Homilía del Papa en Misa celebrada en el City Center
Waterfront de Beirut
BEIRUT, 16 Sep. 12 / 09:11 am (ACI).-
Queridos hermanos y hermanas
«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef
1,3). Bendito sea en este día en el que tengo la alegría de
estar aquí con vosotros, en el Líbano, para entregar a los
obispos de la región la Exhortación apostólica postsinodal
Ecclesia in Medio Oriente. Agradezco cordialmente a Su
Beatitud Bechara Boutros Raï sus amables palabras de
bienvenida. Saludo a los demás patriarcas y obispos de las
iglesias orientales, a los obispos latinos de las regiones
vecinas, así como a los
cardenales y obispos procedentes de otros países.
Os saludo a todos con gran afecto, queridos hermanos y
hermanas del Líbano, así como a los de los países de toda
esta querida región de Oriente Medio, que han venido para
celebrar, con el Sucesor de Pedro, a Jesucristo crucificado,
muerto y resucitado. Saludo con deferencia también al
Presidente de la República y a las autoridades libanesas, a
los responsables y miembros de otras tradiciones religiosas
que han tenido a bien estar presentes aquí esta mañana.
En este domingo en el que Evangelio nos interroga sobre la
verdadera identidad de Jesús, henos aquí con los discípulos
por la senda que conduce a los pueblos de la región de
Cesarea de Filipo. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc
8,29), les preguntó Jesús. El momento elegido para plantear
esta cuestión tiene un significado. Jesús se encuentra en un
momento decisivo de su existencia. Sube hacia Jerusalén,
hacia el lugar donde, por la
cruz
y la
resurrección, se cumplirá el acontecimiento
central de nuestra salvación. Jerusalén es también donde, al
final de estos acontecimientos, nacerá la
Iglesia.
Y cuando, en ese momento decisivo, Jesús pregunta primero a
sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc
8,27), las respuestas que le dan son muy diferentes: Juan el
Bautista, Elías, un profeta. También hoy, como a lo largo de
los siglos, aquellos, que de una u otra manera, han
encontrado a Jesús en su camino, ofrecen sus respuestas.
Éstas son aproximaciones que pueden permitir encontrar el
camino de la verdad. Pero, aunque no sean necesariamente
falsas, siguen siendo insuficientes, pues no llegan al
corazón de la identidad de Jesús. Sólo quien se compromete a
seguirlo en su camino, a vivir en comunión con él en la
comunidad de los discípulos, puede tener un conocimiento
verdadero. Entonces es cuando Pedro, que desde hacía algún
tiempo había vivido con Jesús, dará su respuesta: «Tú eres
el Mesías» (Mc 8,29). Respuesta acertada sin duda alguna,
pero aún insuficiente, puesto que Jesús advirtió la
necesidad de precisarla. Se percataba de que la gente podría
utilizar esta respuesta para propósitos que no eran los
suyos, para suscitar falsas esperanzas terrenas sobre él. Y
no se deja encerrar sólo en los atributos del libertador
humano que muchos esperan.
Al anunciar a sus discípulos que él deberá sufrir y ser
ajusticiado antes de resucitar, Jesús quiere hacerles
comprender quién es de verdad. Un Mesías sufriente, un
Mesías servidor, no un libertador político todopoderoso. Él
es siervo obediente a la voluntad de su Padre hasta entregar
su
vida.
Es lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera
lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de él.
Su afirmación sorprende e inquieta. Y eso explica la réplica
y los reproches de Pedro, rechazando el sufrimiento y la
muerte de su maestro. Jesús se muestra severo con él, y le
hace comprender que quien quiera ser discípulo suyo, debe
aceptar ser un servidor, como él mismo se ha hecho siervo.
Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su Cruz para
acompañarle en su camino, un camino arduo, que no es el del
poder o el de la gloria terrena, sino el que lleva
necesariamente a la renuncia de sí mismo, a perder su vida
por Cristo y el Evangelio, para ganarla. Pues se nos asegura
que este camino conduce a la resurrección, a la vida
verdadera y definitiva con Dios. Optar por acompañar a
Jesucristo, que se ha hecho siervo de todos, requiere una
intimidad cada vez mayor con él, poniéndose a la escucha
atenta de su Palabra, para descubrir en ella la inspiración
de nuestras acciones. Al promulgar el Año de la fe, que
comenzará el próximo 11 de octubre, he querido que todo fiel
se comprometa de forma renovada en este camino de conversión
del corazón. A lo largo de todo este año, os animo
vivamente, pues, a profundizar vuestra reflexión sobre la
fe, para que sea más consciente, y para fortalecer vuestra
adhesión a Jesucristo y su evangelio.
Hermanos y hermanas, el camino por el que Jesús nos quiere
llevar es un camino de esperanza para todos. La gloria de
Jesús se revela en el momento en que, en su humanidad, él se
manifiesta el más frágil, especialmente después de la
encarnación y sobre la cruz. Así es como Dios muestra su
amor, haciéndose siervo, entregándose por nosotros. ¿Acaso
no es esto un misterio extraordinario, a veces difícil de
admitir? El mismo apóstol Pedro lo comprenderá sólo más
tarde.
En la segunda lectura, Santiago nos ha recordado cómo este
seguir a Jesús, para ser auténtico, exige actos concretos:
«Yo con mis obras, te mostraré la fe» (2,18). Servir es una
exigencia imperativa para la Iglesia y, para los cristianos,
el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús. El servicio
es un elemento fundacional de la identidad de los discípulos
de Cristo (cf. Jn 13,15-17). La vocación de la Iglesia y del
cristiano es servir, como el Señor mismo lo ha hecho,
gratuitamente y a todos, sin distinción. Por tanto, en un
mundo donde la violencia no cesa de extender su rastro de
muerte y destrucción, servir a la justicia y la paz es una
urgencia, para comprometerse en aras de una sociedad
fraterna, para fomentar la comunión. Queridos hermanos y
hermanas, imploro particularmente al Señor que conceda a
esta región de Oriente Medio servidores de la paz y la
reconciliación, para que todos puedan vivir
pacíficamente y con dignidad. Es un testimonio esencial que
los cristianos deben dar aquí, en colaboración con todas las
personas de buena voluntad. Os hago un llamamiento a todos a
trabajar por la paz. Cada uno como pueda y allí dónde se
encuentre.
El servicio debe entrar también en el corazón de la vida
misma de la comunidad cristiana. Todo ministerio, todo cargo
en la Iglesia, es ante todo un servicio a Dios y a los
hermanos. Éste es el espíritu que debe reinar entre todos
los bautizados, en particular con un compromiso efectivo
para con los pobres, los marginados y los que sufren, para
salvaguardar la dignidad inalienable de cada persona.
Queridos hermanos y hermanas que sufrís en el cuerpo o en el
corazón, vuestro dolor no es inútil. Cristo servidor está
cercano a todos los que sufren. Él está a vuestro lado. Que
os encontréis en vuestro camino con hermanos y hermanas que
manifiesten concretamente su presencia amorosa, que no os
abandonará. Que Cristo os colme de esperanza.
Y todos vosotros, hermanos y hermanas, que habéis venido
para participar en esta celebración, tratad de configuraros
siempre con el Señor Jesús, con él, que se ha hecho servidor
de todos para la vida del mundo. Que Dios bendiga al Líbano,
que bendiga a todos los pueblos de esta querida región del
Medio Oriente y les conceda el don de su paz. Amén.
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