
condiciones necesarias para vivir felices.
Acojamos entonces la exhortación del Apóstol:
“No permitan que la noche los sorprenda
enojados” (Ef 4,26). Y sobre todo escuchemos la
palabra de Jesús que ha señalado la misericordia
como ideal de vida y como criterio de
credibilidad de nuestra fe. “Dichosos los
misericordiosos, porque encontrarán
misericordia” (Mt 5,7) es la bienaventuranza en
la que hay que inspirarse durante este Año
Santo.
Como se puede notar, la misericordia en la
Sagrada Escritura es la palabra clave para
indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no
se limita a afirmar su amor, sino que lo hace
visible y tangible. El amor, después de todo,
nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su
misma naturaleza es vida concreta: intenciones,
actitudes, comportamientos que se verifican en
el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es
su responsabilidad por nosotros. Él se siente
responsable, es decir, desea nuestro bien y
quiere vernos felices, colmados de alegría y
serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda
que se debe orientar el amor misericordioso de
los cristianos. Como ama el Padre, así aman los
hijos. Como Él es misericordioso, así estamos
nosotros llamados a ser misericordiosos los unos
con los otros.
10. La misericordia es la viga maestra que
sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su
acción pastoral debería estar revestido por la
ternura con la que se dirige a los creyentes;
nada en su anuncio y en su testimonio hacia el
mundo puede carecer de misericordia. La
credibilidad de la Iglesia pasa a través del
camino del amor misericordioso y compasivo. La
Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar
misericordia”. Tal vez por mucho tiempo nos
hemos olvidado de indicar y de andar por la vía
de la misericordia. Por una parte, la tentación
de pretender siempre y solamente justicia ha
hecho olvidar que ella es el primer paso,
necesario e indispensable; la Iglesia no
obstante necesita ir más lejos para alcanzar una
meta más alta y más significativa. Por otra
parte, es triste constatar cómo la experiencia
del perdón en nuestra cultura se desvanece cada
vez más. Incluso la palabra misma en algunos
momentos parece evaporarse. Sin el testimonio
del perdón, sin embargo, queda solo una vida
infecunda y estéril, como si se viviese en un
desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la
Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio
alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo
esencial para hacernos cargo de las debilidades
y dificultades de nuestros hermanos. El perdón
es una fuerza que resucita a una vida nueva e
infunde el valor para mirar el futuro con
esperanza.
11. No podemos olvidar la gran enseñanza que san
Juan Pablo II ofreció en su segunda
encíclica
Dives in misericordia, que en su
momento llegó sin ser esperada y tomó a muchos
por sorpresa en razón del tema que afrontaba.
Dos pasajes en particular quiero recordar. Ante
todo, el santo Papa hacía notar el olvido del
tema de la misericordia en la cultura presente:
“La mentalidad contemporánea, quizás en mayor
medida que la del hombre del pasado, parece
oponerse al Dios de la misericordia y tiende
además a orillar de la vida y arrancar del
corazón humano la idea misma de la misericordia.
La palabra y el concepto de misericordia parecen
producir una cierta desazón en el hombre, quien,
gracias a los adelantos tan enormes de la
ciencia y de la técnica, como nunca fueron
conocidos antes en la historia, se ha hecho
dueño y ha dominado la tierra mucho más que en
el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la
tierra, entendido tal vez unilateral y
superficialmente, parece no dejar espacio a la
misericordia … Debido a esto, en la situación
actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres
y muchos ambientes guiados por un vivo sentido
de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente,
a la misericordia de Dios”.
Además, san Juan Pablo II motivaba con estas
palabras la urgencia de anunciar y testimoniar
la misericordia en el mundo contemporáneo: “Ella
está dictada por el amor al hombre, a todo lo
que es humano y que, según la intuición de gran
parte de los contemporáneos, está amenazado por
un peligro inmenso. El misterio de Cristo... me
obliga al mismo tiempo a proclamar la
misericordia como amor compasivo de Dios,
revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me
obliga también a recurrir a tal misericordia y a
implorarla en esta difícil, crítica fase de la
historia de la Iglesia y del mundo”.10 Esta
enseñanza es hoy más que nunca actual y merece
ser retomada en este Año Santo. Acojamos
nuevamente sus palabras: “La Iglesia vive una
vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia – el atributo más estupendo del
Creador y del Redentor – y cuando acerca a los
hombres a las fuentes de la misericordia del
Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora”.
12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del
Evangelio, que por su medio debe alcanzar la
mente y el corazón de toda persona. La Esposa de
Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de
Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir
ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia
está comprometida en la nueva evangelización, el
tema de la misericordia exige ser propuesto una
vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada
acción pastoral. Es determinante para la Iglesia
y para la credibilidad de su anuncio que ella
viva y testimonie en primera persona la
misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben
transmitir misericordia para penetrar en el
corazón de las personas y motivarlas a
reencontrar el camino de vuelta al Padre. La
primera verdad de la Iglesia es el amor de
Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón
y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y
mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la
Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la
misericordia del Padre. En nuestras parroquias,
en las comunidades, en las asociaciones y
movimientos, en fin, dondequiera que haya
cristianos, cualquiera debería poder encontrar
un oasis de misericordia.
13. Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de
la palabra del Señor: Misericordiosos como el
Padre. El evangelista refiere la enseñanza de
Jesús: “Sed misericordiosos, como el Padre
vuestro es misericordioso” (Lc 6,36). Es un
programa de vida tan comprometedor como rico de
alegría y de paz. El imperativo de Jesús se
dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27).
Para ser capaces de misericordia, entonces,
debemos en primer lugar colocarnos a la escucha
de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar
el valor del silencio para meditar la Palabra
que se nos dirige. De este modo es posible
contemplar la misericordia de Dios y asumirla
como propio estilo de vida.
14. La peregrinación es un signo peculiar en el
Año Santo, porque es imagen del camino que cada
persona realiza en su existencia. La vida es una
peregrinación y el ser humano es viator, un
peregrino que recorre su camino hasta alcanzar
la meta anhelada. También para llegar a la
Puerta Santa en Roma y en cualquier otro lugar,
cada uno deberá realizar, de acuerdo con las
propias fuerzas, una peregrinación. Esto será un
signo del hecho que también la misericordia es
una meta por alcanzar y que requiere compromiso
y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea
estímulo para la conversión: atravesando la
Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la
misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser
misericordiosos con los demás como el Padre lo
es con nosotros.
El Señor Jesús indica las etapas de la
peregrinación mediante la cual es posible
alcanzar esta meta: “No juzguéis y no seréis
juzgados; no condenéis y no seréis condenados;
perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará:
una medida buena, apretada, remecida, rebosante
pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque
seréis medidos con la medida que midáis” (Lc
6,37-38). Dice, ante todo, no juzgar y no
condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio
de Dios, nadie puede convertirse en el juez del
propio hermano. Los hombres ciertamente con sus
juicios se detienen en la superficie, mientras
el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las
palabras cuando están motivadas por sentimientos
de celos y envidia! Hablar mal del propio
hermano en su ausencia equivale a exponerlo al
descrédito, a comprometer su reputación y a
dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no
condenar significa, en positivo, saber percibir
lo que de bueno hay en cada persona y no
permitir que deba sufrir por nuestro juicio
parcial y por nuestra presunción de saberlo
todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente
para manifestar la misericordia. Jesús pide
también perdonar y dar. Ser instrumentos del
perdón, porque hemos sido los primeros en
haberlo recibido de Dios. Ser generosos con
todos sabiendo que también Dios dispensa sobre
nosotros su benevolencia con magnanimidad.
Así entonces, misericordiosos como el Padre es
el “lema” del Año Santo. En la misericordia
tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo
sí mismo, por siempre, gratuitamente y sin pedir
nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando lo
invocamos. Es bello que la oración cotidiana de
la Iglesia inicie con estas palabras: “Dios mío,
ven en mi auxilio; Señor, date prisa en
socorrerme” (Sal 70,2). El auxilio que invocamos
es ya el primer paso de la misericordia de Dios
hacia nosotros. Él viene a salvarnos de la
condición de debilidad en la que vivimos. Y su
auxilio consiste en permitirnos captar su
presencia y cercanía. Día tras día, tocados por
su compasión, también nosotros llegaremos a ser
compasivos con todos.
15. En este Año Santo, podremos realizar la
experiencia de abrir el corazón a cuantos viven
en las más contradictorias periferias
existenciales, que con frecuencia el mundo
moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas
situaciones de precariedad y sufrimiento existen
en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne
de muchos que no tienen voz porque su grito se
ha debilitado y silenciado a causa de la
indiferencia de los pueblos ricos. En este
Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más
estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la
consolación, a vendarlas con la misericordia y a
curarlas con la solidaridad y la debida
atención. No caigamos en la indiferencia que
humilla, en la habitualidad que anestesia el
ánimo e impide descubrir la novedad, en el
cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para
mirar las miserias del mundo, las heridas de
tantos hermanos y hermanas privados de la
dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su
grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus
manos, y acerquémoslos a nosotros para que
sientan el calor de nuestra presencia, de
nuestra amistad y de la fraternidad. Que su
grito se vuelva el nuestro y juntos podamos
romper la barrera de la indiferencia que suele
reinar campante para esconder la hipocresía y el
egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano
reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales. Será un
modo para despertar nuestra conciencia, muchas
veces aletargada ante el drama de la pobreza, y
para entrar todavía más en el corazón del
Evangelio, donde los pobres son los
privilegiados de la misericordia divina. La
predicación de Jesús nos presenta estas obras de
misericordia para que podamos darnos cuenta si
vivimos o no como discípulos suyos.
Redescubramos las obras de misericordia
corporales: dar de comer al hambriento, dar de
beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al
forastero, asistir los enfermos, visitar a los
presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos
las obras de misericordia espirituales: dar
consejo al que lo necesita, enseñar al que no
sabe, corregir al que yerra, consolar al triste,
perdonar las ofensas, soportar con paciencia las
personas molestas, rogar a Dios por los vivos y
por los difuntos.
No podemos escapar a las palabras del Señor y en
base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer
al hambriento y de beber al sediento. Si
acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si
dedicamos tiempo para acompañar al que estaba
enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45).
Igualmente se nos preguntará si ayudamos a
superar la duda, que hace caer en el miedo y en
ocasiones es fuente de soledad; si fuimos
capaces de vencer la ignorancia en la que viven
millones de personas, sobre todo los niños
privados de la ayuda necesaria para ser
rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de
ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si
perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos
cualquier forma de rencor o de violencia que
conduce a la violencia; si tuvimos paciencia
siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente
con nosotros; finalmente, si encomendamos al
Señor en la oración nuestros hermanos y
hermanas. En cada uno de estos “más pequeños”
está presente Cristo mismo. Su carne se hace de
nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado,
flagelado, desnutrido, en fuga... para que
nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo
asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras
de
san Juan de la Cruz: “En el ocaso de
nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.
16. En el Evangelio de Lucas encontramos otro
aspecto importante para vivir con fe el Jubileo.
El evangelista narra que Jesús, un sábado,
volvió a Nazaret y, como era costumbre, entró en
la Sinagoga. Lo llamaron para que leyera la
Escritura y la comentara. El paso era el del
profeta Isaías donde está escrito: “El Espíritu
del Señor sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha
enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos, para dar la libertad a
los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor” (61,12). “Un año de gracia”: es esto lo
que el Señor anuncia y lo que deseamos vivir.
Este Año Santo lleva consigo la riqueza de la
misión de Jesús que resuena en las palabras del
Profeta: llevar una palabra y un gesto de
consolación a los pobres, anunciar la liberación
a cuantos están prisioneros de las nuevas
esclavitudes de la sociedad moderna, restituir
la vista a quien no puede ver más porque se ha
replegado sobre sí mismo, y volver a dar
dignidad a cuantos han sido privados de ella. La
predicación de Jesús se hace de nuevo visible en
las respuestas de fe que el testimonio de los
cristianos está llamado a ofrecer. Nos acompañen
las palabras del Apóstol: “El que practica
misericordia, que lo haga con alegría” (Rm
12,8).
17. La
Cuaresma de este Año Jubilar sea
vivida con mayor intensidad, como momento fuerte
para celebrar y experimentar la misericordia de
Dios. ¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura
pueden ser meditadas en las semanas de Cuaresma
para redescubrir el rostro misericordioso del
Padre! Con las palabras del profeta Miqueas
también nosotros podemos repetir: Tú, oh Señor,
eres un Dios que cancelas la iniquidad y
perdonas el pecado, que no mantienes para
siempre tu cólera, pues amas la misericordia.
Tú, Señor, volverás a compadecerte de nosotros y
a tener piedad de tu pueblo. Destruirás nuestras
culpas y arrojarás en el fondo del mar todos
nuestros pecados (cfr 7,18-19).
Las páginas del profeta Isaías podrán ser
meditadas con mayor atención en este tiempo de
oración, ayuno y caridad: “Este es el ayuno que
yo deseo: soltar las cadenas injustas, desatar
los lazos del yugo, dejar en libertad a los
oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu
pan con el hambriento y albergar a los pobres
sin techo; cubrir al que veas desnudo y no
abandonar a tus semejantes. Entonces despuntará
tu luz como la aurora y tu herida se curará
rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia
y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces
llamarás, y el Señor responderá; pedirás
auxilio, y él dirá: ‘¡Aquí estoy!’. Si eliminas
de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la
palabra maligna; si partes tu pan con el
hambriento y sacias al afligido de corazón, tu
luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad
será como al mediodía. El Señor te guiará
incesantemente, te saciará en los ardores del
desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás
como un jardín bien regado, como una vertiente
de agua, cuyas aguas nunca se agotan” (58,6-11).
La iniciativa “24 horas para el Señor”, de
celebrarse durante el viernes y sábado que
anteceden el IV domingo de Cuaresma, se
incremente en las Diócesis. Muchas personas
están volviendo a acercarse al sacramento de la
Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes,
quienes en una experiencia semejante suelen
reencontrar el camino para volver al Señor, para
vivir un momento de intensa oración y
redescubrir el sentido de la propia vida. De
nuevo ponemos convencidos en el centro el
sacramento de la Reconciliación, porque nos
permite experimentar en carne propia la grandeza
de la misericordia. Será para cada penitente
fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los
confesores sean un verdadero signo de la
misericordia del Padre. Ser confesores no se
improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo,
nos hacemos nosotros penitentes en busca de
perdón. Nunca olvidemos que ser confesores
significa participar de la misma misión de Jesús
y ser signo concreto de la continuidad de un
amor divino que perdona y que salva. Cada uno de
nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo
para el perdón de los pecados, de esto somos
responsables. Ninguno de nosotros es dueño del
Sacramento, sino fiel servidor del perdón de
Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles
como el padre en la parábola del hijo pródigo:
un padre que corre al encuentro del hijo no
obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los
confesores están llamados a abrazar ese hijo
arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la
alegría por haberlo encontrado. No se cansarán
de salir al encuentro también del otro hijo que
se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para
explicarle que su juicio severo es injusto y no
tiene ningún sentido delante de la misericordia
del Padre que no conoce confines. No harán
preguntas impertinentes, sino como el padre de
la parábola interrumpirán el discurso preparado
por el hijo pródigo, porque serán capaces de
percibir en el corazón de cada penitente la
invocación de ayuda y la súplica de perdón. En
fin, los confesores están llamados a ser
siempre, en todas partes, en cada situación y a
pesar de todo, el signo del primado de la
misericordia.
18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo
la intención de enviar los Misioneros de la
Misericordia. Serán un signo de la solicitud
materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios,
para que entre en profundidad en la riqueza de
este misterio tan fundamental para la fe. Serán
sacerdotes a los cuales daré la autoridad de
perdonar también los pecados que están
reservados a la Sede Apostólica, para que se
haga evidente la amplitud de su mandato. Serán,
sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge
cuantos están en busca de su perdón. Serán
misioneros de la misericordia porque serán los
artífices ante todos de un encuentro cargado de
humanidad, fuente de liberación, rico de
responsabilidad, para superar los obstáculos y
retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán
conducir en su misión por las palabras del
Apóstol: “Dios sometió a todos a la
desobediencia, para tener misericordia de todos”
(Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a nadie,
están llamados a percibir el llamamiento a la
misericordia. Los misioneros vivan esta llamada
conscientes de poder fijar la mirada sobre
Jesús, “sumo sacerdote misericordioso y digno de
fe” (Hb 2,17).
Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan
estos Misioneros, para que sean ante todo
predicadores convincentes de la misericordia. Se
organicen en las Diócesis “misiones para el
pueblo” de modo que estos Misioneros sean
anunciadores de la alegría del perdón. Se les
pida celebrar el sacramento de la Reconciliación
para los fieles, para que el tiempo de gracia
donado en el Año jubilar permita a tantos hijos
alejados encontrar el camino de regreso hacia la
casa paterna. Los Pastores, especialmente
durante el tiempo fuerte de Cuaresma, sean
solícitos en el invitar a los fieles a acercarse
“al trono de la gracia, a fin de obtener
misericordia y alcanzar la gracia” (Hb 4,16).
19. La palabra del perdón pueda llegar a todos y
la llamada a experimentar la misericordia no
deje a ninguno indiferente. Mi invitación a la
conversión se dirige con mayor insistencia a
aquellas personas que se encuentran lejanas de
la gracia de Dios debido a su conducta de vida.
Pienso en modo particular a los hombres y
mujeres que pertenecen a algún grupo criminal,
cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os
pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre
del Hijo de Dios que si bien combate el pecado
nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la
terrible trampa de pensar que la vida depende
del dinero y que ante él todo el resto se vuelve
carente de valor y dignidad. Es solo una
ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al
más allá. El dinero no nos da la verdadera
felicidad. La violencia usada para amasar
fortunas que escurren sangre no convierte a
nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde
o temprano, llega el juicio de Dios al cual
ninguno puede escapar.
La misma llamada llegue también a todas las
personas promotoras o cómplices de corrupción.
Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave
pecado que grita hacia el
cielo pues mina desde sus fundamentos
la vida personal y social. La corrupción impide
mirar el futuro con esperanza porque con su
prepotencia y avidez destruye los proyectos de
los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal
que se anida en gestos cotidianos para
expandirse luego en escándalos públicos. La
corrupción es una obstinación en el pecado, que
pretende sustituir a Dios con la ilusión del
dinero como forma de poder. Es una obra de las
tinieblas, sostenida por la sospecha y la
intriga. Corruptio optimi pessima, decía
con razón san Gregorio Magno, para indicar que
ninguno puede sentirse inmune de esta tentación.
Para erradicarla de la vida personal y social
son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad,
transparencia, unidas al coraje de la denuncia.
Si no se la combate abiertamente, tarde o
temprano busca cómplices y destruye la
existencia.
¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de
vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el
corazón. Delante a tantos crímenes cometidos,
escuchad el llanto de todas las personas
depredadas por vosotros de la vida, de la
familia, de los afectos y de la
dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de
arrogancia, de ilusión y de tristeza. La
verdadera vida es algo bien distinto de lo que
ahora pensáis. El Papa os tiende la mano. Está
dispuesto a escucharos. Basta solamente que
acojáis la llamada a la conversión y os sometáis
a la justicia mientras la Iglesia os ofrece
misericordia.
20. No será inútil en este contexto recordar la
relación existente entre justicia y
misericordia. No son dos momentos contrastantes
entre sí, sino un solo momento que se desarrolla
progresivamente hasta alcanzar su ápice en la
plenitud del amor. La justicia es un concepto
fundamental para la sociedad civil cuando,
normalmente, se hace referencia a un orden
jurídico a través del cual se aplica la ley. Con
la justicia se entiende también que a cada uno
debe ser dado lo que le es debido. En la
Biblia, muchas veces se hace
referencia a la justicia divina y a Dios como
juez. Generalmente es entendida como la
observación integral de la ley y como el
comportamiento de todo buen israelita conforme a
los mandamientos dados por Dios. Esta visión,
sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer
en el legalismo, falsificando su sentido
originario y oscureciendo el profundo valor que
la justicia tiene. Para superar la perspectiva
legalista, sería necesario recordar que en la
Sagrada Escritura la justicia es concebida
esencialmente como un abandonarse confiado en la
voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la
importancia de la fe, más bien que de la
observancia de la ley. Es en este sentido que
debemos comprender sus palabras cuando estando a
la mesa con Mateo y sus amigos dice a los
fariseos que lo contestaban porque comía con los
publicanos y pecadores: “Vayan y aprendan qué
significa: Yo quiero misericordia y no
sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13).
Ante la visión de una justicia como mera
observancia de la ley que juzga, dividiendo las
personas en justos y pecadores, Jesús se inclina
a mostrar el gran de don de la misericordia que
busca a los pecadores para ofrecerles el perdón
y la salvación. Se comprende porque en presencia
de una perspectiva tan liberadora y fuente de
renovación, Jesús haya sido rechazado por los
fariseos y por los doctores de la ley. Estos,
para ser fieles a la ley, ponían solo pesos
sobre las espaldas de las persona, pero así
frustraban la misericordia del Padre. El reclamo
a observar la ley no puede obstaculizar la
atención por las necesidades que tocan la
dignidad de las personas.
Al respecto es muy significativa la referencia
que Jesús hace al profeta Oseas – “yo quiero
amor, no sacrificio”. Jesús afirma que de ahora
en adelante la regla de vida de sus discípulos
deberá ser la que da el primado a la
misericordia, como Él mismo testimonia
compartiendo la mesa con los pecadores. La
misericordia, una vez más, se revela como
dimensión fundamental de la misión de Jesús.
Ella es un verdadero reto para sus
interlocutores que se detienen en el respeto
formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá
de la ley; su compartir con aquellos que la ley
consideraba pecadores permite comprender hasta
dónde llega su misericordia.
También el Apóstol Pablo hizo un recorrido
parecido. Antes de encontrar a Jesús en el
camino a Damasco, su vida estaba dedicada a
perseguir de manera irreprensible la justicia de
la ley (cfr Flp 3,6). La conversión a Cristo lo
condujo a ampliar su visión precedente al punto
que en la carta a los Gálatas afirma: “Hemos
creído en Jesucristo, para ser justificados por
la fe de Cristo y no por las obras de la Ley”
(2,16). Parece que su comprensión de la justicia
ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en
primer lugar la fe y no más la ley. El juicio de
Dios no lo constituye la observancia o no de la
ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte
y resurrección trae la salvación junto con la
misericordia que justifica. La justicia de Dios
se convierte ahora en liberación para cuantos
están oprimidos por la esclavitud del pecado y
sus consecuencias. La justicia de Dios es su
perdón (cfr Sal 51,11-16).
21. La misericordia no es contraria a la
justicia sino que expresa el comportamiento de
Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior
posibilidad para examinarse, convertirse y
creer. La experiencia del profeta Oseas viene en
nuestra ayuda para mostrarnos la superación de
la justicia en dirección hacia la misericordia.
La época de este profeta se cuenta entre las más
dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El
Reino está cercano de la destrucción; el pueblo
no ha permanecido fiel a la alianza, se ha
alejado de Dios y ha perdido la fe de los
Padres. Según una lógica humana, es justo que
Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha
observado el pacto establecido y por tanto
merece la pena correspondiente, el exilio. Las
palabras del profeta lo atestiguan: “Volverá al
país de Egipto, y Asur será su rey, porque se
han negado a convertirse” (Os 11,5). Y sin
embargo, después de esta reacción que apela a la
justicia, el profeta modifica radicalmente su
lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios:
“Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al
mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré
curso al furor de mi cólera, no volveré a
destruir a Efraín, porque soy Dios, no un
hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo
aniquilar” (11,8-9). San Agustín, como
comentando las palabras del profeta dice: “Es
más fácil que Dios contenga la ira que la
misericordia”.
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de
ser Dios, sería como todos los hombres que
invocan respeto por la ley. La justicia por sí
misma no basta, y la experiencia enseña que
apelando solamente a ella se corre el riesgo de
destruirla. Por esto Dios va más allá de la
justicia con la misericordia y el perdón. Esto
no significa restarle valor a la justicia o
hacerla superflua, al contrario. Quien se
equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no
es el fin, sino el inicio de la conversión,
porque se experimenta la ternura del perdón.
Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la
supera en un evento superior donde se
experimenta el amor que está a la base de una
verdadera justicia. Debemos prestar mucha
atención a cuanto escribe Pablo para no caer en
el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus
contemporáneos judíos: “Desconociendo la
justicia de Dios y empeñándose en establecer la
suya propia, no se sometieron a la justicia de
Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para
justificación de todo el que cree” (Rm 10,3-4).
Esta justicia de Dios es la misericordia
concedida a todos como gracia en razón de la
muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de
Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre
todos nosotros y sobre el mundo, porque nos
ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
22. El Jubileo lleva también consigo la
referencia a la indulgencia. En el Año Santo de
la Misericordia ella adquiere una relevancia
particular. El perdón de Dios por nuestros
pecados no conoce límites. En la muerte y
resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente
este amor que es capaz incluso de destruir el
pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con
Dios es posible por medio del misterio pascual y
de la mediación de la Iglesia. Así entonces,
Dios está siempre disponible al perdón y nunca
se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva e
inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos
la experiencia del pecado.
Sabemos que estamos llamados a la perfección
(cfr Mt 5,48), pero sentimos fuerte el peso del
pecado. Mientras percibimos la potencia de la
gracia que nos transforma, experimentamos
también la fuerza del pecado que nos condiciona.
No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida
las contradicciones que son consecuencia de
nuestros pecados. En el sacramento de la
Reconciliación Dios perdona los pecados, que
realmente quedan cancelados; y sin embargo, la
huella negativa que los pecados tienen en
nuestros comportamientos y en nuestros
pensamientos permanece. La misericordia de Dios
es incluso más fuerte que esto. Ella se
transforma en indulgencia del Padre que a través
de la Esposa de Cristo alcanza al pecador
perdonado y lo libera de todo residuo,
consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar
con caridad, a crecer en el amor más bien que a
recaer en el pecado.
La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la
Eucaristía esta comunión, que es don de Dos,
actúa como unión espiritual que nos une a los
creyentes con los Santos y los Beatos cuyo
número es incalculable (cfr Ap 7,4). Su santidad
viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la
Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida
de encontrar la debilidad de unos con la
santidad de otros. Vivir entonces la indulgencia
en el Año Santo significa acercarse a la
misericordia del Padre con la certeza que su
perdón se extiende sobre toda la vida del
creyente. Indulgencia es experimentar la
santidad de la Iglesia que participa a todos de
los beneficios de la redención de Cristo, porque
el perdón es extendido hasta las extremas
consecuencias a la cual llega el amor de Dios.
Vivamos intensamente el Jubileo pidiendo al
Padre el perdón de los pecados y la dispensación
de su indulgencia misericordiosa.
23. La misericordia posee un valor que sobrepasa
los confines de la Iglesia. Ella nos relaciona
con el judaísmo y el Islam, que la consideran
uno de los atributos más calificativos de Dios.
Israel primero que todo recibió esta revelación,
que permanece en la historia como el comienzo de
una riqueza inconmensurable de ofrecer a la
entera humanidad. Como hemos visto, las páginas
del Antiguo Testamento están entretejidas de
misericordia porque narran las obras que el
Señor ha realizado en favor de su pueblo en los
momentos más difíciles de su historia. El Islam,
por su parte, entre los nombres que le atribuye
al Creador está el de Misericordioso y Clemente.
Esta invocación aparece con frecuencia en los
labios de los fieles musulmanes, que se sienten
acompañados y sostenidos por la misericordia en
su cotidiana debilidad. También ellos creen que
nadie puede limitar la misericordia divina
porque sus puertas están siempre abiertas.
Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda
favorecer el encuentro con estas religiones y
con las otras nobles tradiciones religiosas; nos
haga más abiertos al diálogo para conocerlas y
comprendernos mejor; elimine toda forma de
cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de
violencia y de discriminación.
24. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de
la Misericordia. La dulzura de su mirada nos
acompañe en este Año Santo, para que todos
podamos redescubrir la alegría de la ternura de
Dios. Ninguno como María ha conocido la
profundidad el misterio de Dios hecho hombre.
Todo en su vida fue plasmado por la presencia de
la misericordia hecha carne. La Madre del
Crucificado Resucitado entró en el santuario de
la misericordia divina porque participó
íntimamente en el misterio de su amor.
Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios,
María estuvo preparada desde siempre para ser
Arca de la Alianza entre Dios y los hombres.
Custodió en su corazón la divina misericordia en
perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de
alabanza, en el umbral de la casa de Isabel,
estuvo dedicado a la misericordia que se
extiende “de generación en generación” (Lc
1,50). También nosotros estábamos presentes en
aquellas palabras proféticas de la Virgen María.
Esto nos servirá de consolación y de apoyo
mientras atravesaremos la Puerta Santa para
experimentar los frutos de la misericordia
divina.
Al pie de la cruz, María junto con Juan, el
discípulo del amor, es testigo de las palabras
de perdón que salen de la boca de Jesús. El
perdón supremo ofrecido a quien lo ha
crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar
la misericordia de Dios. María atestigua que la
misericordia del Hijo de Dios no conoce límites
y alcanza a todos sin excluir ninguno. Dirijamos
a ella la antigua y siempre nueva oración del
Salve Regina, para que nunca se canse de volver
a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga
dignos de contemplar el rostro de la
misericordia, su Hijo Jesús.
Nuestra plegaria se extienda también a tantos
Santos y Beatos que han hicieron de la
misericordia su misión de vida. En particular el
pensamiento se dirige a la grande apóstol de la
misericordia, santa Faustina Kowalska. Ella que
fue llamada a entrar en las profundidades de la
divina misericordia, interceda por nosotros y
nos obtenga vivir y caminar siempre en el perdón
de Dios y en la inquebrantable confianza en su
amor.
25. Un Año Santo extraordinario, entonces, para
vivir en la vida de cada día la misericordia que
desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros.
En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios.
Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su
corazón para repetir que nos ama y quiere
compartir con nosotros su vida. La Iglesia
siente la urgencia de anunciar la misericordia
de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando
con convicción hace de la misericordia su
anuncio. Ella sabe que la primera tarea, sobre
todo en un momento como el nuestro, lleno de
grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es
la de introducir a todos en el misterio de la
misericordia de Dios, contemplando el rostro de
Cristo. La Iglesia está llamada a ser el primer
testigo veraz de la misericordia, profesándola y
viviéndola como el centro de la Revelación de
Jesucristo. Desde el corazón de la Trinidad,
desde la intimidad más profunda del misterio de
Dios, brota y corre sin parar el gran río de la
misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse,
sin importar cuántos sean los que a ella se
acerquen. Cada vez que alguien tendrá necesidad
podrá venir a ella, porque la misericordia de
Dios no tiene fin. Es tan insondable es la
profundidad del misterio que encierra, tan
inagotable la riqueza que de ella proviene.
En este Año Jubilar la Iglesia se convierta en
el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte
y decidida como palabra y gesto de perdón, de
soporte, de ayuda, de amor. Nunca se canse de
ofrecer misericordia y sea siempre paciente en
el confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz
de cada hombre y mujer y repita con confianza y
sin descanso: “Acuérdate, Señor, de tu
misericordia y de tu amor; que son eternos” (Sal
25,6).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de abril,
Vigilia del Segundo Domingo de Pascua o de la
Divina Misericordia, del Año del Señor 2015,
tercero de mi pontificado. |