Último Ángelus del Papa Benedicto XVI
VATICANO, 25 Feb. 13 / 11:05 am (ACI).-Queridos
hermanos y hermanas:
En el
segundo domingo de
Cuaresma
la Liturgia nos presenta siempre el Evangelio de la Transfiguración
del Señor. El evangelista Lucas resalta de modo particular el hecho
de que Jesús se transfiguró mientras oraba: la suya es una
experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de
retiro espiritual que Jesús vive en un monte alto en compañía de
Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los
momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; 8, 51; 9,
28).
El
Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección
(9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también
en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre
celestial: "Éste es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo" (9, 35).
Además, la presencia de Moisés y Elías, que representan la Ley y los
Profetas de la antigua Alianza, es sumamente significativa: toda la
historia de la Alianza está orientada hacia Él, hacia Cristo, quien
realiza un nuevo "éxodo" (9, 31), no hacia la tierra prometida como
en tiempos de Moisés, sino hacia el
Cielo.
La
intervención de Pedro: "¡Maestro, qué bello es estar aquí!" (9, 33)
representa el intento imposible de demorar tal experiencia mística.
Comenta San Agustín: "[Pedro]… en el monte… tenía a Cristo como
alimento del alma. ¿Por qué habría tenido que descender para
regresar a las fatigas y a los dolores, mientras allá arriba estaba
lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios que le inspiraban,
por tanto, una santa conducta?" (Discurso 78, 3).
Meditando este pasaje del Evangelio, podemos aprender una enseñanza
muy importante. Ante todo, la primacía de la oración, sin la cual
todo el empeño del apostolado y de la caridad se reduce a activismo.
En la Cuaresma aprendemos a dar el justo tiempo a la oración,
personal y comunitaria, que da trascendencia a nuestra
vida
espiritual.
Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus
contradicciones, como en el Tabor habría querido hacer
Pedro, sino que la oración reconduce al camino, a la acción.
"La existencia cristiana –he escrito en el Mensaje para esta
Cuaresma– consiste en un continuo subir al monte del
encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el
amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a
nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios " (n.
3)
Pero
esto no significa abandonar a la
Iglesia,
es más, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda
seguir sirviéndola con la misma entrega y el mismo amor con que lo
he hecho hasta ahora, pero de modo más apto a mi edad y a mis
fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, que ella nos
ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la
caridad activa.
Última
audiencia general del Papa Benedicto XVI
VATICANO, 27 Feb. 13 / 08:42 am (ACI).-¡Venerados
hermanos en el Episcopado!
¡Distinguidas autoridades!
¡Queridos hermanos y hermanas!
Os
agradezco por haber venido tan numerosos a esta última audiencia
general de mi pontificado.
Como
el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo
siento en mi corazón el deber sobre todo de agradecer a Dios, que
guía y hace crecer a la
Iglesia,
que siembra su Palabra y así alimenta la fe en su Pueblo.
En
este momento mi ánimo se extiende para abrazar a toda la Iglesia
difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las "noticias" que en
estos años del ministerio petrino he podido recibir acerca de la fe
en el Señor Jesucristo y de la caridad que está en el Cuerpo de la
Iglesia y lo hace vivir en el amor y de la esperanza que nos abre y
nos orienta hacia la
vida
en plenitud, hacia la patria del
Cielo.
Siento que he de llevar a todos en la oración, en un presente que es
el de Dios, donde recojo todo encuentro, todo viaje, toda visita
pastoral. Todo y a todos los recojo en la oración para confiarlos al
Señor porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, con toda
sabiduría e inteligencia espiritual, y porque podemos comportarnos
de manera digna de Él, de su amor, dando fruto en toda obra buena (cfr
Col 1,9-10).
En
este momento, hay en mí una gran confianza, porque sé, sabemos todos
nosotros, que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la
Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto,
donde esté la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la
gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta es mi
confianza, esta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el
ministerio petrino, tuve firme esta certeza que siempre me ha
acompañado. En aquel momento, como ya he dicho varias veces, las
palabras que resonaron en mi corazón fueron: "¿Señor, qué cosa me
pides?" Es un peso grande el que me pones sobre la espalda, pero si
Tú me lo pides, en tu palabra lanzaré las redes, seguro que Tú me
guiarás.
Y el
Señor verdaderamente me ha guiado, ha estado cercano a mí, he podido
percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trato de camino de
la Iglesia que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también
momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los Apóstoles
en la barca sobre el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos
días de sol y de brisa ligera, días en los que la pesca ha sido
abundante; y ha habido también momentos en los que las aguas estaban
agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la
Iglesia, y el Señor parecía dormir.
Pero
siempre he sabido que en aquella barca está el Señor y siempre he
sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que
es suya y no la deja hundirse; es Él quien la conduce ciertamente
también a través de hombres que ha elegido, porque así lo ha
querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede ofuscar. Y es
por esto que hoy mi corazón está lleno de agradecimiento a Dios
porque no ha dejado nunca que le falte a la Iglesia y también a mí
su consuelo, su luz y su amor.
Estamos en el Año de la Fe, que he querido para reforzar nuestra fe
en Dios en un contexto que parece ponerlo siempre más en segundo
plano. Quisiera invitar a todos a renovar la firme confianza en el
Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, certeros de
que esos brazos nos sostienen siempre y son lo que permite caminar
cada día también en la fatiga. Quisiera que cada uno se sintiese
amado por aquel Dios que nos ha dado a su Hijo a nosotros y que nos
ha mostrado su amor sin límites.
Quisiera que cada uno sintiese la alegría de ser cristiano. En una
bella oración que se recita cotidianamente en la mañana se dice: "Te
adoro Dios mío y te amo con todo el corazón. Te agradezco por
haberme creado, hecho cristiano…" Sí, estamos contentos por el don
de la fe, ¡es el bien más precioso, que nadie nos puede quitar!
Agradecemos al Señor por esto cada día, con la oración y con una
vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama, pero espera que también que
nosotros lo amemos!
Pero
no es solamente Dios a quien quiero agradecer en este momento. Un
Papa no está solo en la guía de la Barca de Pedro, si bien es su
primera responsabilidad, y yo no me he sentido solo nunca en llegar
la alegría y el peso del ministerio petrino; el Señor me ha dado
tantas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia,
me han ayudado y han estado cercanas a mí.
Primero que nada a vosotros, queridos hermanos
cardenales:
vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad han sido para
mí preciosos; mis colaboradores; comenzando por mi Secretario de
Estado que me ha acompañado con fidelidad en estos años; la
Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, como también todos
aquellos que, en diversos sectores, prestan su servicio a la
Santa Sede:
son muchos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero
en el silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y
humildad han sido para mí un sostén seguro y confiable. ¡Un recuerdo
especial para la Iglesia de Roma, mi diócesis!
No
puedo olvidar a los hermanos en el Episcopado y en el presbiterado,
las personas consagradas y todo el Pueblo de Dios: en las visitas
pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes,
siempre he percibido una gran atención y un profundo afecto; pero
también he querido a todos y a cada uno, sin distinción, con aquella
caridad pastoral que da el corazón de Pastor, sobre todo de Obispo
de Roma, de Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he tenido a cada uno
de vosotros en mi oración, con corazón de padre.
Quisiera que mi saludo y mi agradecimiento alcanzase a todos: el
corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y quisiera expresar
mi gratitud al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, que hace
presente a la gran
familia
de las naciones. Aquí también pienso en todos aquellos que trabajan
para una buena comunicación y que agradezco por su importante
servicio.
En
este punto quisiera agradecer de corazón también a todas las
numerosas personas en todo el mundo que en las últimas semanas me
han enviado signos conmovedores de atención, de amistad en la
oración. Sí, el Papa nunca está solo, y ahora lo experimento
nuevamente de un modo tan grande que toca el corazón. El Papa
pertenece a todos y a tantísimas personas que se sienten cercanos a
él.
Es
cierto que recibo cartas de los grandes del mundo: de los Jefes de
Estado, de los jefes religiosos, de los representantes del mundo de
la cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de
personas sencillas que me escriben simplemente desde su corazón y me
hacen sentir su afecto, que nace del estar juntos con Cristo Jesús,
en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe por
ejemplo a un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben
como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, con el sentido de una
relación familiar muy afectuosa.
Aquí
se puede tocar con la mano qué cosa es la Iglesia: no es una
organización ni una asociación de fines religiosos o humanitarios;
sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el
Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia
de este modo y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad
y de su amor es motivo de alegría, en un tiempo en el que tantos
hablan de su declive.
En
estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido y he
pedido a Dios con insistencia en la oración que me ilumine con su
luz para hacerme tomar la decisión más justa no por mi bien, sino
por el bien de la Iglesia. He dado este paso en la plena conciencia
de su gravedad e incluso de su novedad, pero con una profunda
serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el
coraje de tomar decisiones difíciles, sufrientes, teniendo siempre
primero el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Aquí
permítanme volver una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de
la decisión estuvo en el hecho que desde aquel momento estaba
siempre y para siempre ocupado en el Señor. Siempre quien asume el
ministerio petrino no tiene más privacidad alguna. Pertenece siempre
y totalmente a todos, a toda la Iglesia.
A su
vida se le retira, por así decirlo, la dimensión privada. He podido
experimentar y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la
vida justamente cuando la dona. Ya he dicho que muchas personas que
aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y le tienen
afecto; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos
e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de su
comunión; porque no se pertenece más a sí mismo, pertenece a todos y
todos pertenecen a él.
El
"siempre" es también un "para siempre": no se puede volver más a lo
privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio
no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes,
encuentros, recibimientos, conferencias, etcétera. No abandono la
cruz,
sino que quedo de modo nuevo ante el Señor crucificado.
Ya no
llevo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino
que en el servicio de la oración quedo, por así decirlo, en el
recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, será
un gran ejemplo de esto. Él ha mostrado el camino para una vida que,
activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Agradezco a todos y a cada uno también por el respeto y la
comprensión con la que han acogido esta decisión tan importante.
Seguiré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la
reflexión, con aquella dedicación al Señor y a su Esposa que he
buscado vivir hasta ahora cada día y que quiero vivir siempre.
Les
pido recordarme ante Dios, y sobre todo rezar por los
cardenales
llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor del
Apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y la fuerza de su
Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios
y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a
toda la comunidad eclesial; a ella nos acogemos con profunda
confianza.
¡Queridos amigos! Dios guía a su Iglesia, la levanta siempre también
y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta
visión de fe, que es la única y verdadera visión del camino de la
Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada
uno de vosotros, esté siempre la alegre certeza de que el Señor está
a nuestro lado, no nos abandona, es cercano y nos rodea con su amor.
¡Gracias!
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