Homilía de la Misa del V
Domingo de Cuaresma del Papa Francisco
VATICANO, 18 Mar. 13 /
03:41 pm (ACI).-
El Papa Francisco presidió ayer la
Misa
del V Domingo de
Cuaresma
en la Parroquia
Santa Ana
en el Vaticano en la que destacó que Dios jamás se cansa de
perdonar. A continuación el texto completo.
Es hermoso esto: Jesús
solo en el monte, orando. Oraba solo (cf. Jn 8,1). Después,
se presentó de nuevo en el Templo, y todo el pueblo acudía a
Él
(cf. v. 2). Jesús en medio del pueblo. Y luego, al final, lo
dejaron solo con la mujer (cf. v. 9). ¡Aquella soledad de
Jesús! Pero una soledad fecunda: la de la oración con el
Padre y esa, tan bella, que es precisamente el mensaje de
hoy de la
Iglesia,
la de su misericordia con aquella mujer.
También hay una
diferencia entre el pueblo. Todo el pueblo acudía a
Él;
Él
se sentó y comenzó a enseñarles: el pueblo que quería
escuchar las palabras de Jesús, la gente de corazón abierto,
necesitado de la Palabra de Dios. Había otros que no
escuchaban nada, incapaces de escuchar; y estaban los que
fueron con aquella mujer: «Mira, Maestro, esta es una tal y
una cual... Tenemos que hacer lo que Moisés nos mandó hacer
con estas mujeres» (cf. vv. 4-5).
Creo que también
nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a
Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los
otros, condenar a los demás. El mensaje de Jesús es éste: La
misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje
más fuerte del Señor: la misericordia. Pero
Él
mismo lo ha dicho: «No he venido para los justos»; los
justos se justifican por sí solos. ¡Bah!, Señor bendito, si
tú puedes hacerlo, yo no. Pero ellos creen que sí pueden
hacerlo... Yo he venido para los pecadores (cf. Mc 2,17).
Pensad en aquella
cháchara después de la vocación de Mateo: «¡Pero este va con
los pecadores!» (cf. Mc 2,16). Y Él
ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos
pecadores.
Pero si somos como aquel
fariseo ante el altar – «Te doy gracias, porque no soy como
los demás hombres, y tampoco como ese que está a la puerta,
como ese publicano» (cf. Lc 18,11-12) –, no conocemos el
corazón del Señor, y nunca tendremos la alegría de sentir
esta misericordia.
No es fácil encomendarse
a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo
incomprensible. Pero hay que hacerlo. «Ay, padre, si usted
conociera mi
vida,
no me hablaría así». «¿Por qué, qué has hecho?». «¡Ay
padre!, las he hecho gordas». «¡Mejor!». «Acude a Jesús. A
Él
le gusta que se le cuenten estas cosas».
Él se olvida,
Él
tiene una capacidad de olvidar, especial. Se olvida, te
besa, te abraza y te dice solamente: «Tampoco yo te condeno.
Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Sólo te da ese
consejo. Después de un mes, estamos en las mismas
condiciones...
Volvamos al Señor. El
Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los
que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de
no cansarnos de pedir perdón, porque Él
nunca se cansa de perdonar. Pidamos esta gracia
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