EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
VERBUM DOMINI
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL EPISCOPADO, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE
LA PALABRA DE DIOS
EN LA VIDA Y EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
ÍNDICE
Introducción[1]
Para que nuestra alegría sea perfecta [2]
De la «Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios [3]
El Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios [4]
El Prólogo del Evangelio de Juan como guía [5]
PRIMERA PARTE
VERBUM DEI
El Dios que habla
Dios en diálogo [6]
Analogía de la Palabra de Dios [7]
Dimensión cósmica de la Palabra [8]
La creación del hombre [9]
Realismo de la Palabra [10]
Cristología de la Palabra [11-13]
Dimensión escatológica de la Palabra de Dios [14]
La Palabra de Dios y el Espíritu Santo [15-16]
Tradición y Escritura [17-18]
Sagrada Escritura, inspiración y verdad [19]
Dios Padre, fuente y origen de la Palabra [20-21]
La respuesta del hombre al Dios que habla
Llamados a entrar en la Alianza con Dios 43
Dios escucha al hombre y responde a sus interrogantes [23]
Dialogar con Dios mediante sus palabras [24]
Palabra de Dios y fe [25]
El pecado como falta de escucha a la Palabra de Dios [26]
María «Mater Verbi Dei» y «Mater fidei»
[27-28]
La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia
La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia
[29-30]
«Alma de la Teología» [31]
Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial
[32-33]
La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha
de seguir [34]
El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada [35]
Fe y razón en relación con la Escritura [36]
Sentido literal y sentido espiritual [37]
Necesidad de trascender la «letra» [38]
Unidad intrínseca de la Biblia [39]
Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento[40-41]
Las páginas «oscuras» de la Biblia [42]
Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura
[43]
La interpretación fundamentalista de las Escrituras [44]
Diálogo entre pastores, teólogos y exegetas [45]
Biblia y ecumenismo [46]
Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos
[47]
Los santos y la interpretación de la Escritura [48-49]
SEGUNDA PARTE
VERBUM IN ECCLESIA
La palabra de Dios y la Iglesia
La Iglesia acoge la Palabra [50]
Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia [51]
La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios
La Palabra de Dios en la sagrada liturgia [52]
Sagrada Escritura y sacramentos [53]
Palabra de Dios y Eucaristía [54-55]
Sacramentalidad de la Palabra [56]
La Sagrada Escritura y el Leccionario [57]
Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado [58]
Importancia de la homilía [59]
Oportunidad de un Directorio homilético [60]
Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos
[61]
Palabra de Dios y Liturgia de las Horas [62]
Palabra de Dios y Bendicional [63]
Sugerencias y propuestas concretas para la animación
litúrgica [64]
a) Celebraciones de la Palabra de Dios [65]
b) La Palabra y el silencio [66]
c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios[67]
d) La Palabra de Dios en el templo cristiano [68]
e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia [69]
f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado [70]
g) Especial atención a los discapacitados de la vista y el
oído [71]
La palabra de Dios en la vida eclesial
Encontrar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura [72]
La animación bíblica de la pastoral [73]
Dimensión bíblica de la catequesis [74]
Formación bíblica de los cristianos [75]
La Sagrada Escritura en los grandes encuentros eclesiales
[76]
Palabra de Dios y vocaciones [77]
a) Palabra de Dios y ministros ordenados[78-81]
b) Palabra de Dios y candidatos al Orden sagrado [82]
c) Palabra de Dios y vida consagrada [83]
d) Palabra de Dios y fieles laicos [84]
e) Palabra de Dios, matrimonio y familia [85]
Lectura orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»
[86-87]
Palabra de Dios y oración mariana [88]
Palabra de Dios y Tierra Santa [89]
TERCERA PARTE
VERBUM MUNDO
La misión de la Iglesia: anunciar la palabra de Dios al
mundo
La Palabra del Padre y hacia el Padre [90]
Anunciar al mundo el «Logos» de la esperanza [91]
De la Palabra de Dios surge la misión de laIglesia [92]
Palabra y Reino de Dios [93]
Todos los bautizados responsables del anuncio[94]
Necesidad de la «missio ad gentes» [95]
Anuncio y nueva evangelización [96]
Palabra de Dios y testimonio cristiano [97-98]
Palabra de Dios y compromiso en el mundo
Servir a Jesús en sus «humildes hermanos» (Mt 25,40)
[99]
Palabra de Dios y compromiso por la justicia en la sociedad
[100-101]
Anuncio de la Palabra de Dios, reconciliación y paz entre
los pueblos [102]
La Palabra de Dios y la caridad efectiva [103]
Anuncio de la Palabra de Dios y los jóvenes [104]
Anuncio de la Palabra de Dios y los emigrantes[105]
Anuncio de la Palabra de Dios y los que sufren [106]
Anuncio de la Palabra de Dios y los pobres [107]
Palabra de Dios y salvaguardia de la Creación [108]
Palabra de Dios y culturas
El valor de la cultura para la vida del hombre [109]
La Biblia como un gran código para las culturas [110]
El conocimiento de la Biblia en la escuela y la universidad
[111]
La Sagrada Escritura en las diversas manifestaciones
artísticas [112]
Palabra de Dios y medios de comunicación social [113]
Biblia e inculturación [114]
Traducciones y difusión de la Biblia [115]
La Palabra de Dios supera los límites de las culturas [116]
Palabra de Dios y diálogo interreligioso
El valor del diálogo interreligioso [117]
Diálogo entre cristianos y musulmanes [118]
Diálogo con las demás religiones [119]
Diálogo y libertad religiosa [120]
Conclusión
La palabra definitiva de Dios [121]
Nueva evangelización y nueva escucha [122]
La Palabra y la alegría [123]
«Mater Verbi et Mater laetitiae»[124]
INTRODUCCIÓN
1.
La palabra del Señor permanece para siempre. Y esa palabra
es el Evangelio que os anunciamos» (1 P 1,25: cf.
Is 40,8). Esta frase de la Primera carta de san Pedro,
que retoma las palabras del profeta Isaías, nos pone frente
al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el
don de su palabra. Esta palabra, que permanece para siempre,
ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su palabra
eterna de un modo humano; su Verbo «se hizo carne» (Jn1,14).
Ésta es la buena noticia. Éste es el anuncio que, a través
de los siglos, llega hasta nosotros. La
XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos,
que se celebró en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de
2008, tuvo como tema La Palabra de Dios en la vida y en
la misión de la Iglesia. Fue una experiencia profunda de
encuentro con Cristo, Verbo del Padre, que está presente
donde dos o tres están reunidos en su nombre (cf. Mt
18,20). Con esta Exhortación, cumplo con agrado la petición
de los Padres de dar a conocer a todo el Pueblo de Dios la
riqueza surgida en la reunión vaticana y las indicaciones
propuestas, como fruto del trabajo en común.[1]
En esta perspectiva, pretendo retomar todo lo que el Sínodo
ha elaborado, teniendo en cuenta los documentos presentados:
los
Lineamenta,
el
Instrumentum laboris,
las Relaciones ante y post disceptationem y
los textos de las intervenciones, tanto leídas en el aula
como las presentadas in scriptis, las Relaciones de
los círculos menores y sus debates, el
Mensaje final
al Pueblo de Dios y, sobre todo, algunas propuestas
específicas (Propositiones), que los Padres han
considerado de particular relieve. En este sentido, deseo
indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la
Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante
renovación, deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez
más el corazón de toda actividad eclesial.
Para que nuestra alegría sea perfecta
2.
En primer lugar, quisiera recordar la belleza y el encanto
del renovado encuentro con el Señor Jesús experimentado
durante la Asamblea sinodal. Por eso, haciéndome eco de la
voz de los Padres, me dirijo a todos los fieles con las
palabras de san Juan en su primera carta: «Os anunciamos la
vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso
que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis
unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y
con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3).
El Apóstol habla de oír, ver, tocar y
contemplar (cf. 1,1) al Verbo de la Vida, porque la
vida misma se manifestó en Cristo. Y nosotros, llamados a la
comunión con Dios y entre nosotros, debemos ser anunciadores
de este don. En esta perspectiva kerigmática, la Asamblea
sinodal ha sido para la Iglesia y el mundo un testimonio de
la belleza del encuentro con la Palabra de Dios en la
comunión eclesial. Por tanto, exhorto a todos los fieles a
reavivar el encuentro personal y comunitario con Cristo,
Verbo de la Vida que se ha hecho visible, y a ser sus
anunciadores para que el don de la vida divina, la comunión,
se extienda cada vez más por todo el mundo. En efecto,
participar en la vida de Dios, Trinidad de Amor, es alegría
completa (cf. 1 Jn 1,4). Y comunicar la alegría que
se produce en el encuentro con la Persona de Cristo, Palabra
de Dios presente en medio de nosotros, es un don y una tarea
imprescindible para la Iglesia. En un mundo que considera
con frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño,
confesamos con Pedro que sólo Él tiene «palabras de vida
eterna» (Jn 6,68). No hay prioridad más grande que
esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al
Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida
abundante (cf. Jn 10,10).
De la «Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios
3.
Con la
XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
sobre la Palabra de Dios, somos conscientes de haber tocado
en cierto sentido el corazón mismo de la vida
cristiana, en continuidad con la anterior Asamblea sinodal
sobre la Eucaristía como fuente y culmen de la vida y de
la misión de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se funda
sobre la Palabra de Dios, nace y vive de ella.[2]
A lo largo de toda su historia, el Pueblo de Dios ha
encontrado siempre en ella su fuerza, y la comunidad
eclesial crece también hoy en la escucha, en la celebración
y en el estudio de la Palabra de Dios. Hay que reconocer que
en los últimos decenios ha aumentado en la vida eclesial la
sensibilidad sobre este tema, de modo especial con relación
a la Revelación cristiana, a la Tradición viva y a la
Sagrada Escritura. A partir del pontificado del Papa León
XIII, podemos decir que ha ido creciendo el número de
intervenciones destinadas a aumentar en la vida de la
Iglesia la conciencia sobre la importancia de la Palabra de
Dios y de los estudios bíblicos,[3]
culminando en el Concilio Vaticano II, especialmente con la
promulgación de la Constitución dogmática
Dei Verbum,
sobre la divina Revelación. Ella representa un hito en el
camino eclesial: «Los Padres sinodales... reconocen con
ánimo agradecido los grandes beneficios aportados por este
documento a la vida de la Iglesia, en el ámbito exegético,
teológico, espiritual, pastoral y ecuménico».[4]
En particular, ha crecido en estos años la conciencia del
«horizonte trinitario e histórico salvífico de la
Revelación»,[5]
en el que se reconoce a Jesucristo como «mediador y plenitud
de toda la revelación».[6]
La Iglesia confiesa incesantemente a todas las generaciones
que Él, «con su presencia y manifestación, con sus palabras
y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y
resurrección gloriosa, con el envío del Espíritu de la
verdad, lleva a plenitud toda la revelación».[7]
De todos es conocido el gran impulso que la Constitución
dogmática
Dei Verbum
ha dado a la revalorización de la Palabra de Dios en la vida
de la Iglesia, a la reflexión teológica sobre la divina
revelación y al estudio de la Sagrada Escritura. En los
últimos cuarenta años, el Magisterio eclesial se ha
pronunciado en muchas ocasiones sobre estas materias.[8]
Con la celebración de este Sínodo, la Iglesia, consciente de
la continuidad de su propio camino bajo la guía del Espíritu
Santo, se ha sentido llamada a profundizar nuevamente sobre
el tema de la Palabra divina, ya sea para verificar la
puesta en práctica de las indicaciones conciliares, como
para hacer frente a los nuevos desafíos que la actualidad
plantea a los creyentes en Cristo.
El Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios
4.
En la
XII Asamblea sinodal,
Pastores provenientes de todo el mundo se reunieron en torno
a la Palabra de Dios y pusieron simbólicamente en el centro
de la Asamblea el texto de la Biblia, para redescubrir algo
que corremos el peligro de dar por descontado en la vida
cotidiana: el hecho de que Dios hable y responda a
nuestras cuestiones.[9]
Juntos hemos escuchado y celebrado la Palabra del Señor.
Hemos hablado de todo lo que el Señor está realizando en el
Pueblo de Dios y hemos compartido esperanzas y
preocupaciones. Todo esto nos ha ayudado a entender que
únicamente en el «nosotros» de la Iglesia, en la escucha y
acogida recíproca, podemos profundizar nuestra relación con
la Palabra de Dios. De aquí brota la gratitud por los
testimonios de vida eclesial en distintas partes del mundo,
narrados en las diversas intervenciones en el aula. Al mismo
tiempo, ha sido emocionante escuchar también a los Delegados
fraternos, que han aceptado la invitación a participar en el
encuentro sinodal. Recuerdo, en particular, la meditación,
profundamente estimada por los Padres sinodales, que nos
ofreció Su Santidad
Bartolomé
I, Patriarca ecuménico de Constantinopla.[10]
Por primera vez, además, el Sínodo de los Obispos quiso
invitar también a un Rabino para que nos diera un valioso
testimonio sobre las Sagradas Escrituras judías, que también
son justamente parte de nuestras Sagradas Escrituras.[11]
Así, pudimos comprobar con alegría y gratitud que «también
hoy en la Iglesia hay un Pentecostés, es decir, que la
Iglesia habla en muchas lenguas; y esto no sólo en el
sentido exterior de que en ella están representadas todas
las grandes lenguas del mundo, sino sobre todo en un sentido
más profundo: en ella están presentes los múltiples modos de
la experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las
culturas; sólo así se manifiesta la amplitud de la
existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la
Palabra de Dios».[12]
Pudimos constatar, además, un Pentecostés aún en camino;
varios pueblos están esperando todavía que se les anuncie la
Palabra de Dios en su propia lengua y cultura.
No podemos olvidar, además, que durante todo el Sínodo nos
ha acompañado el testimonio del Apóstol Pablo. De hecho, fue
providencial que la XII Asamblea General Ordinaria tuviera
lugar precisamente en el año dedicado a la figura del gran
Apóstol de los gentiles, con ocasión del bimilenario de su
nacimiento. Se distinguió en su vida por el celo con que
difundía la Palabra de Dios. Nos llegan al corazón las
vibrantes palabras con las que se refería a su misión de
anunciador de la Palabra divina: «hago todo esto por el
Evangelio» (1 Co 9,23); «Yo –escribe en la
Carta a los Romanos– no me avergüenzo del Evangelio: es
fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (1,16).
Cuando reflexionamos sobre la Palabra de Dios en la vida y
en la misión de la Iglesia, debemos pensar en san Pablo y en
su vida consagrada a anunciar la salvación de Cristo a todas
las gentes.
El Prólogo del Evangelio de Juan como guía
5.
Con esta Exhortación apostólica postsinodal, deseo que los
resultados del Sínodo influyan eficazmente en la vida de la
Iglesia, en la relación personal con las Sagradas
Escrituras, en su interpretación en la liturgia y en la
catequesis, así como en la investigación científica, para
que la Biblia no quede como una Palabra del pasado, sino
como algo vivo y actual. A este propósito, me propongo
presentar y profundizar los resultados del Sínodo en
referencia constante al Prólogo del Evangelio de Juan
(Jn1,1-18), en el que se nos anuncia el fundamento de
nuestra vida: el Verbo, que desde el principio está junto a
Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn
1,14). Se trata de un texto admirable, que nos ofrece una
síntesis de toda la fe cristiana. Juan, a quien la tradición
señala como el «discípulo al que Jesús amaba» (Jn
13,23; 20,2; 21,7.20), sacó de su experiencia personal de
encuentro y seguimiento de Cristo, una certeza interior:
Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, su Palabra eterna
que se ha hecho hombre mortal.[13]
Que aquel que «vio y creyó» (Jn20,8) nos ayude
también a nosotros a reclinar nuestra cabeza sobre el pecho
de Cristo (cf. Jn 13,25), del que brotaron sangre y
agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos de la
Iglesia. Siguiendo el ejemplo del apóstol Juan y de otros
autores inspirados, dejémonos guiar por el Espíritu Santo
para amar cada vez más la Palabra de Dios.
PRIMERA PARTE
VERBUM DEI
«En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios...
y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1.14)
El Dios que habla
Dios en diálogo
6.
La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se
da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros.[14]
La Constitución dogmática
Dei Verbum
había expresado esta realidad reconociendo que «Dios
invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos,
trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su
compañía».[15]
Sin embargo, para comprender en su profundidad el mensaje
del Prólogo de san Juan no podemos quedarnos en la
constatación de que Dios se nos comunica amorosamente. En
realidad, el Verbo de Dios, por quien «se hizo todo» (Jn1,3)
y que se «hizo carne» (Jn1,14), es el mismo que
existía «in principio» (Jn1,1). Aunque se
puede advertir aquí una alusión al comienzo del libro del
Génesis (cf. Gn 1,1), en realidad nos encontramos
ante un principio de carácter absoluto en el que se
nos narra la vida íntima de Dios. El Prólogo de Juan nos
sitúa ante el hecho de que el Logos existe realmente
desde siempre y que, desde siempre, él mismo es
Dios. Así pues, no ha habido nunca en Dios un tiempo en
el que no existiera el Logos. El Verbo ya existía
antes de la creación. Por tanto, en el corazón de la vida
divina está la comunión, el don absoluto. «Dios es amor»
(1 Jn 4,16), dice el mismo Apóstol en otro
lugar, indicando «la imagen cristiana de Dios y también la
consiguiente imagen del hombre y de su camino».[16]
Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en
el que el Padre expresa desde la eternidad su Palabra en el
Espíritu Santo. Por eso, el Verbo, que desde el principio
está junto a Dios y es Dios, nos revela al mismo Dios en el
diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a
participar en él. Así pues, creados a imagen y semejanza de
Dios amor, sólo podemos comprendernos a nosotros mismos en
la acogida del Verbo y en la docilidad a la obra del
Espíritu Santo. El enigma de la condición humana se
esclarece definitivamente a la luz de la revelación
realizada por el Verbo divino.
Analogía de la Palabra de Dios
7.
De todas estas consideraciones, que brotan de la meditación
sobre el misterio cristiano expresado en el Prólogo de Juan,
hay que destacar ahora lo que los Padres sinodales han
afirmado sobre las distintas maneras en que se usa la
expresión «Palabra de Dios». Se ha hablado justamente de una
sinfonía de la Palabra, de una única Palabra que se expresa
de diversos modos: «un canto a varias voces».[17]
A este propósito, los Padres sinodales han hablado de un uso
analógico del lenguaje humano en relación a la Palabra de
Dios. En efecto, esta expresión, aunque por una parte se
refiere a la comunicación que Dios hace de sí mismo, por
otra asume significados diferentes que han de ser tratados
con atención y puestos en relación entre ellos, ya sea desde
el punto de vista de la reflexión teológica como del uso
pastoral. Como muestra de modo claro el Prólogo de Juan, el
Logos indica originariamente el Verbo eterno, es
decir, el Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de
todos los siglos y consustancial a él: la Palabra estaba
junto a Dios, la Palabra era Dios. Pero esta misma
Palabra, afirma san Juan, se «hizo carne» (Jn1,14);
por tanto, Jesucristo, nacido de María Virgen, es realmente
el Verbo de Dios que se hizo consustancial a nosotros. Así
pues, la expresión «Palabra de Dios» se refiere aquí a la
persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre.
Por otra parte, si bien es cierto que en el centro de la
revelación divina está el evento de Cristo, hay que
reconocer también que la misma creación, el liber naturae,
forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces en
que se expresa el único Verbo. De modo semejante, confesamos
que Dios ha comunicado su Palabra en la historia de la
salvación, ha dejado oír su voz; con la potencia de su
Espíritu, «habló por los profetas».[18]
La Palabra divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda
la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el
misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo
de Dios. Además, la palabra predicada por los apóstoles,
obedeciendo al mandato de Jesús resucitado: «Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc
16,15), es Palabra de Dios. Por tanto, la Palabra de Dios se
transmite en la Tradición viva de la Iglesia. La Sagrada
Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la Palabra
de Dios atestiguada y divinamente inspirada. Todo esto nos
ayuda a entender por qué en la Iglesia se venera tanto la
Sagrada Escritura, aunque la fe cristiana no es una
«religión del Libro»: el cristianismo es la «religión de la
Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino
del Verbo encarnado y vivo».[19]
Por consiguiente, la Escritura ha de ser proclamada,
escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios, en
el seno de la Tradición apostólica, de la que no se puede
separar.[20]
Como afirmaron los Padres sinodales, debemos ser conscientes
de que nos encontramos realmente ante un uso analógico de la
expresión «Palabra de Dios». Es necesario, por tanto, educar
a los fieles para que capten mejor sus diversos significados
y comprendan su sentido unitario. Es preciso también que,
desde el punto de vista teológico, se profundice en la
articulación de los diferentes significados de esta
expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan
divino y el puesto central que ocupa en él la persona de
Cristo.[21]
Dimensión cósmica de la Palabra
8.
Conscientes del significado fundamental de la Palabra de
Dios en relación con el Verbo eterno de Dios hecho carne,
único salvador y mediador entre Dios y el hombre,[22]
y en la escucha de esta Palabra, la revelación bíblica nos
lleva a reconocer que ella es el fundamento de toda la
realidad. El Prólogo de san Juan afirma con relación al
Logos divino, que «por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn1,3);
en la Carta a los Colosenses, se afirma también con
relación a Cristo, «primogénito de toda criatura» (1,15),
que «todo fue creado por él y para él» (1,16). Y el autor de
la Carta a los Hebreos recuerda que «por la fe
sabemos que la Palabra de Dios configuró el universo, de
manera que lo que está a la vista no proviene de nada
visible» (11,3).
Este anuncio es para nosotros una palabra liberadora. En
efecto, las afirmaciones escriturísticas señalan que todo lo
que existe no es fruto del azar irracional, sino que ha sido
querido por Dios, está en sus planes, en cuyo centro está la
invitación a participar en la vida divina en Cristo. La
creación nace del Logos y lleva la marca imborrable
de la Razón creadora que ordena y guía. Los salmos
cantan esta gozosa certeza: «La palabra del Señor hizo el
cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal
33,6); y de nuevo: «Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y
surgió» (Sal 33,9). Toda realidad expresa este
misterio: «El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos» (Sal 19,2).
Por eso, la misma Sagrada Escritura nos invita a conocer al
Creador observando la creación (cf. Sb 13,5; Rm
1,19-20). La tradición del pensamiento cristiano supo
profundizar en este elemento clave de la sinfonía de la
Palabra cuando, por ejemplo, san Buenaventura, junto con la
gran tradición de los Padres griegos, ve en el Logos
todas las posibilidades de la creación,[23]
y dice que «toda criatura es Palabra de Dios, en cuanto que
proclama a Dios».[24]
La Constitución dogmática
Dei Verbum
había sintetizado esto declarando que «Dios, creando y
conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3),
ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de
sí mismo».[25]
La creación del hombre
9.
La realidad, por tanto, nace de la Palabra como creatura
Verbi, y todo está llamado a servir a la Palabra. La
creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de
amor entre Dios y su criatura; por tanto, la salvación del
hombre es el motivo de todo. La contemplación del cosmos
desde la perspectiva de la historia de la salvación nos
lleva a descubrir la posición única y singular que ocupa el
hombre en la creación: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a
imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn
1,27). Esto nos permite reconocer plenamente los dones
preciosos recibidos del Creador: el valor del propio cuerpo,
el don de la razón, la libertad y la conciencia. En todo
esto encontramos también lo que la tradición filosófica
llama «ley natural».[26]
En efecto, «todo ser humano que llega al uso de razón y a la
responsabilidad experimenta una llamada interior a hacer el
bien»[27]
y, por tanto, a evitar el mal. Como recuerda santo Tomás de
Aquino, los demás preceptos de la ley natural se fundan
sobre este principio.[28]
La escucha de la Palabra de Dios nos lleva sobre todo a
valorar la exigencia de vivir de acuerdo con esta ley
«escrita en el corazón» (cf. Rm 2,15; 7,23).[29]
A continuación, Jesucristo dio a los hombres la Ley nueva,
la Ley del Evangelio, que asume y realiza de modo eminente
la ley natural, liberándonos de la ley del pecado,
responsable de aquello que dice san Pablo: «el querer lo
bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no» (Rm
7,18), y da a los hombres, mediante la gracia, la
participación a la vida divina y la capacidad de superar el
egoísmo.[30]
Realismo de la Palabra
10.
Quien conoce la Palabra divina conoce también plenamente el
sentido de cada criatura. En efecto, si todas las cosas «se
mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col
1,17), quien construye la propia vida sobre su Palabra
edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. La
Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de
realismo: realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el
fundamento de todo.[31]
De esto tenemos especial necesidad en nuestros días, en los
que muchas cosas en las que se confía para construir la
vida, en las que se siente la tentación de poner la propia
esperanza, se demuestran efímeras. Antes o después, el
tener, el placer y el poder se manifiestan incapaces de
colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano. En
efecto, necesita construir su propia vida sobre cimientos
sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas
se debilitan. En realidad, puesto que «tu palabra, Señor, es
eterna, más estable que el cielo» y la fidelidad del Señor
dura «de generación en generación» (Sal 119,89-90),
quien construye sobre esta palabra edifica la casa de la
propia vida sobre roca (cf. Mt 7,24). Que nuestro
corazón diga cada día a Dios: «Tú eres mi refugio y mi
escudo, yo espero en tu palabra» (Sal 119,114) y,
como san Pedro, actuemos cada día confiando en el Señor
Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).
Cristología de la Palabra
11.
La consideración de la realidad como obra de la santísima
Trinidad a través del Verbo divino, nos permite comprender
las palabras del autor de la Carta a los Hebreos: «En
distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en
esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido
realizando las edades del mundo» (1,1-2). Es muy
hermoso ver cómo todo el Antiguo Testamento se nos presenta
ya como historia en la que Dios comunica su Palabra. En
efecto, «hizo primero una alianza con Abrahán (cf. Gn
15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8),
la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su
pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y verdadero. De
este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de
Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al
hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo
este conocimiento entre las naciones (cf. Sal
21,28-29; 95,1-3; Is 2,1-4; Jr 3,17)».[32]
Esta condescendencia de Dios se cumple de manera insuperable
con la encarnación del Verbo. La Palabra eterna, que se
expresa en la creación y se comunica en la historia de la
salvación, en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido
de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa
principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas.
Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su
historia única y singular es la palabra definitiva que Dios
dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza
a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino
por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que
da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva».[33]
La renovación de este encuentro y de su comprensión produce
en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante
una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad
racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Se
trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y
la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn1,14a).
Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a
una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y
hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único
del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn1,14b). La
fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de
nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente
con palabras humanas.
12.
La tradición patrística y medieval, al contemplar esta
«Cristología de la Palabra», ha utilizado una expresión
sugestiva: el Verbo se ha abreviado:[34]
«Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del
antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías
que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos
de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento.
Allí se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha
abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo
mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se
ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre.
Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro
alcance».[35]
Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una
voz, sino que tiene un rostro que podemos ver:
Jesús de Nazaret.[36]
Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la
misma humanidad de Jesús se manifiesta con toda su
singularidad precisamente en relación con la Palabra de
Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la
voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y
la obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su
palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre
(cf. Jn 12,50); «les he comunicado las palabras que
tú me diste» (Jn17,8). Por tanto, Jesús se manifiesta
como el Logos divino que se da a nosotros, pero
también como el nuevo Adán, el hombre verdadero, que cumple
en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre. Él
«iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y los hombres» (Lc 2,52). De modo perfecto
escucha, cumple en sí mismo y nos comunica la Palabra divina
(cf. Lc 5,1).
La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio
pascual: aquí nos encontramos ante el «Mensaje de la cruz» (1
Co 1,18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal,
porque se ha «dicho» hasta quedar sin palabras, al haber
hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada
para sí. Los Padres de la Iglesia, contemplando este
misterio, ponen de modo sugestivo en labios de la Madre de
Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado
todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra;
están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra
y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida».[37]
Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la
vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).
En este gran misterio, Jesús se manifiesta como la
Palabra de la Nueva y Eterna Alianza: la libertad de
Dios y la libertad del hombre se encuentran definitivamente
en su carne crucificada, en un pacto indisoluble, válido
para siempre. Jesús mismo, en la última cena, en la
institución de la Eucaristía, había hablado de «Nueva y
Eterna Alianza», establecida con el derramamiento de su
sangre (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc22,20),
mostrándose como el verdadero Cordero inmolado, en el que se
cumple la definitiva liberación de la esclavitud.[38]
Este silencio de la Palabra se manifiesta en su sentido
auténtico y definitivo en el misterio luminoso de la
resurrección. Cristo, Palabra de Dios encarnada, crucificada
y resucitada, es Señor de todas las cosas; él es el
Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí
para siempre todas las cosas (cf. Ef 1,10). Cristo,
por tanto, es «la luz del mundo» (Jn8,12), la luz que
«brilla en la tiniebla» (Jn1,54) y que la tiniebla no
ha derrotado (cf. Jn 1,5). Aquí se comprende
plenamente el sentido del Salmo 119: «Lámpara
es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (v. 105);
la Palabra que resucita es esta luz definitiva en nuestro
camino. Los cristianos han sido conscientes desde el
comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está presente
como Persona. La Palabra de Dios es la luz verdadera que
necesita el hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios
surge como luz del mundo. Ahora, viviendo con él y por él,
podemos vivir en la luz.
13.
Llegados, por decirlo así, al corazón de la «Cristología de
la Palabra», es importante subrayar la unidad del designio
divino en el Verbo encarnado. Por eso, el Nuevo Testamento,
de acuerdo con las Sagradas Escrituras, nos presenta el
misterio pascual como su más íntimo cumplimiento. San Pablo,
en la Primera carta a los Corintios, afirma que
Jesucristo murió por nuestros pecados «según las Escrituras»
(15,3), y que resucitó al tercer día «según las Escrituras»
(1 Co 15,4). Con esto, el Apóstol pone el
acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor en
relación con la historia de la Antigua Alianza de Dios con
su pueblo. Es más, nos permite entender que esta historia
recibe de ello su lógica y su verdadero sentido. En el
misterio pascual se cumplen «las palabras de la Escritura, o
sea, esta muerte realizada “según las Escrituras” es
un acontecimiento que contiene en sí un logos, una
lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios
se hizo “carne”, “historia” humana».[39]
También la resurrección de Jesús tiene lugar «al tercer día
según las Escrituras»: ya que, según la interpretación
judía, la corrupción comenzaba después del tercer día, la
palabra de la Escritura se cumple en Jesús que resucita
antes de que comience la corrupción. En este sentido, san
Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles
(cf. 1 Co 15,3), subraya que la victoria de Cristo
sobre la muerte tiene lugar por el poder creador de la
Palabra de Dios. Esta fuerza divina da esperanza y gozo: es
éste en definitiva el contenido liberador de la revelación
pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la
potencia del amor trinitario que aniquila las fuerzas
destructoras del mal y de la muerte.
Teniendo presente estos elementos esenciales de nuestra fe,
podemos contemplar así la profunda unidad en Cristo entre
creación y nueva creación, y de toda la historia de la
salvación. Por recurrir a una imagen, podemos comparar el
cosmos a un «libro» –así decía Galileo Galilei– y
considerarlo «como la obra de un Autor que se expresa
mediante la “sinfonía” de la creación. Dentro de esta
sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en lenguaje
musical se llamaría un “solo”, un tema encomendado a un solo
instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él
depende el significado de toda la ópera. Este “solo” es
Jesús... El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el
cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es
el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen
sin confundirse el Autor y su obra».[40]
Dimensión escatológica de la Palabra de Dios
14.
De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que
Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es «el
primero y el último» (Ap 1,17). Él ha dado su sentido
definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos
llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios
dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; «la
economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva,
nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública
antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro
Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)».[41]
En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo,
la «especificidad del cristianismo se manifiesta en el
acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación,
cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del
encuentro entre el hombre y Dios. Él, que nos ha revelado a
Dios (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva
entregada a la humanidad».[42]
San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una
Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y
de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba
antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo,
dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora
quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o
revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a
Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer
otra cosa o novedad».[43]
Por consiguiente, el Sínodo ha recomendado «ayudar a los
fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las
revelaciones privadas»,[44]
cuya función «no es la de... “completar” la Revelación
definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más
plenamente en una cierta época de la historia».[45]
El valor de las revelaciones privadas es esencialmente
diferente al de la única revelación pública: ésta exige
nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas
y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios
mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación
privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos
aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu
Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La
revelación privada es una ayuda para esta fe, y se
manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la
única revelación pública. Por eso, la aprobación
eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente
que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las
buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles
pueden dar su asentimiento de forma prudente. Una revelación
privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas
formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un
cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y
prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el
Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar.
Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio
usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe,
esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de
la salvación.[46]
La Palabra de Dios y el Espíritu Santo
15.
Después de habernos extendido sobre la Palabra última y
definitiva de Dios al mundo, es necesario referirse ahora a
la misión del Espíritu Santo en relación con la Palabra
divina. En efecto, no se comprende auténticamente la
revelación cristiana sin tener en cuenta la acción del
Paráclito. Esto tiene que ver con el hecho de que la
comunicación que Dios hace de sí mismo implica siempre la
relación entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes Ireneo
de Lyon llama precisamente «las dos manos del Padre».[47]
Por lo demás, la Sagrada Escritura es la que nos indica la
presencia del Espíritu Santo en la historia de la salvación
y, en particular, en la vida de Jesús, a quien la Virgen
María concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Mt
1,18; Lc1,35); al comienzo de su misión pública, en
la orilla del Jordán, lo ve que desciende sobre sí en forma
de paloma (cf. Mt 3,16); Jesús actúa, habla y exulta
en este mismo Espíritu (cf. Lc10,21); y se ofrece a
sí mismo en el Espíritu (cf. Hb 9,14). Cuando estaba
terminando su misión, según el relato del Evangelista Juan,
Jesús mismo pone en clara relación el don de su vida con el
envío del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7).
Después, Jesús resucitado, llevando en su carne los signos
de la pasión, infundió el Espíritu (cf. Jn 20,22),
haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf.
Jn 20,21). El Espíritu Santo enseñará a los discípulos y
les recordará todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn
14,26), puesto que será Él, el Espíritu de la Verdad (cf.
Jn 15,26), quien llevará los discípulos a la Verdad
entera (cf. Jn 16,13). Por último, como se lee en los
Hechos de los Apóstoles, el Espíritu desciende sobre
los Doce, reunidos en oración con María el día de
Pentecostés (cf. 2,1-4), y les anima a la misión de anunciar
a todos los pueblos la Buena Nueva.[48]
La Palabra de Dios, pues, se expresa con palabras humanas
gracias a la obra del Espíritu Santo. La misión del Hijo y
la del Espíritu Santo son inseparables y constituyen una
única economía de la salvación. El mismo Espíritu que actúa
en la encarnación del Verbo, en el seno de la Virgen María,
es el mismo que guía a Jesús a lo largo de toda su misión y
que será prometido a los discípulos. El mismo Espíritu, que
habló por los profetas, sostiene e inspira a la Iglesia en
la tarea de anunciar la Palabra de Dios y en la predicación
de los Apóstoles; es el mismo Espíritu, finalmente, quien
inspira a los autores de las Sagradas Escrituras.
16.
Conscientes de este horizonte pneumatológico, los Padres
sinodales han querido señalar la importancia de la acción
del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en el corazón
de los creyentes en su relación con la Sagrada Escritura.[49]
Sin la acción eficaz del «Espíritu de la Verdad» (Jn14,16)
no se pueden comprender las palabras del Señor. Como
recuerda san Ireneo: «Los que no participan del Espíritu no
obtienen del pecho de su madre (la Iglesia) el nutrimento de
la vida, no reciben nada de la fuente más pura que brota del
cuerpo de Cristo».[50]
Puesto que la Palabra de Dios llega a nosotros en el cuerpo
de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las
Escrituras, mediante la acción del Espíritu Santo, sólo
puede ser acogida y comprendida verdaderamente gracias al
mismo Espíritu.
Los grandes escritores de la tradición cristiana consideran
unánimemente la función del Espíritu Santo en la relación de
los creyentes con las Escrituras. San Juan Crisóstomo afirma
que la Escritura «necesita de la revelación del Espíritu,
para que descubriendo el verdadero sentido de las cosas que
allí se encuentran encerradas, obtengamos un provecho
abundante».[51]
También san Jerónimo está firmemente convencido de que «no
podemos llegar a comprender la Escritura sin la ayuda del
Espíritu Santo que la ha inspirado».[52]
San Gregorio Magno, por otra parte, subraya de modo
sugestivo la obra del mismo Espíritu en la formación e
interpretación de la Biblia: «Él mismo ha creado las
palabras de los santos testamentos, él mismo las desvela».[53]
Ricardo de San Víctor recuerda que se necesitan «ojos de
paloma», iluminados e ilustrados por el Espíritu, para
comprender el texto sagrado.[54]
Quisiera subrayar también, con respecto a la relación entre
el Espíritu Santo y la Escritura, el testimonio
significativo que encontramos en los textos litúrgicos,
donde la Palabra de Dios es proclamada, escuchada y
explicada a los fieles. Se trata de antiguas oraciones que
en forma de epíclesis invocan al Espíritu antes de la
proclamación de las lecturas: «Envía tu Espíritu Santo
Paráclito sobre nuestras almas y haznos comprender las
Escrituras inspiradas por él; y a mí concédeme
interpretarlas de manera digna, para que los fieles aquí
reunidos saquen provecho». Del mismo modo, encontramos
oraciones al final de la homilía que invocan a Dios pidiendo
el don del Espíritu sobre los fieles: «Dios salvador… te
imploramos en favor de este pueblo: envía sobre él el
Espíritu Santo; el Señor Jesús lo visite, hable a las mentes
de todos y disponga los corazones para la fe y conduzca
nuestras almas hacia ti, Dios de las Misericordias».[55]
De aquí resulta con claridad que no se puede comprender el
sentido de la Palabra si no se tiene en cuenta la acción del
Paráclito en la Iglesia y en los corazones de los creyentes.
Tradición y Escritura
17.
Al reafirmar el vínculo profundo entre el Espíritu Santo y
la Palabra de Dios, hemos sentado también las bases para
comprender el sentido y el valor decisivo de la Tradición
viva y de las Sagradas Escrituras en la Iglesia. En efecto,
puesto que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo
único» (Jn3,16), la Palabra divina, pronunciada en el
tiempo, fue dada y «entregada» a la Iglesia de modo
definitivo, de tal manera que el anuncio de la salvación se
comunique eficazmente siempre y en todas partes. Como nos
recuerda la Constitución dogmática
Dei Verbum,
Jesucristo mismo «mandó a los Apóstoles predicar a todos los
hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y
de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes
divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él
mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se
cumplió fielmente, pues los Apóstoles, con su predicación,
sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo
que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo
que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos
Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el
mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo».[56]
El Concilio Vaticano II recuerda también que esta Tradición
de origen apostólico es una realidad viva y dinámica, que
«va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu
Santo»; pero no en el sentido de que cambie en su verdad,
que es perenne. Más bien «crece la comprensión de las
palabras y las instituciones transmitidas», con la
contemplación y el estudio, con la inteligencia fruto de una
más profunda experiencia espiritual, así como con la
«predicación de los que con la sucesión episcopal recibieron
el carisma seguro de la verdad».[57]
La Tradición viva es esencial para que la Iglesia vaya
creciendo con el tiempo en la comprensión de la verdad
revelada en las Escrituras; en efecto, «la misma Tradición
da a conocer a la Iglesia el canon de los libros sagrados y
hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre
activos».[58]
En definitiva, es la Tradición viva de la Iglesia la que nos
hace comprender de modo adecuado la Sagrada Escritura como
Palabra de Dios. Aunque el Verbo de Dios precede y
trasciende la Sagrada Escritura, en cuanto inspirada por
Dios, contiene la palabra divina (cf. 2 Tm 3,16) «en
modo muy singular».[59]
18.
De aquí se deduce la importancia de educar y formar con
claridad al Pueblo de Dios, para acercarse a las Sagradas
Escrituras en relación con la Tradición viva de la Iglesia,
reconociendo en ellas la misma Palabra de Dios. Es muy
importante, desde el punto de vista de la vida espiritual,
desarrollar esta actitud en los fieles. En este sentido,
puede ser útil recordar la analogía desarrollada por los
Padres de la Iglesia entre el Verbo de Dios que se hace
«carne» y la Palabra que se hace «libro».[60]
Esta antigua tradición, según la cual, como dice san
Ambrosio, «el cuerpo del Hijo es la Escritura que se nos ha
transmitido»,[61]
es recogida por la Constitución dogmática
Dei Verbum,
que afirma: «La Palabra de Dios, expresada en lenguas
humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la
Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición
humana, se hizo semejante a los hombres».[62]
Entendida de esta manera, la Sagrada Escritura, aún en la
multiplicidad de sus formas y contenidos, se nos presenta
como realidad unitaria. En efecto, «a través de todas las
palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una
palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud
(cf. Hb 1,1-3)»,[63]
como ya advirtió con claridad san Agustín: «Recordad que es
una sola la Palabra de Dios que se desarrolla en toda la
Sagrada Escritura y uno solo el Verbo que resuena en la boca
de todos los escritores sagrados».[64]
En definitiva, mediante la obra del Espíritu Santo y bajo la
guía del Magisterio, la Iglesia transmite a todas las
generaciones cuanto ha sido revelado en Cristo. La Iglesia
vive con la certeza de que su Señor, que habló en el pasado,
no cesa de comunicar hoy su Palabra en la Tradición viva de
la Iglesia y en la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra
de Dios se nos da en la Sagrada Escritura como testimonio
inspirado de la revelación que, junto con la Tradición viva
de la Iglesia, es la regla suprema de la fe.[65]
Sagrada Escritura, inspiración y verdad
19.
Un concepto clave para comprender el texto sagrado como
Palabra de Dios en palabras humanas es ciertamente el de
inspiración. También aquí podemos sugerir una analogía:
así como el Verbo de Dios se hizo carne por obra del
Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, así también la
Sagrada Escritura nace del seno de la Iglesia por obra del
mismo Espíritu. La Sagrada Escritura es «la Palabra de Dios,
en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo».[66]
De ese modo, se reconoce toda la importancia del autor
humano, que ha escrito los textos inspirados y, al mismo
tiempo, a Dios como el verdadero autor.
Como han afirmado los Padres sinodales, aparece con toda
evidencia que el tema de la inspiración es decisivo para una
adecuada aproximación a las Escrituras y para su correcta
hermenéutica,[67]
que se ha de hacer, a su vez, en el mismo Espíritu en el que
ha sido escrita.[68]
Cuando se debilita nuestra atención a la inspiración, se
corre el riesgo de leer la Escritura más como un objeto de
curiosidad histórica que como obra del Espíritu Santo, en la
cual podemos escuchar la voz misma del Señor y conocer su
presencia en la historia.
Además, los Padres sinodales han destacado la conexión entre
el tema de la inspiración y el de la verdad de las
Escrituras.[69]
Por eso, la profundización en el proceso de la inspiración
llevará también sin duda a una mayor comprensión de la
verdad contenida en los libros sagrados. Como afirma la
doctrina conciliar sobre este punto, los libros inspirados
enseñan la verdad: «Como todo lo que afirman los
hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu
Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente,
fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en
dichos libros para salvación nuestra. Por tanto, “toda la
Escritura, inspirada por Dios, es útil para enseñar,
reprender, corregir, instruir en la justicia; para que el
hombre de Dios esté en forma, equipado para toda obra buena”
(2 Tm 3,16-17 gr.)».[70]
Ciertamente, la reflexión teológica ha considerado siempre
la inspiración y la verdad como dos conceptos clave para una
hermenéutica eclesial de las Sagradas Escrituras. Sin
embargo, hay que reconocer la necesidad actual de
profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder
mejor a lo que exige la interpretación de los textos
sagrados según su naturaleza. En esa perspectiva, expreso el
deseo de que la investigación en este campo pueda progresar
y dar frutos para la ciencia bíblica y la vida espiritual de
los fieles.
Dios Padre, fuente y origen de la Palabra
20.
La economía de la revelación tiene su comienzo y origen en
Dios Padre. Su Palabra «hizo el cielo; el aliento de su
boca, sus ejércitos» (Sal 33,6). Es Él quien da «a
conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo» (2 Co
4,6; cf. Mt 16,17; Lc9,29).
Dios, fuente de la revelación, se manifiesta como Padre en
el Hijo «Logos hecho carne» (cf. Jn 1,14), que
vino a cumplir la voluntad del que lo había enviado (cf.
Jn 4,34), y lleva a término la educación divina del
hombre, animada ya anteriormente por las palabras de los
profetas y las maravillas realizadas tanto en la creación
como en la historia de su pueblo y de todos los hombres. La
revelación de Dios Padre culmina con la entrega por parte
del Hijo del don del Paráclito (cf. Jn 14,16),
Espíritu del Padre y del Hijo, que nos guía «hasta la verdad
plena» (Jn16,13).
Y así, todas las promesas de Dios se han convertido en
Jesucristo en un «sí» (cf. 2 Co 1,20). De este modo
se abre para el hombre la posibilidad de recorrer el camino
que lo lleva hasta el Padre (cf. Jn 14,6), para que
al final Dios sea «todo para todos» (1 Co 15,28).
21.
Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por
medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de
la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en
el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada.
Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por
este silencio: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Jesús,
prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la
obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En
el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna,
se confió a Él: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»
(Lc23,46).
Esta experiencia de Jesús es indicativa de la situación del
hombre que, después de haber escuchado y reconocido la
Palabra de Dios, ha de enfrentarse también con su silencio.
Muchos santos y místicos han vivido esta experiencia, que
también hoy se presenta en el camino de muchos creyentes. El
silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos
momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio.
Por tanto, en la dinámica de la revelación cristiana, el
silencio aparece como una expresión importante de la Palabra
de Dios.
La respuesta del hombre al Dios que habla
Llamados a entrar en la Alianza con Dios
22.
Al subrayar la pluriformidad de la Palabra, hemos podido
contemplar que Dios habla y viene al encuentro del hombre de
muy diversos modos, dándose a conocer en el diálogo. Como
han afirmado los Padres sinodales, «el diálogo, cuando se
refiere a la Revelación, comporta el primado de la
Palabra de Dios dirigida al hombre».[71]
El misterio de la Alianza expresa esta relación entre Dios
que llama con su Palabra y el hombre que responde, siendo
claramente consciente de que no se trata de un encuentro
entre dos que están al mismo nivel; lo que llamamos Antigua
y Nueva Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales,
sino puro don de Dios. Mediante este don de su amor, supera
toda distancia y nos convierte en sus «partners», llevando a
cabo así el misterio nupcial de amor entre Cristo y la
Iglesia. En esta visión, cada hombre se presenta como el
destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar
en este diálogo de amor mediante su respuesta libre. Dios
nos ha hecho a cada uno capaces de escuchar y responder
a la Palabra divina. El hombre ha sido creado en la Palabra
y vive en ella; no se entiende a sí mismo si no se abre a
este diálogo. La Palabra de Dios revela la naturaleza filial
y relacional de nuestra vida. Estamos verdaderamente
llamados por gracia a conformarnos con Cristo, el Hijo del
Padre, y a ser transformados en Él.
Dios escucha al hombre y responde a sus interrogantes
23.
En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos
y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que
anidan en nuestro corazón. La Palabra de Dios, en efecto, no
se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos,
sino que más bien los ilumina, purificándolos y
perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la
actualidad que sólo Dios responde a la sed que hay en el
corazón de todo ser humano. En nuestra época se ha
difundido lamentablemente, sobre todo en Occidente, la idea
de que Dios es extraño a la vida y a los problemas del
hombre y, más aún, de que su presencia puede ser incluso una
amenaza para su autonomía. En realidad, toda la economía de
la salvación nos muestra que Dios habla e interviene en la
historia en favor del hombre y de su salvación integral. Por
tanto, es decisivo desde el punto de vista pastoral mostrar
la capacidad que tiene la Palabra de Dios para dialogar con
los problemas que el hombre ha de afrontar en la vida
cotidiana. Jesús se presenta precisamente como Aquel que ha
venido para que tengamos vida en abundancia (cf. Jn
10,10). Por eso, debemos hacer cualquier esfuerzo para
mostrar la Palabra de Dios como una apertura a los propios
problemas, una respuesta a nuestros interrogantes, un
ensanchamiento de los propios valores y, a la vez, como una
satisfacción de las propias aspiraciones. La pastoral de la
Iglesia debe saber mostrar que Dios escucha la necesidad del
hombre y su clamor. Dice san Buenaventura en el
Breviloquium: «El fruto de la Sagrada Escritura no es
uno cualquiera, sino la plenitud de la felicidad eterna. En
efecto, la Sagrada Escritura es precisamente el libro en el
que están escritas palabras de vida eterna para que no sólo
creamos, sino que poseamos también la vida eterna, en la que
veremos, amaremos y serán colmados todos nuestros deseos».[72]
Dialogar con Dios mediante sus palabras
24.
La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio
con el Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos
hablar con Él. Pensamos espontáneamente en el Libro de
los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras con que
podemos dirigirnos a él, presentarle nuestra vida en
coloquio ante él y transformar así la vida misma en un
movimiento hacia él.[73]
En los Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada
gama de sentimientos que el hombre experimenta en su propia
existencia y que son presentados con sabiduría ante Dios;
aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y
esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos,
hay también muchos otros textos de la Sagrada Escritura que
hablan del hombre que se dirige a Dios mediante la oración
de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo
por la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el
cumplimiento de la propia misión (cf. Jr 20,7-18).
Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también
Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la
revelación cristiana,[74]
y toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo
con Dios que habla y escucha, que llama y mueve nuestra
vida. La Palabra de Dios revela aquí que toda la existencia
del hombre está bajo la llamada divina.[75]
Palabra de Dios y fe
25.
«Cuando Dios revela, el hombre tiene que “someterse con la
fe” (cf. Rm 16,26; Rm 1,5; 2 Co
10,5-6), por la que el hombre se entrega entera y libremente
a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y
voluntad”, asintiendo libremente a lo que él ha revelado».[76]
Con estas palabras, la Constitución dogmática
Dei Verbum
expresa con precisión la actitud del hombre en relación con
Dios. La respuesta propia del hombre al Dios que habla es
la fe. En esto se pone de manifiesto que «para acoger la
Revelación, el hombre debe abrir la mente y el corazón a la
acción del Espíritu Santo que le hace comprender la Palabra
de Dios, presente en las sagradas Escrituras».[77]
En efecto, la fe, con la que abrazamos de corazón la verdad
que se nos ha revelado y nos entregamos totalmente a Cristo,
surge precisamente por la predicación de la Palabra divina:
«la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de
Cristo» (Rm 10,17). La historia de la salvación en su
totalidad nos muestra de modo progresivo este vínculo íntimo
entre la Palabra de Dios y la fe, que se cumple en el
encuentro con Cristo. Con él, efectivamente, la fe adquiere
la forma del encuentro con una Persona a la que se confía la
propia vida. Cristo Jesús está presente ahora en la
historia, en su cuerpo que es la Iglesia; por eso, nuestro
acto de fe es al mismo tiempo un acto personal y eclesial.
El pecado como falta de escucha a la Palabra de Dios
26.
La Palabra de Dios revela también inevitablemente la
posibilidad dramática por parte de la libertad del hombre de
sustraerse a este diálogo de alianza con Dios, para el que
hemos sido creados. La Palabra divina, en efecto, desvela
también el pecado que habita en el corazón del hombre. Con
mucha frecuencia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento, encontramos la descripción del pecado como un
no prestar oído a la Palabra, como ruptura de la
Alianza y, por tanto, como la cerrazón frente a Dios que
llama a la comunión con él.[78]
En efecto, la Sagrada Escritura nos muestra que el pecado
del hombre es esencialmente desobediencia y «no escuchar».
Precisamente la obediencia radical de Jesús hasta la muerte
de cruz (cf. Flp 2,8) desenmascara totalmente este
pecado. Con su obediencia, se realiza la Nueva Alianza entre
Dios y el hombre, y se nos da la posibilidad de la
reconciliación. Jesús, efectivamente, fue enviado por el
Padre como víctima de expiación por nuestros pecados y por
los de todo el mundo (cf. 1 Jn 2,2; 4,10; Hb
7,27). Así, se nos ofrece la posibilidad misericordiosa de
la redención y el comienzo de una vida nueva en Cristo. Por
eso, es importante educar a los fieles para que reconozcan
la raíz del pecado en la negativa a escuchar la Palabra del
Señor, y a que acojan en Jesús, Verbo de Dios, el perdón que
nos abre a la salvación.
María «Mater Verbi Dei» y «Mater fidei»
27.
Los Padres sinodales han declarado que el objetivo
fundamental de la XII Asamblea era «renovar la fe de la
Iglesia en la Palabra de Dios»; por eso es necesario mirar
allí donde la reciprocidad entre Palabra de Dios y fe se ha
cumplido plenamente, o sea, en María Virgen, «que con su sí
a la Palabra de la Alianza y a su misión, cumple
perfectamente la vocación divina de la humanidad».[79]
La realidad humana, creada por medio del Verbo, encuentra su
figura perfecta precisamente en la fe obediente de María.
Ella, desde la Anunciación hasta Pentecostés, se nos
presenta como mujer enteramente disponible a la voluntad de
Dios. Es la Inmaculada Concepción, la «llena de gracia» por
Dios (cf. Lc1,28), incondicionalmente dócil a la
Palabra divina (cf. Lc 1,38). Su fe obediente plasma
cada instante de su existencia según la iniciativa de Dios.
Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra
divina; conserva en su corazón los acontecimientos de su
Hijo, componiéndolos como en un único mosaico (cf. Lc
2,19.51).[80]
Es necesario ayudar a los fieles a descubrir de una manera
más perfecta el vínculo entre María de Nazaret y la escucha
creyente de la Palabra divina. Exhorto también a los
estudiosos a que profundicen más la relación entre
mariología y teología de la Palabra. De esto se
beneficiarán tanto la vida espiritual como los estudios
teológicos y bíblicos. Efectivamente, todo lo que la
inteligencia de la fe ha tratado con relación a María se
encuentra en el centro más íntimo de la verdad cristiana. En
realidad, no se puede pensar en la encarnación del Verbo sin
tener en cuenta la libertad de esta joven mujer, que con su
consentimiento coopera de modo decisivo a la entrada del
Eterno en el tiempo. Ella es la figura de la Iglesia a la
escucha de la Palabra de Dios, que en ella se hace carne.
María es también símbolo de la apertura a Dios y a los
demás; escucha activa, que interioriza, asimila, y en la que
la Palabra se convierte en forma de vida.
28.
En esta circunstancia, deseo llamar la atención sobre la
familiaridad de María con la Palabra de Dios. Esto
resplandece con particular brillo en el Magnificat.
En cierto sentido, aquí se ve cómo ella se identifica con la
Palabra, entra en ella; en este maravilloso cántico de fe,
la Virgen alaba al Señor con su misma Palabra: «El
Magníficat –un retrato de su alma, por decirlo así– está
completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada
Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que
la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la
cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con
la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en
palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así
se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en
sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un
querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la
Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra
encarnada».[81]
Además, la referencia a la Madre de Dios nos muestra que el
obrar de Dios en el mundo implica siempre nuestra libertad,
porque, en la fe, la Palabra divina nos transforma. También
nuestra acción apostólica y pastoral será eficaz en la
medida en que aprendamos de María a dejarnos plasmar por la
obra de Dios en nosotros: «La atención devota y amorosa a la
figura de María, como modelo y arquetipo de la fe de la
Iglesia, es de importancia capital para realizar también hoy
un cambio concreto de paradigma en la relación de la Iglesia
con la Palabra, tanto en la actitud de escucha orante como
en la generosidad del compromiso en la misión y el anuncio».[82]
Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente
modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos
llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo
viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda
que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y
engendra al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la
carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe,
en cambio, Cristo es el fruto de todos.[83]
Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos
ahora a cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y
en la celebración de los sacramentos.
La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia
La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia
29.
Otro gran tema que surgió durante el Sínodo, y sobre el que
ahora deseo llamar la atención, es la interpretación de
la Sagrada Escritura en la Iglesia. Precisamente el
vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que la
auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe
eclesial, que tiene su paradigma en el sí de María. San
Buenaventura afirma en este sentido que, sin la fe, falta la
clave de acceso al texto sagrado: «Éste es el conocimiento
de Jesucristo del que se derivan, como de una fuente, la
seguridad y la inteligencia de toda la sagrada Escritura.
Por eso, es imposible adentrarse en su conocimiento sin
tener antes la fe infusa de Cristo, que es faro, puerta y
fundamento de toda la Escritura».[84]
E insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a
san Agustín: «También la letra del evangelio mata si falta
la gracia interior de la fe que sana».[85]
Esto nos permite llamar la atención sobre un criterio
fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar
originario de la interpretación escriturística es la vida de
la Iglesia. Esta afirmación no pone la referencia
eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas
deben plegarse, sino que es requerida por la realidad misma
de las Escrituras y por cómo se han ido formando con el
tiempo. En efecto, «las tradiciones de fe formaban el
ambiente vital en el que se insertó la actividad literaria
de los autores de la sagrada Escritura. Esta inserción
comprendía también la participación en la vida litúrgica y
la actividad externa de las comunidades, su mundo
espiritual, su cultura y las peripecias de su destino
histórico. La interpretación de la sagrada Escritura exige
por eso, de modo semejante, la participación de los exegetas
en toda la vida y la fe de la comunidad creyente de su
tiempo».[86]
Por consiguiente, ya que «la Escritura se ha de leer e
interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»,[87]
es necesario que los exegetas, teólogos y todo el Pueblo de
Dios se acerquen a ella según lo que ella realmente es,
Palabra de Dios que se nos comunica a través de palabras
humanas (cf. 1 Ts 2,13). Éste es un dato constante e
implícito en la Biblia misma: «Ninguna predicción de la
Escritura está a merced de interpretaciones personales;
porque ninguna predicción antigua aconteció por designio
humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios» (2
P 1,20-21). Por otra parte, es precisamente la fe de
la Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios;
como dice admirablemente san Agustín: «No creería en el
Evangelio si no me moviera la autoridad de la Iglesia
católica».[88]
Es el Espíritu Santo, que anima la vida de la Iglesia, quien
hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras.
La Biblia es el libro de la Iglesia, y su verdadera
hermenéutica brota de su inmanencia en la vida eclesial.
30.
San Jerónimo recuerda que nunca podemos leer solos la
Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos
fácilmente en el error. La Biblia ha sido escrita por el
Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración
del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de
Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el
núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos.[89]
El gran estudioso, para el cual «quien no conoce las
Escrituras no conoce a Cristo»,[90]
sostiene que la eclesialidad de la interpretación bíblica no
es una exigencia impuesta desde el exterior; el Libro es
precisamente la voz del Pueblo de Dios peregrino, y sólo en
la fe de este Pueblo estamos, por decirlo así, en la
tonalidad adecuada para entender la Escritura. Una auténtica
interpretación de la Biblia ha de concordar siempre
armónicamente con la fe de la Iglesia católica. San Jerónimo
se dirigía a un sacerdote de la siguiente manera: «Permanece
firmemente unido a la doctrina tradicional que se te ha
enseñado, para que puedas exhortar de acuerdo con la sana
doctrina y rebatir a aquellos que la contradicen».[91]
Aproximaciones al texto sagrado que prescindan de la fe
pueden sugerir elementos interesantes, deteniéndose en la
estructura del texto y sus formas; sin embargo, dichos
intentos serían inevitablemente sólo preliminares y
estructuralmente incompletos. En efecto, como ha afirmado la
Pontificia Comisión Bíblica, haciéndose eco de un principio
compartido en la hermenéutica moderna, el «adecuado
conocimiento del texto bíblico es accesible sólo a quien
tiene una afinidad viva con lo que dice el texto».[92]
Todo esto pone de relieve la relación entre vida espiritual
y hermenéutica de la Escritura. Efectivamente, «con el
crecimiento de la vida en el Espíritu crece también, en el
lector, la comprensión de las realidades de las que habla el
texto bíblico».[93]
La intensidad de una auténtica experiencia eclesial
acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera
respecto a la Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir
que leer en la fe las Escrituras aumenta la vida eclesial
misma. De aquí se percibe de modo nuevo la conocida frase de
san Gregorio Magno: «Las palabras divinas crecen con quien
las lee».[94]
De este modo, la escucha de la Palabra de Dios introduce y
aumenta la comunión eclesial de los que caminan en la fe.
«Alma de la Teología»
31.
«Por eso, el estudio de las sagradas Escrituras ha de ser
como el alma de la teología».[95]
Esta expresión de la Constitución dogmática
Dei Verbum
se ha hecho cada vez más familiar en los últimos años.
Podemos decir que en la época posterior al Concilio Vaticano
II, por lo que respecta a los estudios teológicos y
exegéticos, se han referido con frecuencia a dicha expresión
como símbolo de un interés renovado por la Sagrada
Escritura. También la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos
ha acudido con frecuencia a esta conocida afirmación para
indicar la relación entre investigación histórica y
hermenéutica de la fe, en referencia al texto sagrado. En
esta perspectiva, los Padres han reconocido con alegría el
crecimiento del estudio de la Palabra de Dios en la Iglesia
a lo largo de los últimos decenios, y han expresado un
vivo agradecimiento a los numerosos exegetas y teólogos
que con su dedicación, empeño y competencia han contribuido
esencialmente, y continúan haciéndolo, a la profundización
del sentido de las Escrituras, afrontando los problemas
complejos que en nuestros días se presentan a la
investigación bíblica.[96]
Y también han manifestado sincera gratitud a los miembros
de la Pontificia Comisión Bíblica que, en estrecha
relación con la Congregación para la Doctrina de la Fe, han
ido dando en estos años y siguen dando su cualificada
aportación para afrontar cuestiones inherentes al estudio de
la Sagrada Escritura. El Sínodo, además, ha sentido la
necesidad de preguntarse por el estado actual de los
estudios bíblicos y su importancia en el ámbito teológico.
En efecto, la eficacia pastoral de la acción de la Iglesia y
de la vida espiritual de los fieles depende en gran parte de
la fecunda relación entre exegesis y teología. Por eso,
considero importante retomar algunas reflexiones surgidas
durante la discusión sobre este tema en los trabajos del
Sínodo.
Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial
32.
En primer lugar, es necesario reconocer el beneficio
aportado por la exegesis histórico-crítica a la vida de la
Iglesia, así como otros métodos de análisis del texto
desarrollados recientemente.[97]
Para la visión católica de la Sagrada Escritura, la atención
a estos métodos es imprescindible y va unida al realismo de
la encarnación: «Esta necesidad es la consecuencia del
principio cristiano formulado en el Evangelio de san Juan:
“Verbum caro factum est” (Jn 1,14). El hecho
histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana.
La historia de la salvación no es una mitología, sino una
verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los
métodos de la investigación histórica seria».[98]
Así pues, el estudio de la Biblia exige el conocimiento y el
uso apropiado de estos métodos de investigación. Si bien es
cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los estudios se
ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque
no de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana
tradición eclesial ha tenido siempre amor por el estudio de
la «letra». Baste recordar aquí que, en la raíz de la
cultura monástica, a la que debemos en último término el
fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés
por la palabra. El deseo de Dios incluye el amor por la
palabra en todas sus dimensiones: «Porque, en la Palabra
bíblica, Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia
él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la
lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de
expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios,
resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan
el camino hacia la lengua».[99]
33.
El Magisterio vivo de la Iglesia, al que le corresponde
«interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o
escrita»,[100]
ha intervenido con sabio equilibrio en relación a la postura
adecuada que se ha de adoptar ante la introducción de nuevos
métodos de análisis histórico. Me refiero en particular a
las encíclicas
Providentissimus Deus
del Papa León XIII y
Divino afflante Spiritu
del Papa Pío XII. Con ocasión de la celebración del
centenario y cincuenta aniversario, respectivamente, de su
publicación, mi venerable predecesor, Juan Pablo II, recordó
la importancia de estos documentos para la exegesis y la
teología.[101]
La intervención del Papa León XIII tuvo el mérito de
proteger la interpretación católica de la Biblia de los
ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un
sentido espiritual desconectado de la historia. Sin rechazar
la crítica científica, desconfiaba solamente «de las
opiniones preconcebidas que pretenden fundarse en la
ciencia, pero que, en realidad, hacen salir subrepticiamente
a la ciencia de su campo propio».[102]
El Papa Pío XII, en cambio, se enfrentaba a los ataques de
los defensores de una exegesis llamada mística, que
rechazaba cualquier aproximación científica. La Encíclica
Divino afflante Spiritu,
ha evitado con gran sensibilidad alimentar la idea de una
dicotomía entre «la exegesis científica», destinada a un uso
apologético, y «la interpretación espiritual reservada a un
uso interno», reivindicando en cambio tanto el «alcance
teológico del sentido literal definido metódicamente», como
la pertenencia de la «determinación del sentido espiritual…
en el campo de la ciencia exegética».[103]
De ese modo, ambos documentos rechazaron «la ruptura entre
lo humano y lo divino, entre la investigación científica y
la mirada de la fe, y entre el sentido literal y el sentido
espiritual».[104]
Este equilibrio se ha manifestado a continuación en el
documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993: «En el
trabajo de interpretación, los exegetas católicos no deben
olvidar nunca que lo que interpretan es la Palabra de Dios.
Su tarea no termina con la distinción de las fuentes, la
definición de formas o la explicación de los procedimientos
literarios. La meta de su trabajo se alcanza cuando aclaran
el significado del texto bíblico como Palabra actual de
Dios».[105]
La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha
de seguir
34.
Teniendo en cuenta este horizonte, se pueden apreciar mejor
los grandes principios de la exegesis católica sobre la
interpretación, expresados por el Concilio Vaticano II, de
modo particular en la Constitución dogmática
Dei Verbum:
«Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres
y en lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para
conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con
atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar
a conocer con dichas palabras».[106]
Por un lado, el Concilio subraya como elementos
fundamentales para captar el sentido pretendido por el
hagiógrafo el estudio de los géneros literarios y la
contextualización. Y, por otro lado, debiéndose interpretar
en el mismo Espíritu en que fue escrita, la Constitución
dogmática señala tres criterios básicos para tener en cuenta
la dimensión divina de la Biblia: 1) Interpretar el texto
considerando la unidad de toda la Escritura; esto se
llama hoy exegesis canónica; 2) tener presente la
Tradición viva de toda la Iglesia; y, finalmente, 3)
observar la analogía de la fe. «Sólo donde se aplican
los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el
teológico, se puede hablar de una exegesis teológica, de una
exegesis adecuada a este libro».[107]
Los Padres sinodales han afirmado con razón que el fruto
positivo del uso de la investigación histórico-crítica
moderna es innegable. Sin embargo, mientras la exegesis
académica actual, también la católica, trabaja a un gran
nivel en cuanto se refiere a la metodología
histórico-crítica, también con sus más recientes
integraciones, es preciso exigir un estudio análogo de la
dimensión teológica de los textos bíblicos, con el fin de
que progrese la profundización, de acuerdo a los tres
elementos indicados por la Constitución dogmática
Dei Verbum.[108]
El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada
35.
A este propósito hay que señalar el grave riesgo de dualismo
que hoy se produce al abordar las Sagradas Escrituras. En
efecto, al distinguir los dos niveles mencionados del
estudio de la Biblia, en modo alguno se pretende separarlos,
ni contraponerlos, ni simplemente yuxtaponerlos. Éstos se
dan sólo en reciprocidad. Lamentablemente, sucede más de una
vez que una estéril separación entre ellos genera una
separación entre exegesis y teología, que «se produce
incluso en los niveles académicos más elevados».[109]
Quisiera recordar aquí las consecuencias más preocupantes
que se han de evitar.
a)
Ante todo, si la actividad exegética se reduce únicamente al
primer nivel, la Escritura misma se convierte sólo en un
texto del pasado: «Se pueden extraer de él consecuencias
morales, se puede aprender la historia, pero el libro como
tal habla sólo del pasado y la exegesis ya no es realmente
teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en
historia de la literatura».[110]
Está claro que con semejante reducción no se puede de ningún
modo comprender el evento de la revelación de Dios mediante
su Palabra que se nos transmite en la Tradición viva y en la
Escritura.
b)
La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la
Escritura no se configura únicamente en los términos de una
ausencia; es sustituida por otra hermenéutica, una
hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave
fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la
historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece que
hay un elemento divino, hay que explicarlo de otro modo y
reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se
proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los
elementos divinos.[111]
c)
Una postura como ésta, no hace más que producir daño en la
vida de la Iglesia, extendiendo la duda sobre los misterios
fundamentales del cristianismo y su valor histórico como,
por ejemplo, la institución de la Eucaristía y la
resurrección de Cristo. Así se impone, de hecho, una
hermenéutica filosófica que niega la posibilidad de la
entrada y la presencia de Dios en la historia. La adopción
de esta hermenéutica en los estudios teológicos introduce
inevitablemente un grave dualismo entre la exegesis, que se
apoya únicamente en el primer nivel, y la teología, que se
deja a merced de una espiritualización del sentido de las
Escrituras no respetuosa del carácter histórico de la
revelación.
d)
Todo esto resulta negativo también para la vida espiritual y
la actividad pastoral: «La consecuencia de la ausencia del
segundo nivel metodológico es la creación de una profunda
brecha entre exegesis científica y lectio divina.
Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad
también en la preparación de las homilías».[112]
Hay que señalar, además, que este dualismo produce a veces
incertidumbre y poca solidez en el camino de formación
intelectual de algunos candidatos a los ministerios
eclesiales.[113]
En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la
Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa,
cuando la teología no es esencialmente interpretación de la
Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene
fundamento».[114]
Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar
con más atención las indicaciones emanadas por la
Constitución dogmática
Dei Verbum
a este propósito.
Fe y razón en relación con la Escritura
36.
Pienso que puede ayudar a comprender de manera más completa
la exegesis y, por tanto, su relación con toda la teología,
lo que escribió a este propósito el Papa Juan Pablo II en la
Encíclica
Fides et ratio.
Efectivamente, él decía que no se ha de minimizar «el
peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar
a la verdad de la sagrada Escritura, olvidando la necesidad
de una exegesis más amplia que permita comprender, junto con
toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se
dedican al estudio de las sagradas Escrituras deben tener
siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas
se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por
ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de
aplicarla a los textos sagrados».[115]
Esta penetrante reflexión nos permite notar que lo que está
en juego en la hermenéutica con que se aborda la Sagrada
Escritura es inevitablemente la correcta relación entre fe y
razón. En efecto, la hermenéutica secularizada de la Sagrada
Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se
cierra a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los
hombres y les hable con palabras humanas. También en este
caso, pues, es necesario invitar a ensanchar los espacios
de nuestra racionalidad.[116]
Por eso, en la utilización de los métodos de análisis
histórico, hay que evitar asumir, allí donde se presente,
criterios que por principio no admiten la revelación de Dios
en la vida de los hombres. La unidad de los dos niveles del
trabajo de interpretación de la Sagrada Escritura presupone,
en definitiva, una armonía entre la fe y la razón.
Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una
relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en
fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura,
llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte, se
necesita una razón que, investigando los elementos
históricos presentes en la Biblia, se muestre abierta y no
rechace a priori todo lo que exceda su propia medida. Por lo
demás, la religión del Logos encarnado no dejará de
mostrarse profundamente razonable al hombre que busca
sinceramente la verdad y el sentido último de la propia vida
y de la historia.
Sentido literal y sentido espiritual
37.
Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación
significativa para la recuperación de una adecuada
hermenéutica de la Escritura proviene también de una escucha
renovada de los Padres de la Iglesia y de su enfoque
exegético.[117]
En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy
una teología de gran valor, porque en su centro está el
estudio de la Sagrada Escritura en su integridad.
Efectivamente, los Padres son en primer lugar y
esencialmente unos «comentadores de la Sagrada Escritura».[118]
Su ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un
acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada
Escritura, así como una interpretación que se ajusta
constantemente al criterio de comunión con la experiencia de
la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía
del Espíritu Santo».[119]
Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter
filológico e histórico de que dispone la exegesis moderna,
la tradición patrística y medieval sabía reconocer los
diversos sentidos de la Escritura, comenzando por el
literal, es decir, «el significado por la palabras de la
Escritura y descubierto por la exegesis que sigue las reglas
de la justa interpretación».[120]
Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, afirma: «Todos los
sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido
literal».[121]
Pero se ha de recordar que en la época patrística y medieval
cualquier forma de exegesis, también la literal, se hacía
basándose en la fe y no había necesariamente distinción
entre sentido literal y sentido espiritual. Se
tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que
representa la relación entre los diversos sentidos de la
Escritura:
«Littera gesta docet, quid credas allegoria,
Moralis quid agas, quo tendas anagogia.
La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de
creer, el sentido moral lo que hay que hacer y la anagogía
hacia dónde se tiende».[122]
Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido
literal y sentido espiritual, el cual se
subdivide a su vez en tres sentidos, que describen los
contenidos de la fe, la moral y la tensión escatológica.
En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del
método histórico-crítico aun con sus limitaciones, la
exegesis patrística nos enseña que «no se es fiel a la
intención de los textos bíblicos, sino cuando se procura
encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de
fe que expresan, y se enlaza ésta a la experiencia creyente
de nuestro mundo».[123]
Sólo en esta perspectiva se puede reconocer que la Palabra
de Dios está viva y se dirige a cada uno en el momento
presente de nuestra vida. En este sentido, sigue siendo
plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión
Bíblica, cuando define el sentido espiritual según la fe
cristiana, como «el sentido expresado por los textos
bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu
Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la
vida nueva que proviene de él. Este contexto existe
efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el
cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las
Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la
vida en el Espíritu».[124]
Necesidad de trascender la «letra»
38.
Para restablecer la articulación entre los diferentes
sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso
de la letra al espíritu. No se trata de un paso
automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la
letra: «De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en
la simple literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta
trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por
el movimiento interior del conjunto y por ello debe
convertirse también en un proceso vital».[125]
Descubrimos así la razón por la que un proceso de
interpretación auténtico no es sólo intelectual sino también
vital, que reclama una total implicación en la vida
eclesial, en cuanto vida «según el Espíritu» (Ga
5,16). De ese modo resultan más claros los criterios
expuestos en el número 12 de la Constitución dogmática
Dei Verbum:
este trascender no puede hacerse en un solo fragmento
literario, sino en relación con la Escritura en su
totalidad. En efecto, la Palabra hacia la que estamos
llamados a trascender es única. Ese proceso tiene un aspecto
íntimamente dramático, puesto que en el trascender, el paso
que tiene lugar por la fuerza del Espíritu está
inevitablemente relacionado con la libertad de cada uno. San
Pablo vivió plenamente en su propia existencia este paso.
Con la frase: «la pura letra mata y, en cambio, el
Espíritu da vida» (2 Co 3,6), ha expresado de
modo radical lo que significa trascender la letra y su
comprensión a partir de la totalidad. San Pablo descubre que
«el Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad
tiene por tanto una medida interior: “El Señor es el
Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad” (2
Co 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la
propia idea, la visión personal de quien interpreta. El
Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el
camino».[126]
Sabemos también que este paso fue para san Agustín dramático
y al mismo tiempo liberador; él, gracias a ese trascender
propio de la interpretación tipológica que aprendió de san
Ambrosio, según la cual todo el Antiguo Testamento es un
camino hacia Jesucristo, creyó en las Escrituras, que se le
presentaban en un primer momento tan diferentes entre sí y,
a veces, llenas de vulgaridades. Para san Agustín, el
trascender la letra le ha hecho creíble la letra misma y le
ha permitido encontrar finalmente la respuesta a las
profundas inquietudes de su espíritu, sediento de verdad.[127]
Unidad intrínseca de la Biblia
39.
En la escuela de la gran tradición de la Iglesia aprendemos
a captar también la unidad de toda la Escritura en el paso
de la letra al espíritu, ya que la Palabra de Dios que
interpela nuestra vida y la llama constantemente a la
conversión es una sola.[128]
Sigue siendo para nosotros una guía segura lo que decía Hugo
de San Víctor: «Toda la divina Escritura es un solo libro y
este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de
Cristo y se cumple en Cristo».[129]
Ciertamente, la Biblia, vista bajo el aspecto puramente
histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una
colección de textos literarios, cuya composición se extiende
a lo largo de más de un milenio, y en los que no es fácil
reconocer una unidad interior; hay incluso tensiones
visibles entre ellos. Esto vale para la Biblia de Israel,
que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Pero todavía
más cuando los cristianos relacionamos los escritos del
Nuevo Testamento, casi como clave hermenéutica, con la
Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia
Cristo. Generalmente, en el Nuevo Testamento no se usa el
término «la Escritura» (cf. Rm 4,3; 1 P 2,6),
sino «las Escrituras» (cf. Mt 21,43; Jn 5,39;
Rm 1,2; 2 P 3,16), que son consideradas, en su
conjunto, como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros.[130]
Así, aparece claramente que quien da unidad a todas las
«Escrituras» en relación a la única «Palabra» es la persona
de Cristo. De ese modo, se comprende lo que afirmaba el
número 12 de la Constitución dogmática
Dei Verbum,
indicando la unidad interna de toda la Biblia como criterio
decisivo para una correcta hermenéutica de la fe.
Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento
40.
En la perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo,
tanto los teólogos como los pastores han de ser conscientes
de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Ante todo, está muy claro que el mismo Nuevo Testamento
reconoce el Antiguo Testamento como Palabra de Dios y
acepta, por tanto, la autoridad de las Sagradas Escrituras
del pueblo judío.[131]
Las reconoce implícitamente al aceptar el mismo lenguaje y
haciendo referencia con frecuencia a pasajes de estas
Escrituras. Las reconoce explícitamente, pues cita muchas
partes y se sirve de ellas en sus argumentaciones. Así, la
argumentación basada en textos del Antiguo Testamento
constituye para el Nuevo Testamento un valor decisivo,
superior al de los simples razonamientos humanos. En el
cuarto Evangelio, Jesús declara en este sentido que la
Escritura «no puede fallar» (Jn10,35), y san Pablo
precisa concretamente que la revelación del Antiguo
Testamento es válida también para nosotros, los cristianos
(cf. Rm 15,4; 1 Co 10,11).[132]
Además, afirmamos que «Jesús de Nazaret fue un judío y la
Tierra Santa es la tierra madre de la Iglesia»;[133]
en el Antiguo y Nuevo Testamento se encuentra la raíz del
cristianismo y el cristianismo se nutre siempre de ella. Por
tanto, la sana doctrina cristiana ha rechazado siempre
cualquier forma de marcionismo recurrente, que tiende de
diversos modos a contraponer el Antiguo con el Nuevo
Testamento.[134]
Además, el mismo Nuevo Testamento se declara conforme al
Antiguo Testamento, y proclama que en el misterio de la
vida, muerte y resurrección de Cristo las Sagradas
Escrituras del pueblo judío han encontrado su perfecto
cumplimiento. Por otra parte, es necesario observar que el
concepto de cumplimiento de las Escrituras es complejo,
porque comporta una triple dimensión: un aspecto fundamental
de continuidad con la revelación del Antiguo
Testamento, un aspecto de ruptura y otro de
cumplimiento y superación. El misterio de Cristo está en
continuidad de intención con el culto sacrificial del
Antiguo Testamento; sin embargo, se ha realizado de un modo
diferente, de acuerdo con muchos oráculos de los profetas,
alcanzando así una perfección nunca lograda antes. El
Antiguo Testamento, en efecto, está lleno de tensiones entre
sus aspectos institucionales y proféticos. El misterio
pascual de Cristo es plenamente conforme –de un modo que no
era previsible– con las profecías y el carácter
prefigurativo de las Escrituras; no obstante, presenta
evidentes aspectos de discontinuidad respecto a las
instituciones del Antiguo Testamento.
41.
Estas consideraciones muestran así la importancia
insustituible del Antiguo Testamento para los cristianos y,
al mismo tiempo, destacan la originalidad de la lectura
cristológica. Desde los tiempos apostólicos y, después,
en la Tradición viva, la Iglesia ha mostrado la unidad del
plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología,
que no tiene un carácter arbitrario sino que pertenece
intrínsecamente a los acontecimientos narrados por el texto
sagrado y por tanto afecta a toda la Escritura. La tipología
«reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza,
prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los
tiempos en la persona de su Hijo encarnado».[135]
Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la
luz de Cristo muerto y resucitado. Si bien la lectura
tipológica revela el contenido inagotable del Antiguo
Testamento en relación con el Nuevo, no se debe olvidar que
él mismo conserva su propio valor de Revelación, que nuestro
Señor mismo ha reafirmado (cf. Mc 12,29-31). Por
tanto, «el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz
del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurría
constantemente a él (cf. 1 Co 5,6-8; 1 Co
10,1-11)».[136]
Por este motivo, los Padres sinodales han afirmado que «la
comprensión judía de la Biblia puede ayudar al conocimiento
y al estudio de las Escrituras por los cristianos».[137]
«El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el
Antiguo es manifiesto en el Nuevo».[138]
Así, con aguda sabiduría, se expresaba san Agustín sobre
este tema. Es importante, pues, que tanto en la pastoral
como en el ámbito académico se ponga bien de manifiesto la
relación íntima entre los dos Testamentos, recordando con
san Gregorio Magno que todo lo que «el Antiguo Testamento ha
prometido, el Nuevo Testamento lo ha cumplido; lo que aquél
anunciaba de manera oculta, éste lo proclama abiertamente
como presente. Por eso, el Antiguo Testamento es profecía
del Nuevo Testamento; y el mejor comentario al Antiguo
Testamento es el Nuevo Testamento».[139]
Las páginas «oscuras» de la Biblia
42.
En el contexto de la relación entre Antiguo y Nuevo
Testamento, el Sínodo ha afrontado también el tema de las
páginas de la Biblia que resultan oscuras y difíciles, por
la violencia y las inmoralidades que a veces contienen. A
este respecto, se ha de tener presente ante todo que la
revelación bíblica está arraigada profundamente en la
historia. El plan de Dios se manifiesta
progresivamente en ella y se realiza lentamente por
etapas sucesivas, no obstante la resistencia de los
hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando
pacientemente. La revelación se acomoda al nivel cultural y
moral de épocas lejanas y, por tanto, narra hechos y
costumbres como, por ejemplo, artimañas fraudulentas, actos
de violencia, exterminio de poblaciones, sin denunciar
explícitamente su inmoralidad; esto se explica por el
contexto histórico, aunque pueda sorprender al lector
moderno, sobre todo cuando se olvidan tantos comportamientos
«oscuros» que los hombres han tenido siempre a lo largo de
los siglos, y también en nuestros días. En el Antiguo
Testamento, la predicación de los profetas se alza
vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia,
colectiva o individual y, de este modo, es el instrumento de
la educación que Dios da a su pueblo como preparación al
Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar
aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen
problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la
lectura de estas páginas exige tener una adecuada
competencia, adquirida a través de una formación que enseñe
a leer los textos en su contexto histórico-literario y en la
perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica
completa «el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo,
cumplido en el misterio pascual».[140]
Por eso, exhorto a los estudiosos y a los pastores, a que
ayuden a todos los fieles a acercarse también a estas
páginas mediante una lectura que les haga descubrir su
significado a la luz del misterio de Cristo.
Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura
43.
Teniendo en cuenta los estrechos vínculos que unen el Nuevo
y el Antiguo Testamento, resulta espontáneo dirigir ahora la
atención a los lazos especiales que ello comporta para la
relación entre cristianos y judíos, unos lazos que nunca
deben olvidarse. El Papa Juan Pablo II dijo a los judíos:
sois «“nuestros hermanos predilectos” en la fe de Abrahán,
nuestro patriarca».[141]
Ciertamente, estas declaraciones no ignoran las rupturas que
aparecen en el Nuevo Testamento respecto a las instituciones
del Antiguo Testamento y, menos aún, la afirmación de que en
el misterio de Jesucristo, reconocido como Mesías e Hijo de
Dios, se cumplen las Escrituras. Pero esta diferencia
profunda y radical, en modo alguno implica hostilidad
recíproca. Por el contrario, el ejemplo de san Pablo (cf.
Rm 9-11) demuestra «que una actitud de respeto, de
estima y de amor hacia el pueblo judío es la sola actitud
verdaderamente cristiana en esta situación que forma
misteriosamente parte del designio totalmente positivo de
Dios».[142]
En efecto, san Pablo dice que los judíos, «considerando la
elección, Dios los ama en atención a los patriarcas, pues
los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm
11,28-29).
Además, san Pablo usa también la bella imagen del árbol de
olivo para describir las relaciones tan estrechas entre
cristianos y judíos: la Iglesia de los gentiles es como un
brote de olivo silvestre, injertado en el olivo bueno, que
es el pueblo de la Alianza (cf. Rm 11,17-24). Así
pues, tomamos nuestro alimento de las mismas raíces
espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en
ciertos momentos de su historia han tenido una relación
tensa, pero que ahora están firmemente comprometidos en
construir puentes de amistad duradera.[143]
El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión: «Es mucho lo que
tenemos en común. Y es mucho lo que podemos hacer juntos por
la paz, por la justicia y por un mundo más fraterno y
humano».[144]
Deseo reiterar una vez más lo importante que es para la
Iglesia el diálogo con los judíos. Conviene que,
donde haya oportunidad, se creen posibilidades, incluso
públicas, de encuentro y de debate que favorezcan el
conocimiento mutuo, la estima recíproca y la colaboración,
aun en el ámbito del estudio de las Sagradas Escrituras.
La interpretación fundamentalista de las Escrituras
44.
La atención que hemos querido prestar hasta ahora al tema de
la hermenéutica bíblica en sus diferentes aspectos nos
permite abordar la cuestión, surgida más de una vez en los
debates del Sínodo, de la interpretación fundamentalista de
la Sagrada Escritura.[145]
Sobre este argumento, la Pontificia Comisión Bíblica, en el
documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia,
ha formulado directrices importantes. En este contexto,
quisiera llamar la atención particularmente sobre aquellas
lecturas que no respetan el texto sagrado en su verdadera
naturaleza, promoviendo interpretaciones subjetivas y
arbitrarias. En efecto, el «literalismo» propugnado por
la lectura fundamentalista, representa en realidad una
traición, tanto del sentido literal como espiritual,
abriendo el camino a instrumentalizaciones de diversa
índole, como, por ejemplo, la difusión de interpretaciones
antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto
problemático de esta lectura es que, «rechazando tener en
cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se
vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la
Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha
relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con
Dios... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico
como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el
Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha
sido formulada en un lenguaje y en una fraseología
condicionadas por una u otra época determinada».[146]
El cristianismo, por el contrario, percibe en las
palabras, la Palabra, el Logos mismo, que
extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la
realidad de una historia humana.[147]
La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista es la
«lectura creyente de la Sagrada Escritura». Esta lectura,
«practicada desde la antigüedad en la Tradición de la
Iglesia, busca la verdad que salva para la vida de todo fiel
y para la Iglesia. Esta lectura reconoce el valor histórico
de la tradición bíblica. Y es justamente por este valor de
testimonio histórico por lo que quiere redescubrir el
significado vivo de las Sagradas Escrituras destinadas
también a la vida del creyente de hoy»,[148]
sin ignorar por tanto, la mediación humana del texto
inspirado y sus géneros literarios.
Diálogo entre pastores, teólogos y exegetas
45.
La auténtica hermenéutica de la fe comporta ciertas
consecuencias importantes en la actividad pastoral de la
Iglesia. Precisamente en este sentido, los Padres sinodales
han recomendado, por ejemplo, un contacto más asiduo entre
pastores, teólogos y exegetas. Conviene que las Conferencias
Episcopales favorezcan estas reuniones para «promover un
mayor servicio de comunión en la Palabra de Dios».[149]
Esta cooperación ayudará a todos a hacer mejor su trabajo en
beneficio de toda la Iglesia. En efecto, situarse en el
horizonte de la acción pastoral, quiere decir, incluso para
los eruditos, considerar el texto sagrado en su naturaleza
propia de comunicación que el Señor ofrece a los hombres
para la salvación. Por tanto, como dice la Constitución
dogmática
Dei Verbum,
se recomienda que «los exegetas católicos y demás teólogos
trabajen en común esfuerzo y bajo la vigilancia del
Magisterio para investigar con medios oportunos la Escritura
y para explicarla, de modo que se multipliquen los ministros
de la palabra capaces de ofrecer al Pueblo de Dios el
alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento,
confirme la voluntad, encienda el corazón en amor de Dios».[150]
Biblia y ecumenismo
46.
Consciente de que la Iglesia tiene su fundamento en Cristo,
Verbo de Dios hecho carne, el Sínodo ha querido subrayar el
puesto central de los estudios bíblicos en el diálogo
ecuménico, con vistas a la plena expresión de la unidad de
todos los creyentes en Cristo.[151]
En efecto, en la misma Escritura encontramos la petición
vibrante de Jesús al Padre de que sus discípulos sean una
sola cosa, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21).
Todo esto nos refuerza en la convicción de que escuchar y
meditar juntos las Escrituras nos hace vivir una comunión
real, aunque todavía no plena;[152]
«la escucha común de las Escrituras impulsa por tanto el
diálogo de la caridad y hace crecer el de la verdad».[153]
En efecto, escuchar juntos la Palabra de Dios, practicar la
lectio divina de la Biblia; dejarse sorprender por la
novedad de la Palabra de Dios, que nunca envejece ni se
agota; superar nuestra sordera ante las palabras que no
concuerdan con nuestras opiniones o prejuicios; escuchar y
estudiar en la comunión de los creyentes de todos los
tiempos; todo esto es un camino que se ha de recorrer para
alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de
la Palabra.[154]
Las palabras del Concilio Vaticano II eran verdaderamente
iluminadoras: «En el diálogo mismo [ecuménico], las Sagradas
Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa
de Dios para lograr la unidad que el Salvador muestra a
todos los hombres».[155]
Por tanto, conviene incrementar el estudio, la confrontación
y las celebraciones ecuménicas de la Palabra de Dios,
respetando las normas vigentes y las diferentes tradiciones.[156]
Éstas celebraciones favorecen la causa ecuménica y, cuando
se viven en su verdadero sentido, constituyen momentos
intensos de auténtica oración para pedir a Dios que venga
pronto el día suspirado en el que todos podamos estar juntos
en torno a una misma mesa y beber del mismo cáliz. No
obstante, en la loable y justa promoción de dichos momentos,
se ha de evitar que éstos sean propuestos a los fieles como
una sustitución de la participación en la santa Misa los
días de precepto.
En este trabajo de estudio y oración, también se han de
reconocer con serenidad aquellos aspectos que requieren ser
profundizados, y que nos mantienen todavía distantes, como
por ejemplo la comprensión del sujeto autorizado de la
interpretación en la Iglesia y el papel decisivo del
Magisterio.[157]
Quisiera subrayar, además, lo dicho por los Padres sinodales
sobre la importancia en este trabajo ecuménico de las
traducciones de la Biblia en las diversas lenguas. En
efecto, sabemos que traducir un texto no es mero trabajo
mecánico, sino que, en cierto sentido, forma parte de la
tarea interpretativa. A este propósito, el Venerable Juan
Pablo II ha dicho: «Quien recuerda todo lo que influyeron
las disputas en torno a la Escritura en las divisiones,
especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso
que representan estas traducciones comunes».[158]
Por eso, la promoción de las traducciones comunes de la
Biblia es parte del trabajo ecuménico. Deseo agradecer aquí
a todos los que están comprometidos en esta importante tarea
y animarlos a continuar en su obra.
Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos
47.
Otra consecuencia que se desprende de una adecuada
hermenéutica de la fe se refiere a la necesidad de tener en
cuenta sus implicaciones en la formación exegética y
teológica, particularmente de los candidatos al sacerdocio.
Se ha de encontrar la manera de que el estudio de la Sagrada
Escritura sea verdaderamente el alma de la teología, por
cuanto en ella se reconoce la Palabra de Dios, que se dirige
hoy al mundo, a la Iglesia y a cada uno personalmente. Es
importante que los criterios indicados en el número 12 de la
Constitución dogmática
Dei Verbum
se tomen efectivamente en consideración, y que se profundice
en ellos. Evítese fomentar un concepto de investigación
científica que se considere neutral respecto a la Escritura.
Por eso, junto al estudio de las lenguas en que ha sido
escrita la Biblia y de los métodos interpretativos
adecuados, es necesario que los estudiantes tengan una
profunda vida espiritual, de manera que comprendan que sólo
se puede entender la Escritura viviéndola.
En esta perspectiva, recomiendo que el estudio de la Palabra
de Dios, escrita y transmitida, se haga siempre con un
profundo espíritu eclesial, teniendo debidamente en cuenta
en la formación académica las intervenciones del Magisterio
sobre estos temas, «que no está por encima de la Palabra de
Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo
transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia
del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia
celosamente, lo explica fielmente».[159]
Por tanto, se ponga cuidado en que los estudios se
desarrollen reconociendo que «la Tradición, la Escritura y
el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios,
están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir
sin los otros».[160]
Deseo, pues, que, según la enseñanza del Concilio Vaticano
II, el estudio de la Sagrada Escritura, leída en la comunión
de la Iglesia universal, sea realmente el alma del estudio
teológico.[161]
Los santos y la interpretación de la Escritura
48.
La interpretación de la Sagrada Escritura quedaría
incompleta si no se estuviera también a la escucha de
quienes han vivido realmente la Palabra de Dios, es decir,
los santos.[162]
En efecto, «viva lectio est vita bonorum».[163]
Así, la interpretación más profunda de la Escritura proviene
precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra
de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación
asidua.
Ciertamente, no es una casualidad que las grandes
espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia
hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura.
Pienso, por ejemplo, en san Antonio, Abad, movido por la
escucha de aquellas palabras de Cristo: «Si quieres llegar
hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los
pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente
conmigo» (Mt 19,21).[164]
No es menos sugestivo san Basilio Magno, que se pregunta en
su obra Moralia: «¿Qué es propiamente la fe? Plena e
indudable certeza de la verdad de las palabras inspiradas
por Dios... ¿Qué es lo propio del fiel? Conformarse con esa
plena certeza al significado de las palabras de la
Escritura, sin osar quitar o añadir lo más mínimo».[165]
San Benito se remite en su Regla a la Escritura, como
«norma rectísima para la vida del hombre».[166]
San Francisco de Asís –escribe Tomás de Celano–, «al oír que
los discípulos de Cristo no han de poseer ni oro, ni plata,
ni dinero; ni llevar alforja, ni pan, ni bastón en el
camino; ni tener calzado ni dos túnicas, exclamó
inmediatamente, lleno de Espíritu Santo: ¡Esto quiero, esto
pido, esto ansío hacer de todo corazón!».[167]
Santa Clara de Asís reproduce plenamente la experiencia de
san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas
pobres... es ésta: observar el santo Evangelio de Nuestro
Señor Jesucristo».[168]
Además, santo Domingo de Guzmán «se manifestaba por doquier
como un hombre evangélico, tanto en las palabras como en las
obras»,[169]
y así quiso que fueran también sus frailes predicadores,
«hombres evangélicos».[170]
Santa Teresa de Jesús, carmelita, que recurre continuamente
en sus escritos a imágenes bíblicas para explicar su
experiencia mística, recuerda que Jesús mismo le revela que
«todo el daño que viene al mundo es de no conocer las
verdades de la Escritura».[171]
Santa Teresa del Niño Jesús encuentra el Amor como su
vocación personal al escudriñar las Escrituras, en
particular en los capítulos 12 y 13 de la Primera carta a
los Corintios;[172]
esta misma santa describe el atractivo de las Escrituras:
«En cuanto pongo la mirada en el Evangelio, respiro de
inmediato los perfumes de la vida de Jesús y sé de qué parte
correr».[173]
Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de
Dios. Así, pensemos también en san Ignacio de Loyola y su
búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en
san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes;
en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del
sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietrelcina y su
ser instrumento de la misericordia divina; en san Josemaría
Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la
santidad; en la beata Teresa de Calcuta, misionera de la
caridad de Dios para con los últimos; y también en los
mártires del nazismo y el comunismo, representados, por una
parte por santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein),
monja carmelita, y, por otra, por el beato Luís Stepinac,
cardenal arzobispo de Zagreb.
49.
En relación con la Palabra de Dios, la santidad se inscribe
así, en cierto modo, en la tradición profética, en la que la
Palabra de Dios toma a su servicio la vida misma del
profeta. En este sentido, la santidad en la Iglesia
representa una hermenéutica de la Escritura de la que nadie
puede prescindir. El Espíritu Santo, que ha inspirado a los
autores sagrados, es el mismo que anima a los santos a dar
la vida por el Evangelio. Acudir a su escuela es una vía
segura para emprender una hermenéutica viva y eficaz de la
Palabra de Dios.
De esta unión entre Palabra de Dios y santidad tuvimos un
testimonio directo durante la
XII Asamblea del Sínodo
cuando, el 12 de octubre, tuvo lugar en la Plaza de San
Pedro la
canonización de cuatro nuevos santos:
el sacerdote Gaetano Errico, fundador de la Congregación de
los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y María;
Madre María Bernarda Bütler, nacida en Suiza y misionera en
Ecuador y en Colombia; sor Alfonsa de la Inmaculada
Concepción, primera santa canonizada nacida en la India; la
joven seglar ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán.
Con sus vidas, han dado testimonio al mundo y a la Iglesia
de la perenne fecundidad del Evangelio de Cristo. Pidamos al
Señor que, por intercesión de estos santos, canonizados
precisamente en los días de la Asamblea sinodal sobre la
Palabra de Dios, nuestra vida sea esa «buena tierra» en la
que el divino sembrador siembre la Palabra, para que
produzca en nosotros frutos de santidad, «del treinta o del
sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).
SEGUNDA PARTE
VERBUM IN ECCLESIA
«A cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios» (Jn
1,12)
La palabra de Dios y la Iglesia
La Iglesia acoge la Palabra
50.
El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos
que han sido creados precisamente «por medio» del Verbo
mismo. «Vino a su casa» (Jn1,11): la Palabra no nos
es originariamente ajena, y la creación ha sido querida en
una relación de familiaridad con la vida divina. El Prólogo
del cuarto Evangelio nos sitúa también ante el rechazo de la
Palabra divina por parte de los «suyos» que «no la
recibieron» (Jn1,11). No recibirla quiere decir no
escuchar su voz, no configurarse con el Logos. En
cambio, cuando el hombre, aunque sea frágil y pecador, sale
sinceramente al encuentro de Cristo, comienza una
transformación radical: «A cuantos la recibieron, les da
poder para ser hijos de Dios» (Jn1,12).
Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por Él hasta
el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo,
configurados con Cristo, con el «Hijo único del Padre» (Jn1,14).
Es el principio de una nueva creación, nace la criatura
nueva, un pueblo nuevo. Los que creen, los que viven la
obediencia de la fe, «han nacido de Dios» (cf. Jn
1,13), son partícipes de la vida divina: «hijos en el
Hijo» (cf. Ga 4,5-6; Rm 8,14-17). San
Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de Juan, dice
sugestivamente: «Por el Verbo existes tú. Pero necesitas
igualmente ser restaurado por Él».[174]
Vemos aquí perfilarse el rostro de la Iglesia, como realidad
definida por la acogida del Verbo de Dios que, haciéndose
carne, ha venido a poner su morada entre nosotros
(cf. Jn 1,14). Esta morada de Dios entre los hombres,
esta Šekina (cf. Ex 26,1), prefigurada en el
Antiguo Testamento, se cumple ahora en la presencia
definitiva de Dios entre los hombres en Cristo.
Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia
51.
La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia no
puede ser comprendida como si fuera solamente un
acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la
cual cada fiel está llamado a entrar personalmente. En
efecto, hablamos de la presencia de la Palabra de Dios entre
nosotros hoy: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los
días, hasta al fin del mundo» (Mt 28,20). Como afirma
el Papa Juan Pablo II: «La contemporaneidad de Cristo
respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo
vivo de la Iglesia. Por esto Dios prometió a sus discípulos
el Espíritu Santo, que les “recordaría” y les haría
comprender sus mandamientos (cf. Jn 14,26) y, al
mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva
para el mundo (cf. Jn 3,5-8; Rm 8,1-13)».[175]
La Constitución dogmática
Dei Verbum
expresa este misterio en los términos bíblicos de un diálogo
nupcial: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue
conversando siempre con la esposa de su Hijo amado; y el
Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena
en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a
los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)».[176]
La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha,
repite con fe: «Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha».[177]
Por eso, la Constitución dogmática
Dei Verbum
comienza diciendo: «La Palabra de Dios la escucha con
devoción y la proclama con valentía el santo Concilio».[178]
En efecto, se trata de una definición dinámica de la vida de
la Iglesia: «Son palabras con las que el Concilio indica un
aspecto que distingue a la Iglesia. La Iglesia no vive de sí
misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra
siempre de nuevo orientación para su camino. Es una
consideración que todo cristiano debe hacer y aplicarse a sí
mismo: sólo quien se pone primero a la escucha de la
Palabra, puede convertirse después en su heraldo».[179]
En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los
sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo
soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda recibir
y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo».[180]
La Iglesia aparece así en ese ámbito en que, por gracia,
podemos experimentar lo que dice el Prólogo de Juan: «Pero a
cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios»
(Jn 1,12).
La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios
La Palabra de Dios en la sagrada liturgia
52.
Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra»,[181]
se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia.
En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos
habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y
responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza
empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la
Constitución
Sacrosanctum Concilium,
«la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es
máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se
explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las
preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de
su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado
las acciones y los signos».[182]
Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su
palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la
Iglesia la Sagrada Escritura».[183]
Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una
continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios.
Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la
liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu
Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor
indeficiente en su eficacia para con los hombres».[184]
En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en
el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la
íntima acción del Espíritu Santo, que la hace operante en el
corazón de los fieles. En realidad, gracias precisamente al
Paráclito, «la Palabra de Dios se convierte en fundamento de
la acción litúrgica, norma y ayuda de toda la vida. Por
consiguiente, la acción del Espíritu... va recordando, en el
corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación
de la Palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de
los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta
asimismo la diversidad de carismas y proporciona la
multiplicidad de actuaciones».[185]
Así pues, es necesario entender y vivir el valor esencial de
la acción litúrgica para comprender la Palabra de Dios. En
cierto sentido, la hermenéutica de la fe respecto a la
Sagrada Escritura debe tener siempre como punto de
referencia la liturgia, en la que se celebra la Palabra
de Dios como palabra actual y viva: «En la liturgia, la
Iglesia sigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo con
la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras,
puesto que Él exhorta a profundizar el conjunto de las
Escrituras partiendo del “hoy” de su acontecimiento
personal».[186]
Aquí se muestra también la sabia pedagogía de la Iglesia,
que proclama y escucha la Sagrada Escritura siguiendo el
ritmo del año litúrgico. Este despliegue de la Palabra de
Dios en el tiempo se produce particularmente en la
celebración eucarística y en la Liturgia de las Horas. En el
centro de todo resplandece el misterio pascual, al que se
refieren todos los misterios de Cristo y de la historia de
la salvación, que se actualizan sacramentalmente: «La santa
Madre Iglesia..., al conmemorar así los misterios de la
redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos
de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto
modo a los fieles durante todo tiempo para que los alcancen
y se llenen de la gracia de la salvación».[187]
Exhorto, pues, a los Pastores de la Iglesia y a los agentes
de pastoral a esforzarse en educar a todos los fieles a
gustar el sentido profundo de la Palabra de Dios que se
despliega en la liturgia a lo largo del año, mostrando los
misterios fundamentales de nuestra fe. El acercamiento
apropiado a la Sagrada Escritura depende también de esto.
Sagrada Escritura y sacramentos
53.
El Sínodo de los Obispos, afrontando el tema del valor de la
liturgia para la comprensión de la Palabra de Dios, ha
querido también subrayar la relación entre la Sagrada
Escritura y la acción sacramental. Es más conveniente que
nunca profundizar en la relación entre Palabra y Sacramento,
tanto en la acción pastoral de la Iglesia como en la
investigación teológica.[188]
Ciertamente «la liturgia de la Palabra es un elemento
decisivo en la celebración de cada sacramento de la
Iglesia»;[189]
sin embargo, en la práctica pastoral, los fieles no siempre
son conscientes de esta unión, ni captan la unidad entre el
gesto y la palabra. «Corresponde a los sacerdotes y a
los diáconos, sobre todo cuando administran los
sacramentos, poner de relieve la unidad que forman Palabra y
sacramento en el ministerio de la Iglesia».[190]
En la relación entre Palabra y gesto sacramental se muestra
en forma litúrgica el actuar propio de Dios en la historia a
través del carácter performativo de la Palabra misma.
En efecto, en la historia de la salvación no hay separación
entre lo que Dios dice y lo que hace; su
Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb
4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la
expresión hebrea dabar. Igualmente, en la acción
litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice.
Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter
performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le
ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de
la salvación y en la vida personal de cada miembro.
Palabra de Dios y Eucaristía
54.
Lo que se afirma genéricamente de la relación entre Palabra
y sacramentos, se ahonda cuando nos referimos a la
celebración eucarística. Además, la íntima unidad entre
Palabra y Eucaristía está arraigada en el testimonio bíblico
(cf. Jn 6; Lc24), confirmada por los Padres de
la Iglesia y reafirmada por el Concilio Vaticano II.[191]
A este respecto, podemos pensar en el gran discurso de Jesús
sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn
6,22-69), en cuyo trasfondo se percibe la comparación
entre Moisés y Jesús, entre quien habló cara a cara con Dios
(cf. Ex 33,11) y quien revela a Dios (cf. Jn
1,18). En efecto, el discurso sobre el pan se refiere al don
de Dios que Moisés obtuvo para su pueblo con el maná en el
desierto y que, en realidad, es la Torá, la Palabra
de Dios que da vida (cf. Sal 119; Pr 9,5).
Jesús lleva a cumplimiento en sí mismo la antigua figura:
«El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al
mundo... Yo soy el pan de vida» (Jn 6,33-35). Aquí,
«la Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos
alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos
realmente el “pan del cielo”».[192]
El Prólogo de Juan se profundiza en el discurso de
Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace
carne, en el segundo es «pan» para la vida del mundo
(cf. Jn 6,51), haciendo alusión de este modo a la
entrega que Jesús hará de sí mismo en el misterio de la
cruz, confirmada por la afirmación sobre su sangre que se da
a «beber» (cf. Jn 6,53). De este modo, en el
misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero
maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios
que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por
nosotros en el misterio pascual.
El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús nos permite
una reflexión ulterior sobre la unión entre la escucha de la
Palabra y el partir el pan (cf. Lc24,13-35). Jesús
salió a su encuentro el día siguiente al sábado, escuchó las
manifestaciones de su esperanza decepcionada y, haciéndose
su compañero de camino, «les explicó lo que se refería a él
en toda la Escritura» (24,27). Junto con este caminante que
se muestra tan inesperadamente familiar a sus vidas, los dos
discípulos comienzan a mirar de un modo nuevo las
Escrituras. Lo que había ocurrido en aquellos días ya no
aparece como un fracaso, sino como cumplimiento y nuevo
comienzo. Sin embargo, tampoco estas palabras les parecen
aún suficientes a los dos discípulos. El Evangelio de Lucas
nos dice que sólo cuando Jesús tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo dio, «se les abrieron los ojos
y lo reconocieron» (24,31), mientras que antes «sus ojos no
eran capaces de reconocerlo» (24,16). La presencia de Jesús,
primero con las palabras y después con el gesto de partir el
pan, hizo posible que los discípulos lo reconocieran, y que
pudieran revivir de un modo nuevo lo que antes habían
experimentado con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras
nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
(24,32).
55.
Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a
percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. «Conviene,
por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios
leída y anunciada por la Iglesia en la liturgia conduce, por
decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la
gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio».[193]
Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se
puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se
hace sacramentalmente carne en el acontecimiento
eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada
Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina
y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el
reconocimiento de la presencia real del Señor en la
Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta.
Por eso, «la Iglesia honra con una misma veneración, aunque
no con el mismo culto, la Palabra de Dios y el misterio
eucarístico y quiere y sanciona que siempre y en todas
partes se imite este proceder, ya que, movida por el ejemplo
de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio
pascual de Cristo, reuniéndose para leer “lo que se refiere
a él en toda la Escritura” (Lc24,27) y ejerciendo la
obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los
sacramentos».[194]
Sacramentalidad de la Palabra
56.
Con la referencia al carácter performativo de la Palabra de
Dios en la acción sacramental y la profundización de la
relación entre Palabra y Eucaristía, nos hemos adentrado en
un tema significativo, que ha surgido durante la Asamblea
del Sínodo, acerca de la sacramentalidad de la Palabra.[195]
A este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II
ha hablado del «horizonte sacramental de la
Revelación y, en particular..., el signo eucarístico donde
la unidad inseparable entre la realidad y su significado
permite captar la profundidad del misterio».[196]
De aquí comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad
de la Palabra de Dios, está precisamente el misterio de la
encarnación: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn1,14),
la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la
«carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a
la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La
fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y
las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El
horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la
modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios
entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en
interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en
la fe.
De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede
entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo
las especies del pan y del vino consagrados.[197]
Al acercarnos al altar y participar en el banquete
eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de
Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la
celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien
está presente y se dirige a nosotros[198]
para ser recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con
respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san
Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo
pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso
que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él
dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn6,53),
aunque estas palabras puedan entenderse como referidas
también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de
Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura,
es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio
[eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos.
Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos
vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre
de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra
cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?».[199]
Cristo, realmente presente en las especies del pan y del
vino, está presente de modo análogo también en la Palabra
proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el
sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede
favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la
revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas»,[200]
favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción
pastoral de la Iglesia.
La Sagrada Escritura y el Leccionario
57.
Al subrayar el nexo entre Palabra y Eucaristía, el Sínodo ha
querido también volver a llamar justamente la atención sobre
algunos aspectos de la celebración inherentes al servicio de
la Palabra. Quisiera hacer referencia ante todo a la
importancia del Leccionario. La reforma promovida por el
Concilio Vaticano II[201]ha
mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la Sagrada
Escritura, que se ofrece abundantemente, sobre todo en la
liturgia de los domingos. La estructura actual, además de
presentar frecuentemente los textos más importantes de la
Escritura, favorece la comprensión de la unidad del plan
divino, mediante la correlación entre las lecturas del
Antiguo y del Nuevo Testamento, «centrada en Cristo y en su
misterio pascual».[202]
Algunas dificultades que sigue habiendo para captar la
relación entre las lecturas de los dos Testamentos, han de
ser consideradas a la luz de la lectura canónica, es decir,
de la unidad intrínseca de toda la Biblia. Donde sea
necesario, los organismos competentes pueden disponer que se
publiquen subsidios que ayuden a comprender el nexo entre
las lecturas propuestas por el Leccionario, las cuales han
de proclamarse en la asamblea litúrgica en su totalidad,
como está previsto en la liturgia del día. Otros eventuales
problemas y dificultades deberán comunicarse a la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos.
Además, no hemos de olvidar que el actual Leccionario del
rito latino tiene también un significado ecuménico, en
cuanto es utilizado y apreciado también por confesiones que
aún no están en plena comunión con la Iglesia Católica. De
manera diferente se plantea la cuestión del Leccionario en
la liturgia de las Iglesias Católicas Orientales, que el
Sínodo pide que «se examine autorizadamente»,[203]
según la tradición propia y las competencias de las Iglesias
sui iuris y teniendo en cuenta también en este caso
el contexto ecuménico.
Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado
58.
Ya en la Asamblea sinodal sobre la Eucaristía se pidió un
mayor cuidado en la proclamación de la Palabra de Dios.[204]
Como es sabido, mientras que en la tradición latina el
Evangelio lo proclama el sacerdote o el diácono, la primera
y la segunda lectura las proclama el lector encargado,
hombre o mujer. Quisiera hacerme eco de los Padres
sinodales, que también en esta circunstancia han subrayado
la necesidad de cuidar, con una formación apropiada,[205]
el ejercicio del munus de lector en la celebración
litúrgica,[206]
y particularmente el ministerio del lectorado que, en cuanto
tal, es un ministerio laical en el rito latino. Es necesario
que los lectores encargados de este servicio, aunque no
hayan sido instituidos, sean realmente idóneos y estén
seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser tanto
bíblica y litúrgica, como técnica: «La instrucción bíblica
debe apuntar a que los lectores estén capacitados para
percibir el sentido de las lecturas en su propio contexto y
para entender a la luz de la fe el núcleo central del
mensaje revelado. La instrucción litúrgica debe facilitar a
los lectores una cierta percepción del sentido y de la
estructura de la liturgia de la Palabra y las razones de la
conexión entre la liturgia de la Palabra y la liturgia
eucarística. La preparación técnica debe hacer que los
lectores sean cada día más aptos para el arte de leer ante
el pueblo, ya sea de viva voz, ya sea con ayuda de los
instrumentos modernos de amplificación de la voz».[207]
Importancia de la homilía
59.
Hay también diferentes oficios y funciones «que corresponden
a cada uno, en lo que atañe a la Palabra de Dios; según
esto, los fieles escuchan y meditan la palabra, y la
explican únicamente aquellos a quienes se encomienda este
ministerio»,[208]
es decir, obispos, presbíteros y diáconos. Por ello, se
entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de
la homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal
Sacramentum caritatis,
recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la
homilía está en relación con la importancia de la Palabra de
Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”;
tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y
eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles».[209]
La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico,
de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y
la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia
vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se
celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la
profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia
eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio
específico están encargados de la predicación han de tomarse
muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas
y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de
Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de
atraer la atención más sobre el predicador que sobre el
corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los
fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a
Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso
se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato
asiduo con el texto sagrado;[210]
que se preparen para la homilía con la meditación y la
oración, para que prediquen con convicción y pasión. La
Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las
siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas?
¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la
comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?».[211]
El predicador tiene que «ser el primero en dejarse
interpelar por la Palabra de Dios que anuncia»,[212]
porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando
exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella
en su interior».[213]
Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la
de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también,
cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la
situación durante la semana en las misas cum populo,
para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la
Palabra escuchada.
Oportunidad de un Directorio homilético
60.
Predicar de modo apropiado ateniéndose al Leccionario es
realmente un arte en el que hay que ejercitarse. Por tanto,
en continuidad con lo requerido en el Sínodo anterior,[214]
pido a las autoridades competentes que, en relación al
Compendio eucarístico,[215]
se piense también en instrumentos y subsidios adecuados para
ayudar a los ministros a desempeñar del mejor modo su tarea,
como, por ejemplo, con un Directorio sobre la homilía, de
manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda
útil para prepararse en el ejercicio del ministerio. Como
nos recuerda san Jerónimo, la predicación se ha de acompañar
con el testimonio de la propia vida: «Que tus actos no
desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando tú
predicas en la iglesia, alguien comente en sus adentros:
“¿Por qué, entonces, precisamente tú no te comportas
así?”... En el sacerdote de Cristo la mente y la palabra han
de ser concordes».[216]
Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos
61.
Si bien la Eucaristía está sin duda en el centro de la
relación entre Palabra de Dios y sacramentos, conviene
subrayar, sin embargo, la importancia de la Sagrada
Escritura también en los demás sacramentos, especialmente en
los de curación, esto es, el sacramento de la Reconciliación
o de la Penitencia, y el sacramento de la Unción de los
enfermos. Con frecuencia, se descuida la referencia a la
Sagrada Escritura en estos sacramentos. Por el contrario, es
necesario que se le dé el espacio que le corresponde. En
efecto, nunca se ha de olvidar que «la Palabra de Dios es
palabra de reconciliación porque en ella Dios reconcilia
consigo todas las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef
1,10). El perdón misericordioso de Dios, encarnado en Jesús,
levanta al pecador».[217]
«Por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el
conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a
la confianza en la misericordia de Dios».[218]
Para que se ahonde en la fuerza reconciliadora de la Palabra
de Dios, se recomienda que cada penitente se prepare a la
confesión meditando un pasaje adecuado de la Sagrada
Escritura y comience la confesión mediante la lectura o la
escucha de una monición bíblica, según lo previsto en el
propio ritual. Además, al manifestar después su contrición,
conviene que el penitente use una expresión prevista en el
ritual, «compuesta con palabras de la Sagrada Escritura».[219]
Cuando sea posible, es conveniente también que, en momentos
particulares del año, o cuando se presente la oportunidad,
la confesión de varios penitentes tenga lugar dentro de
celebraciones penitenciales, como prevé el ritual,
respetando las diversas tradiciones litúrgicas y dando una
mayor amplitud a la celebración de la Palabra con lecturas
apropiadas.
Tampoco se ha de olvidar, por lo que se refiere al
sacramento de la Unción de los enfermos, que «la fuerza
sanadora de la Palabra de Dios es una llamada apremiante a
una constante conversión personal del oyente mismo».[220]
La Sagrada Escritura contiene numerosos textos de consuelo,
ayuda y curaciones debidas a la intervención de Dios. Se
recuerde especialmente la cercanía de Jesús a los que
sufren, y que Él mismo, el Verbo de Dios encarnado, ha
cargado con nuestros dolores y ha padecido por amor al
hombre, dando así sentido a la enfermedad y a la muerte. Es
bueno que en las parroquias y sobre todo en los hospitales
se celebre, según las circunstancias, el sacramento de la
Unción de enfermos de forma comunitaria. Que en estas
ocasiones se dé amplio espacio a la celebración de la
Palabra y se ayude a los fieles enfermos a vivir con fe su
propio estado de padecimiento unidos al sacrificio redentor
de Cristo que nos libra del mal.
Palabra de Dios y Liturgia de las Horas
62.
Entre las formas de oración que exaltan la Sagrada Escritura
se encuentra sin duda la Liturgia de las Horas. Los
Padres sinodales han afirmado que constituye una «forma
privilegiada de escucha de la Palabra de Dios, porque pone
en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la
Tradición viva de la Iglesia».[221]
Se ha de recordar ante todo la profunda dignidad teológica y
eclesial de esta oración. En efecto, «en la Liturgia de las
Horas, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de
Cristo, su cabeza, ofrece a Dios sin interrupción (cf. 1
Ts 5,17) el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto
de unos labios que profesan su nombre (cf. Hb 13,15).
Esta oración es “la voz de la misma Esposa que habla al
Esposo; más aún: es la oración de Cristo, con su cuerpo, al
Padre”».[222]
A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma: «Por eso,
todos los que ejercen esta función, no sólo cumplen el
oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo
honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios,
están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia».[223]
En la Liturgia de las Horas, como oración pública de la
Iglesia, se manifiesta el ideal cristiano de santificar todo
el día, al compás de la escucha de la Palabra de Dios y de
la recitación de los salmos, de manera que toda actividad
tenga su punto de referencia en la alabanza ofrecida a Dios.
Quienes por su estado de vida tienen el deber de recitar la
Liturgia de las Horas, vivan con fidelidad este compromiso
en favor de toda la Iglesia. Los obispos, los sacerdotes y
los diáconos aspirantes al sacerdocio, que han recibido de
la Iglesia el mandato de celebrarla, tienen la obligación de
recitar cada día todas las Horas.[224]
Por lo que se refiere a la obligatoriedad de esta liturgia
en las Iglesias Orientales Católicas sui iuris se ha
de seguir lo indicado en el derecho propio.[225]
Además, aliento a las comunidades de vida consagrada a que
sean ejemplares en la celebración de la Liturgia de las
Horas, de manera que puedan ser un punto de referencia e
inspiración para la vida espiritual y pastoral de toda la
Iglesia.
El Sínodo ha manifestado el deseo de que se difunda más en
el Pueblo de Dios este tipo de oración, especialmente la
recitación de Laudes y Vísperas. Esto hará aumentar en los
fieles la familiaridad con la Palabra de Dios. Se ha de
destacar también el valor de la Liturgia de las Horas
prevista en las primeras Vísperas del domingo y de las
solemnidades, especialmente para las Iglesias Orientales
católicas. Para ello, recomiendo que, donde sea posible, las
parroquias y las comunidades de vida religiosa fomenten esta
oración con la participación de los fieles.
Palabra de Dios y Bendicional
63.
En el uso del Bendicional, se preste también atención
al espacio previsto para la proclamación, la escucha y la
explicación de la Palabra de Dios mediante breves
moniciones. En efecto, el gesto de la bendición, en los
casos previstos por la Iglesia y cuando los fieles lo
solicitan, no ha de quedar aislado, sino relacionado en su
justa medida con la vida litúrgica del Pueblo de Dios. En
este sentido, la bendición, como auténtico signo sagrado,
«toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la
Palabra de Dios».[226]
Así pues, es importante aprovechar también estas
circunstancias para reavivar en los fieles el hambre y la
sed de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt
4,4).
Sugerencias y propuestas concretas para la animación
litúrgica
64.
Después de haber recordado algunos elementos fundamentales
de la relación entre liturgia y Palabra de Dios, deseo ahora
resumir y valorar algunas propuestas y sugerencias
recomendadas por los Padres sinodales, con el fin de
favorecer cada vez más en el Pueblo de Dios una mayor
familiaridad con la Palabra de Dios en el ámbito de los
actos litúrgicos o, en todo caso, referidos a ellos.
a) Celebraciones de la Palabra de Dios
65.
Los Padres sinodales han exhortado a todos los pastores a
promover momentos de celebración de la Palabra en las
comunidades a ellos confiadas:[227]
son ocasiones privilegiadas de encuentro con el Señor. Por
eso, dicha práctica comportará grandes beneficios para los
fieles, y se ha de considerar un elemento relevante de la
pastoral litúrgica. Estas celebraciones adquieren una
relevancia especial en la preparación de la Eucaristía
dominical, de modo que los creyentes tengan la posibilidad
de adentrarse más en la riqueza del Leccionario para orar y
meditar la Sagrada Escritura, sobre todo en los tiempos
litúrgicos más destacados, Adviento y Navidad, Cuaresma y
Pascua. Además, se recomienda encarecidamente la celebración
de la Palabra de Dios en aquellas comunidades en las que,
por la escasez de sacerdotes, no es posible celebrar el
sacrificio eucarístico en los días festivos de precepto.
Teniendo en cuenta las indicaciones ya expuestas en la
Exhortación apostólica postsinodal
Sacramentum caritatis
sobre las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote,[228]
recomiendo que las autoridades competentes confeccionen
directorios rituales, valorizando la experiencia de las
Iglesias particulares. De este modo, se favorecerá en estos
casos la celebración de la Palabra que alimente la fe de los
creyentes, evitando, sin embargo, que ésta se confunda con
las celebraciones eucarísticas; es más, «deberían ser
ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande
sacerdotes santos según su corazón».[229]
Además, los Padres sinodales han invitado a celebrar también
la Palabra de Dios con ocasión de peregrinaciones, fiestas
particulares, misiones populares, retiros espirituales y
días especiales de penitencia, reparación y perdón. Por lo
que se refiere a las muchas formas de piedad popular, aunque
no son actos litúrgicos y no deben confundirse con las
celebraciones litúrgicas, conviene que se inspiren en ellas
y, sobre todo, ofrezcan un adecuado espacio a la
proclamación y a la escucha de la Palabra de Dios; en
efecto, «en las palabras de la Biblia, la piedad popular
encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos
insuperables de oración y fecundas propuestas de diversos
temas».[230]
b) La Palabra y el silencio
66.
Bastantes intervenciones de los Padres sinodales han
insistido en el valor del silencio en relación con la
Palabra de Dios y con su recepción en la vida de los fieles.[231]
En efecto, la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en
el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece
el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que hay
casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación
de masa, aunque solo sea por un momento. Por eso se ha de
educar al Pueblo de Dios en el valor del silencio.
Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la
vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el
sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran
tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo
están unidos al silencio,[232]
y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros,
como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio
inseparablemente. Nuestras liturgias han de facilitar esta
escucha auténtica: Verbo crescente, verba deficiunt.[233]
Este valor ha de resplandecer particularmente en la Liturgia
de la Palabra, que «se debe celebrar de tal manera que
favorezca la meditación».[234]
Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como
parte de la celebración».[235]
Por tanto, exhorto a los pastores a fomentar los momentos de
recogimiento, por medio de los cuales, con la ayuda del
Espíritu Santo, la Palabra de Dios se acoge en el corazón.
c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios
67.
Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de
resaltar, sobre todo en las solemnidades litúrgicas
relevantes, la proclamación de la Palabra, especialmente el
Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado
procesionalmente durante los ritos iniciales y después
trasladado al ambón por el diácono o por un sacerdote para
la proclamación. De este modo, se ayuda al Pueblo de Dios a
reconocer que «la lectura del Evangelio constituye el punto
culminante de esta liturgia de la palabra».[236]
Siguiendo las indicaciones contenidas en la Ordenación de
las lecturas de la Misa, conviene dar realce a la
proclamación de la Palabra de Dios con el canto,
especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades
determinadas. El saludo, el anuncio inicial: «Lectura del
santo evangelio...», y el final, «Palabra del Señor», es
bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo que se ha
leído.[237]
d) La Palabra de Dios en el templo cristiano
68.
Para favorecer la escucha de la Palabra de Dios no se han de
descuidar aquellos medios que pueden ayudar a los fieles a
una mayor atención. En este sentido, es necesario que en los
edificios sagrados se tenga siempre en cuenta la acústica,
respetando las normas litúrgicas y arquitectónicas. «Los
obispos, con la ayuda debida, han de procurar que, en la
construcción de las iglesias, éstas sean lugares adecuados
para la proclamación de la Palabra, la meditación y la
celebración eucarística. Y que los espacios sagrados,
también fuera de la acción litúrgica, sean elocuentes,
presentando el misterio cristiano en relación con la Palabra
de Dios».[238]
Se debe prestar una atención especial al ambón como
lugar litúrgico desde el que se proclama la Palabra de Dios.
Ha de colocarse en un sitio bien visible, y al que se dirija
espontáneamente la atención de los fieles durante la
liturgia de la Palabra. Conviene que sea fijo, como elemento
escultórico en armonía estética con el altar, de
manera que represente visualmente el sentido teológico de la
doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Desde el
ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el
pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y
las intenciones de la oración universal.[239]
Además, los Padres sinodales sugieren que en las iglesias se
destine un lugar de relieve donde se coloque la Sagrada
Escritura también fuera de la celebración.[240]
En efecto, conviene que el libro que contiene la Palabra de
Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo
cristiano, pero sin ocupar el centro, que corresponde al
sagrario con el Santísimo Sacramento.[241]
e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia
69.
El Sínodo ha reiterado además con vigor lo que, por otra
parte, está establecido ya por las normas litúrgicas de la
Iglesia,[242]
a saber, que las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura
nunca sean sustituidas por otros textos, por más
significativos que parezcan desde el punto de vista pastoral
o espiritual: «Ningún texto de espiritualidad o de
literatura puede alcanzar el valor y la riqueza contenida en
la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios».[243]
Se trata de una antigua disposición de la Iglesia que se ha
de mantener.[244]
Ya el Papa Juan Pablo II, ante algunos abusos, recordó la
importancia de no sustituir nunca la Sagrada Escritura con
otras lecturas.[245]
Recordemos que también el Salmo responsorial es
Palabra de Dios, con el cual respondemos a la voz del Señor
y, por tanto, no debe ser sustituido por otros textos; es
muy conveniente, incluso, que sea cantado.
f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado
70.
Para ensalzar la Palabra de Dios durante la celebración
litúrgica, se tenga también en cuenta el canto en los
momentos previstos por el rito mismo, favoreciendo aquel que
tenga una clara inspiración bíblica y que sepa expresar,
mediante una concordancia armónica entre las palabras y la
música, la belleza de la palabra divina. En este sentido,
conviene valorar los cantos que nos ha legado la tradición
de la Iglesia y que respetan este criterio. Pienso, en
particular, en la importancia del canto gregoriano.[246]
g) Especial atención a los discapacitados de la vista y
el oído
71.
En este contexto, quisiera también recordar que el Sínodo ha
recomendado prestar una atención especial a los que, por su
condición particular, tienen problemas para participar
activamente en la liturgia, como, por ejemplo, los
discapacitados en la vista y el oído. Animo a las
comunidades cristianas a que, en la medida de lo posible,
ayuden con instrumentos adecuados a los hermanos y hermanas
que tienen esta dificultad, para que también ellos puedan
tener un contacto vivo con la Palabra de Dios.[247]
La palabra de Dios en la vida eclesial
Encontrar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura
72.
Si bien es verdad que la liturgia es el lugar privilegiado
para la proclamación, la escucha y la celebración de la
Palabra de Dios, es cierto también que este encuentro ha de
ser preparado en los corazones de los fieles y, sobre todo,
profundizado y asimilado por ellos. En efecto, la vida
cristiana se caracteriza esencialmente por el encuentro con
Jesucristo que nos llama a seguirlo. Por eso, el Sínodo de
los Obispos ha reiterado más de una vez la importancia de la
pastoral en las comunidades cristianas, como ámbito propio
en el que recorrer un itinerario personal y comunitario con
respecto a la Palabra de Dios, de modo que ésta sea
realmente el fundamento de la vida espiritual. Junto a los
Padres sinodales, expreso el vivo deseo de que florezca «una
nueva etapa de mayor amor a la Sagrada Escritura por parte
de todos los miembros del Pueblo de Dios, de manera que,
mediante su lectura orante y fiel a lo largo del tiempo, se
profundice la relación con la persona misma de Jesús».[248]
No faltan en la historia de la Iglesia recomendaciones por
parte de los santos sobre la necesidad de conocer la
Escritura para crecer en el amor de Cristo. Este es un dato
particularmente claro en los Padres de la Iglesia. San
Jerónimo, gran enamorado de la Palabra de Dios, se
preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las
Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a
Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?».[249]
Era muy consciente de que la Biblia es el instrumento «con
el que Dios habla cada día a los creyentes».[250]
Así, san Jerónimo da este consejo a la matrona romana Leta
para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie cada
día algún paso de la Escritura... Que la oración siga a la
lectura, y la lectura a la oración... Que, en lugar de las
joyas y los vestidos de seda, ame los Libros divinos».[251]
Vale también para nosotros lo que san Jerónimo escribió al
sacerdote Nepoziano: «Lee con mucha frecuencia las divinas
Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo
en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar».[252]
A ejemplo del gran santo, que dedicó su vida al estudio de
la Biblia y que dejó a la Iglesia su traducción latina,
llamada Vulgata, y de todos los santos, que han
puesto en el centro de su vida espiritual el encuentro con
Cristo, renovemos nuestro compromiso de profundizar en la
palabra que Dios ha dado a la Iglesia: podremos aspirar así
a ese «alto grado de la vida cristiana ordinaria»,[253]
que el Papa Juan Pablo II deseaba al principio del tercer
milenio cristiano, y que se alimenta constantemente de la
escucha de la Palabra de Dios.
La animación bíblica de la pastoral
73.
En este sentido, el Sínodo ha invitado a un particular
esfuerzo pastoral para resaltar el puesto central de la
Palabra de Dios en la vida eclesial, recomendando
«incrementar la “pastoral bíblica”, no en yuxtaposición con
otras formas de pastoral, sino como animación bíblica de
toda la pastoral».[254]
No se trata, pues, de añadir algún encuentro en la parroquia
o la diócesis, sino de lograr que las actividades habituales
de las comunidades cristianas, las parroquias, las
asociaciones y los movimientos, se interesen realmente por
el encuentro personal con Cristo que se comunica en su
Palabra. Así, puesto que «la ignorancia de las Escrituras es
ignorancia de Cristo»,[255]
la animación bíblica de toda la pastoral ordinaria y
extraordinaria llevará a un mayor conocimiento de la persona
de Cristo, revelador del Padre y plenitud de la revelación
divina.
Por tanto, exhorto a los pastores y fieles a tener en cuenta
la importancia de esta animación: será también el mejor modo
para afrontar algunos problemas pastorales puestos de
relieve durante la Asamblea sinodal, y vinculados, por
ejemplo, a la proliferación de sectas que difunden
una lectura distorsionada e instrumental de la Sagrada
Escritura. Allí donde no se forma a los fieles en un
conocimiento de la Biblia según la fe de la Iglesia, en el
marco de su Tradición viva, se deja de hecho un vacío
pastoral, en el que realidades como las sectas pueden
encontrar terreno donde echar raíces. Por eso, es también
necesario dotar de una preparación adecuada a los sacerdotes
y laicos para que puedan instruir al Pueblo de Dios en el
conocimiento auténtico de las Escrituras.
Además, como se ha subrayado durante los trabajos sinodales,
conviene que en la actividad pastoral se favorezca también
la difusión de pequeñas comunidades, «formadas por
familias o radicadas en las parroquias o vinculadas a
diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades»,[256]
en las cuales se promueva la formación, la oración y el
conocimiento de la Biblia según la fe de la Iglesia.
Dimensión bíblica de la catequesis
74.
Un momento importante de la animación pastoral de la Iglesia
en el que se puede redescubrir adecuadamente el puesto
central de la Palabra de Dios es la catequesis, que, en sus
diversas formas y fases, ha de acompañar siempre al Pueblo
de Dios. El encuentro de los discípulos de Emaús con Jesús,
descrito por el evangelista Lucas (cf. Lc 24,13-35),
representa en cierto sentido el modelo de una catequesis en
cuyo centro está la «explicación de las Escrituras», que
sólo Cristo es capaz de dar (cf. Lc 24,27-28),
mostrando en sí mismo su cumplimiento.[257]
De este modo, renace la esperanza más fuerte que cualquier
fracaso, y hace de aquellos discípulos testigos convencidos
y creíbles del Resucitado.
En el
Directorio general para la catequesis
encontramos indicaciones válidas para animar bíblicamente la
catequesis, y a ellas me remito.[258]
En esta circunstancia, deseo sobre todo subrayar que la
catequesis «ha de estar totalmente impregnada por el
pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y
evangélicas, a través de un contacto asiduo con los mismos
textos; y recordar también que la catequesis será tanto más
rica y eficaz cuanto más lea los textos con la inteligencia
y el corazón de la Iglesia»,[259]
y cuanto más se inspire en la reflexión y en la vida
bimilenaria de la Iglesia. Se ha de fomentar, pues, el
conocimiento de las figuras, de los hechos y las expresiones
fundamentales del texto sagrado; para ello, puede ayudar
también una inteligente memorización de algunos
pasajes bíblicos particularmente elocuentes de los misterios
cristianos. La actividad catequética comporta un
acercamiento a las Escrituras en la fe y en la Tradición de
la Iglesia, de modo que se perciban esas palabras como
vivas, al igual que Cristo está vivo hoy donde dos o tres se
reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20). Además, debe
comunicar de manera vital la historia de la salvación y los
contenidos de la fe de la Iglesia, para que todo fiel
reconozca que también su existencia personal pertenece a
esta misma historia.
En esta perspectiva, es importante subrayar la relación
entre la Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia
Católica, como dice el
Directorio general para la catequesis:
«La Sagrada Escritura, como “Palabra de Dios escrita bajo la
inspiración del Espíritu Santo” y el Catecismo de la Iglesia
Católica, como expresión relevante actual de la Tradición
viva de la Iglesia y norma segura para la enseñanza de la
fe, están llamados, cada uno a su modo y según su específica
autoridad, a fecundar la catequesis en la Iglesia
contemporánea».[260]
Formación bíblica de los cristianos
75.
Para alcanzar el objetivo deseado por el Sínodo de que toda
la pastoral tenga un mayor carácter bíblico, es necesario
que los cristianos, y en particular los catequistas, tengan
una adecuada formación. A este respecto, se ha de prestar
atención al apostolado bíblico, un método muy válido
para esta finalidad, como demuestra la experiencia eclesial.
Los Padres sinodales, además, han recomendado que,
potenciando en lo posible las estructuras académicas ya
existentes, se establezcan centros de formación para laicos
y misioneros, en los que se aprenda a comprender, vivir y
anunciar la Palabra de Dios y, donde sea necesario, «se
creen institutos especializados con el fin de que los
exegetas tengan una sólida comprensión teológica y una
adecuada sensibilidad para los contextos de su misión».[261]
La Sagrada Escritura en los grandes encuentros eclesiales
76.
Entre las muchas iniciativas que se pueden tomar, el Sínodo
sugiere que en los encuentros, tanto diocesanos como
nacionales o internacionales, se subraye más la importancia
de la Palabra de Dios, de la escucha y lectura creyente y
orante de la Biblia. Así pues, es de alabar que en los
congresos eucarísticos, nacionales e internacionales, en las
jornadas mundiales de la juventud y en otros encuentros, se
dé mayor espacio para las celebraciones de la Palabra y
momentos de formación de carácter bíblico.[262]
Palabra de Dios y vocaciones
77.
El Sínodo, al destacar la exigencia intrínseca de la fe de
profundizar la relación con Cristo, Palabra de Dios entre
nosotros, ha querido también poner de relieve el hecho de
que esta Palabra llama a cada uno personalmente,
manifestando así que la vida misma es vocación en
relación con Dios. Esto quiere decir que, cuanto más
ahondemos en nuestra relación personal con el Señor Jesús,
tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la
santidad mediante opciones definitivas, con las cuales
nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y
ministerios para edificar la Iglesia. En esta perspectiva,
se entiende la invitación del Sínodo a todos los cristianos
para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en
cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir
según los diversos estados de vida. Aquí tocamos uno de los
puntos clave de la doctrina del Concilio Vaticano II, que ha
subrayado la vocación a la santidad de todo fiel, cada uno
en el propio estado de vida.[263]
En la Sagrada Escritura es donde encontramos revelada
nuestra vocación a la santidad: «Sed santos, pues yo soy
santo» (Lv 11,44; 19,2; 20,7). Y san Pablo muestra la
raíz cristológica: el Padre «nos eligió en la persona de
Cristo –antes de crear el mundo– para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). De esta
manera, podemos sentir como dirigido a cada uno de nosotros
su saludo a los hermanos y hermanas de la comunidad de Roma:
«A quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo
santo, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y
del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).
a) Palabra de Dios y ministros ordenados
78.
Dirigiéndome ahora en primer lugar a los ministros ordenados
de la Iglesia, les recuerdo lo que el Sínodo ha afirmado:
«La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón
de un buen pastor, ministro de la Palabra».[264]
Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de
ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso
decidido y renovado de santificación, que tiene en el
contacto con la Biblia uno de sus pilares.
79.
A los que han sido llamados al episcopado, y son los
primeros y más autorizados anunciadores de la Palabra, deseo
reiterarles lo que decía el Papa Juan Pablo II en la
Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis.
Para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual,
el Obispo ha de poner siempre «en primer lugar, la lectura y
meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe
encomendarse siempre y sentirse encomendado “a Dios y a la
Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el
edificio y daros la herencia con todos los santificados” (Hch
20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la
Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los
fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser
oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la
Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo
materno».[265]
A imitación de María, Virgo audiens y Reina de los
Apóstoles, recomiendo a todos los hermanos en el episcopado
la lectura personal frecuente y el estudio asiduo de la
Sagrada Escritura.
80.
Respecto a los sacerdotes, quisiera también remitirme
a las palabras del Papa Juan Pablo II, el cual, en la
Exhortación apostólica postsinodal
Pastores dabo vobis,
ha recordado que «el sacerdote es, ante todo, ministro de
la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar
a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la
obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un
conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio
de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo». Por
eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una
gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no le
basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un
corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus
pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co
2,16)».[266]
Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus
actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un
anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente
“permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto
discípulo del Señor; conocerá la verdad y será
verdaderamente libre».[267]
En definitiva, la llamada al sacerdocio requiere ser
consagrados «en la verdad». Jesús mismo formula esta
exigencia respecto a sus discípulos: «Santifícalos en la
verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo,
así los envío yo también al mundo» (Jn 17,17-18).
Los discípulos son en cierto sentido «sumergidos en lo
íntimo de Dios mediante su inmersión en la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los
purifica, el poder creador que los transforma en el ser de
Dios».[268]
Y, puesto que Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne
(Jn1,14), es «la Verdad» (Jn14,6), la plegaria
de Jesús al Padre, «santifícalos en la verdad», quiere decir
en el sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa conmigo,
Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto,
en último término hay un único sacerdote de la Nueva
Alianza, Jesucristo mismo».[269]
Es necesario, por tanto, que los sacerdotes renueven cada
vez más profundamente la conciencia de esta realidad.
81.
Quisiera referirme también al puesto de la Palabra de Dios
en la vida de los que están llamados al diaconado, no
sólo como grado previo del orden del presbiterado, sino como
servicio permanente. El Directorio para el diaconado
permanente dice que, «de la identidad teológica del
diácono brotan con claridad los rasgos de su espiritualidad
específica, que se presenta esencialmente como
espiritualidad de servicio. El modelo por excelencia es
Cristo siervo, que vivió totalmente dedicado al servicio de
Dios, por el bien de los hombres».[270]
En esta perspectiva, se entiende cómo, en las diversas
dimensiones del ministerio diaconal, un «elemento que
distingue la espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios,
de la que el diácono está llamado a ser mensajero
cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo que
cree, viviendo lo que enseña».[271]
Recomiendo por tanto que los diáconos cultiven en su propia
vida una lectura creyente de la Sagrada Escritura con el
estudio y la oración. Que sean introducidos a la Sagrada
Escritura y su correcta interpretación; a la teología del
Antiguo y del Nuevo Testamento; a la interrelación entre
Escritura y Tradición; al uso de la Escritura en la
predicación, en la catequesis y, en general, en la actividad
pastoral.[272]
b) Palabra de Dios y candidatos al Orden sagrado
82.
El Sínodo ha dado particular importancia al papel decisivo
de la Palabra de Dios en la vida espiritual de los
candidatos al sacerdocio ministerial: «Los candidatos al
sacerdocio deben aprender a amar la Palabra de Dios. Por
tanto, la Escritura ha de ser el alma de su formación
teológica, subrayando la indispensable circularidad entre
exegesis, teología, espiritualidad y misión».[273]
Los aspirantes al sacerdocio ministerial están llamados a
una profunda relación personal con la Palabra de Dios,
especialmente en la lectio divina, porque de dicha
relación se alimenta la propia vocación: con la luz y la
fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede
descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir
la propia misión, guardando en el corazón el designio de
Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra, se
convierta en el nuevo criterio de juicio y apreciación de
los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los
problemas.[274]
Esta atención a la lectura orante de la Escritura en modo
alguno debe significar una dicotomía respecto al estudio
exegético requerido en el tiempo de la formación. El Sínodo
ha encomendado que se ayude concretamente a los seminaristas
a ver la relación entre el estudio bíblico y el orar con
la Escritura. El estudio de las Escrituras les ha de
hacer más conscientes del misterio de la revelación divina,
alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que
habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará
también crecer necesariamente en el alma del candidato el
deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado en
su Palabra como amor infinito. Por tanto, se deberá poner el
máximo cuidado para que en la vida de los seminaristas se
cultive esta reciprocidad entre estudio y oración.
Para esto, hace falta que se oriente a los candidatos a un
estudio de la Sagrada Escritura mediante métodos que
favorezcan este enfoque integral.
c) Palabra de Dios y vida consagrada
83.
Por lo que se refiere a la vida consagrada, el Sínodo ha
recordado ante todo que «nace de la escucha de la Palabra de
Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida».[275]
En este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y
obediente, se convierte «en “exegesis” viva de la Palabra de
Dios».[276]
El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la
Biblia, es el mismo que «ha iluminado con luz nueva la
Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha
brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada
regla»,[277]
dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la
radicalidad evangélica.
Quisiera recordar que la gran tradición monástica ha tenido
siempre como elemento constitutivo de su propia
espiritualidad la meditación de la Sagrada Escritura,
particularmente en la modalidad de la lectio divina.
También hoy, las formas antiguas y nuevas de especial
consagración están llamadas a ser verdaderas escuelas de
vida espiritual, en las que se leen las Escrituras según el
Espíritu Santo en la Iglesia, de manera que todo el Pueblo
de Dios pueda beneficiarse. El Sínodo, por tanto, recomienda
que nunca falte en las comunidades de vida consagrada una
formación sólida para la lectura creyente de la Biblia.[278]
Deseo hacerme eco una vez más de la gratitud y el interés
que el Sínodo ha manifestado por las formas de vida
contemplativa, que por su carisma específico dedican
mucho tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios, que
meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo
(cf. Lc 2,19.51), así como a María de Betania que, a
los pies del Señor, escuchaba su palabra (cf. Lc
10,38). Pienso particularmente en las monjas y los monjes de
clausura, que con su separación del mundo se encuentran más
íntimamente unidos a Cristo, corazón del mundo. La Iglesia
tiene necesidad más que nunca del testimonio de quien se
compromete a «no anteponer nada al amor de Cristo».[279]
El mundo de hoy está con frecuencia demasiado preocupado por
las actividades exteriores, en las que corre el riesgo de
perderse. Los contemplativos y las contemplativas, con su
vida de oración, escucha y meditación de la Palabra de Dios,
nos recuerdan que no sólo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt
4,4). Por tanto, todos los fieles han de tener muy presente
que una forma de vida como ésta «indica al mundo de hoy lo
más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo:
existe una razón última por la que vale la pena vivir, es
decir, Dios y su amor inescrutable».[280]
d) Palabra de Dios y fieles laicos
84.
El Sínodo ha dirigido muchas veces su atención a los fieles
laicos, dándoles las gracias por su generoso compromiso en
la difusión del Evangelio en los diferentes ámbitos de la
vida cotidiana, del trabajo, la escuela, la familia y la
educación.[281]
Esta tarea, que proviene del bautismo, ha de desarrollarse
mediante una vida cristiana cada vez más consciente, capaz
de dar «razón de la esperanza que tenemos» (cf. 1 P
3,15). Jesús, en el Evangelio de Mateo, dice que «el
campo es el mundo. La buena semilla son los ciudadanos del
Reino» (13,38). Estas palabras valen particularmente
para los laicos cristianos, que viven su propia vocación a
la santidad con una existencia según el Espíritu, y que se
expresa particularmente «en su inserción en las
realidades temporales y en su participación en las
actividades terrenas».[282]
Se ha de formar a los laicos a discernir la voluntad de Dios
mediante una familiaridad con la Palabra de Dios, leída y
estudiada en la Iglesia, bajo la guía de sus legítimos
Pastores. Pueden adquirir esta formación en la escuela de
las grandes espiritualidades eclesiales, en cuya raíz está
siempre la Sagrada Escritura. Y, según sus posibilidades,
las diócesis mismas brinden oportunidades formativas en este
sentido para los laicos con particulares responsabilidades
eclesiales.[283]
e) Palabra de Dios, matrimonio y familia
85.
El Sínodo ha sentido también la necesidad de subrayar la
relación entre Palabra de Dios, matrimonio y familia
cristiana. En efecto, «con el anuncio de la Palabra de Dios,
la Iglesia revela a la familia cristiana su verdadera
identidad, lo que es y debe ser según el plan del Señor».[284]
Por tanto, nunca se pierda de vista que la Palabra de
Dios está en el origen del matrimonio (cf. Gn
2,24) y que Jesús mismo ha querido incluir el matrimonio
entre las instituciones de su Reino (cf. Mt 19,4-8),
elevando a sacramento lo que originariamente está inscrito
en la naturaleza humana. «En la celebración sacramental, el
hombre y la mujer pronuncian una palabra profética de
recíproca entrega, el ser “una carne”, signo del misterio de
la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,32)».[285]
La fidelidad a la Palabra de Dios lleva a percibir cómo esta
institución está amenazada también hoy en muchos aspectos
por la mentalidad común. Frente al difundido desorden de los
afectos y al surgir de modos de pensar que banalizan el
cuerpo humano y la diferencia sexual, la Palabra de Dios
reafirma la bondad originaria del hombre, creado como varón
y mujer, y llamado al amor fiel, recíproco y fecundo.
Del gran misterio nupcial, se desprende una imprescindible
responsabilidad de los padres respecto a sus hijos.
En efecto, a la auténtica paternidad y maternidad
corresponde la comunicación y el testimonio del sentido de
la vida en Cristo; mediante la fidelidad y la unidad de la
vida de familia, los esposos son los primeros anunciadores
de la Palabra de Dios ante sus propios hijos. La comunidad
eclesial ha de sostenerles y ayudarles a fomentar la oración
en familia, la escucha de la Palabra y el conocimiento de la
Biblia. Por eso, el Sínodo desea que cada casa tenga su
Biblia y la custodie de modo decoroso, de manera que se
la pueda leer y utilizar para la oración. Los sacerdotes,
diáconos o laicos bien preparados pueden proporcionar la
ayuda necesaria para ello. El Sínodo ha encomendado también
la formación de pequeñas comunidades de familias, en las que
se cultive la oración y la meditación en común de pasajes
adecuados de la Escritura.[286]
Los esposos han de recordar, además, que «la Palabra de Dios
es una ayuda valiosa también en las dificultades de la vida
conyugal y familiar».[287]
En este contexto, deseo subrayar lo que el Sínodo ha
recomendado sobre el cometido de las mujeres respecto a
la Palabra de Dios. La contribución del «genio
femenino», como decía el Papa Juan Pablo II,[288]
al conocimiento de la Escritura, como también a toda la vida
de la Iglesia, es hoy más amplia que en el pasado, y abarca
también el campo de los estudios bíblicos. El Sínodo se ha
detenido especialmente en el papel indispensable de las
mujeres en la familia, la educación, la catequesis y la
transmisión de los valores. En efecto, «ellas saben suscitar
la escucha de la Palabra, la relación personal con Dios y
comunicar el sentido del perdón y del compartir evangélico»,[289]
así como ser portadoras de amor, maestras de misericordia y
constructoras de paz, comunicadoras de calor y humanidad, en
un mundo que valora a las personas con demasiada frecuencia
según los criterios fríos de explotación y ganancia.
Lectura orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»
86.
El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la
exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como
factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente,
en los diferentes ministerios y estados de vida, con
particular referencia a la lectio divina.[290]
En efecto, la Palabra de Dios está en la base de toda
espiritualidad auténticamente cristiana. Con ello, los
Padres sinodales han seguido la línea de lo que afirma la
Constitución dogmática
Dei Verbum:
«Todos los fieles... acudan de buena gana al texto mismo: en
la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura
espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios,
que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con
aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia.
Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe
acompañar la oración».[291]
La reflexión conciliar pretendía retomar la gran tradición
patrística, que ha recomendado siempre acercarse a la
Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: «Tu
oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla;
cuando oras, hablas tú a Dios».[292]
Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la
Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más
incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la
oración. En efecto, está convencido de que la vía
privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da
una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él.
En la Carta a Gregorio, el gran teólogo alejandrino
recomienda: «Dedícate a la lectio de las divinas
Escrituras; aplícate a esto con perseverancia. Esfuérzate en
la lectio con la intención de creer y de agradar a
Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una
puerta cerrada, llama y te abrirá el guardián, del que Jesús
ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote así a la
lectio divina, busca con lealtad y confianza
inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras,
que se encierra en ellas con abundancia. Pero no has de
contentarte con llamar y buscar. Para comprender las cosas
de Dios te es absolutamente necesaria la oratio.
Precisamente para exhortarnos a ella, el Salvador no
solamente nos ha dicho: “Buscad y hallaréis”, “llamad y se
os abrirá”, sino que ha añadido: “Pedid y recibiréis”».[293]
A este propósito, no obstante, se ha de evitar el riesgo
de un acercamiento individualista, teniendo presente que
la Palabra de Dios se nos da precisamente para construir
comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia
Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno,
pero también es una Palabra que construye comunidad, que
construye la Iglesia. Por tanto, hemos de acercarnos al
texto sagrado en la comunión eclesial. En efecto, «es
muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo
de la Sagrada Escritura es el Pueblo de Dios, es la
Iglesia... La Escritura no pertenece al pasado, dado que su
sujeto, el Pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es
siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra
viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la
Sagrada Escritura y escuchar la Sagrada Escritura en la
comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes
testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta
los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy».[294]
Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el
lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la
Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre
de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la
Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante,
personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a
la celebración eucarística. Así como la adoración
eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia
eucarística,[295]
así también la lectura orante personal y comunitaria
prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con
la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico. Al
poner tan estrechamente en relación lectio y
liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de
orientar esta lectura en el contexto de la pastoral y la
vida espiritual del Pueblo de Dios.
87.
En los documentos que han preparado y acompañado el Sínodo,
se ha hablado de muchos métodos para acercarse a las
Sagradas Escrituras con fruto y en la fe. Sin embargo, se ha
prestado una mayor atención a la lectio divina, que
es verdaderamente «capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro
de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con
Cristo, Palabra divina y viviente».[296]
Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos
fundamentales: se comienza con la lectura (lectio)
del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de
su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí
mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el
texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca
de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio)
en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico
a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también
comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues
no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el
pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al
momento de la oración (oratio), que supone la
pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a
su Palabra? La oración como petición, intercesión,
agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la
Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina
concluye con la contemplación (contemplatio), durante
la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al
juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de
la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?
San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: «No os
ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación
de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad
de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). En
efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una
visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en
nosotros «la mente de Cristo» (1 Co 2,16). La Palabra
de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento,
«es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo,
penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu,
coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del
corazón» (Hb 4,12). Conviene recordar, además, que la
lectio divina no termina su proceso hasta que no se
llega a la acción (actio), que mueve la vida del
creyente a convertirse en don para los demás por la caridad.
Encontramos sintetizadas y resumidas estas fases de manera
sublime en la figura de la Madre de Dios. Modelo para todos
los fieles de acogida dócil de la divina Palabra, Ella
«conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc
2,19; cf. 2,51). Sabía encontrar el lazo profundo que
une en el gran designio de Dios acontecimientos, acciones y
detalles aparentemente desunidos.[297]
Quisiera mencionar también lo recomendado durante el Sínodo
sobre la importancia de la lectura personal de la Escritura
como práctica que contempla la posibilidad, según las
disposiciones habituales de la Iglesia, de obtener
indulgencias, tanto para sí como para los difuntos.[298]
La práctica de la indulgencia[299]
implica la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, que
la Iglesia como ministra de la redención dispensa y aplica,
pero implica también la doctrina de la comunión de los
santos, y nos dice «lo íntimamente unidos que estamos en
Cristo unos con otros y lo mucho que la vida sobrenatural de
uno puede ayudar a los demás».[300]
En esta perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos
ayuda en el camino de penitencia y conversión, nos permite
profundizar en el sentido de la pertenencia eclesial y nos
sustenta en una familiaridad más grande con Dios. Como dice
San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas Escrituras
en nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre
vuelve a pasear con Dios en el paraíso.[301]
Palabra de Dios y oración mariana
88.
Al recordar la relación inseparable entre la Palabra de Dios
y María de Nazaret, junto con los Padres sinodales, invito a
promover entre los fieles, sobre todo en la vida familiar,
las plegarias marianas, como una ayuda para meditar los
santos misterios narrados por la Escritura. Un medio de gran
utilidad, por ejemplo, es el rezo personal y comunitario del
santo Rosario,[302]
que recorre junto a María los misterios de la vida de
Cristo,[303]
y que el Papa Juan Pablo II ha querido enriquecer con los
misterios de la luz.[304]
Es conveniente que se acompañe el anuncio de cada misterio
con breves pasajes de la Biblia relacionados con el misterio
enunciado, para favorecer así la memorización de algunas
expresiones significativas de la Escritura relacionadas con
los misterios de la vida de Cristo.
El Sínodo, además, ha recomendado promover entre los fieles
el rezo del Angelus Domini. Es una oración sencilla y
profunda que nos permite «rememorar cotidianamente el
misterio del Verbo Encarnado».[305]
Es conveniente, además, que el Pueblo de Dios, las familias
y las comunidades de personas consagradas, sean fieles a
esta plegaria mariana, que la tradición nos invita a recitar
por la mañana, a mediodía y en el ocaso. En el rezo del
Angelus Domini pedimos a Dios que, por intercesión de
María, nos sea dado también a nosotros el cumplir como Ella
la voluntad de Dios y acoger en nosotros su Palabra. Esta
práctica puede ayudarnos a reforzar un auténtico amor al
misterio de la Encarnación.
Merecen también ser conocidas, estimadas y difundidas
algunas antiguas plegarias del oriente cristiano que,
refiriéndose a la Theotokos, a la Madre de Dios,
recorren toda la historia de la salvación. Nos referimos
especialmente al Akathistos y a la Paraklesis.
Son himnos de alabanza cantados en forma de letanía,
impregnados de fe eclesial y de referencias bíblicas, que
ayudan a los fieles a meditar con María los misterios de
Cristo. En particular, el venerable himno a la Madre de
Dios, llamado Akathistos –es decir, cantado
permaneciendo en pie–, representa una de las más altas
expresiones de piedad mariana de la tradición bizantina.[306]
Orar con estas palabras ensancha el alma y la dispone para
la paz que viene de lo alto, de Dios, esa paz que es Cristo
mismo, nacido de María para nuestra salvación.
Palabra de Dios y Tierra Santa
89.
Al considerar que el Verbo de Dios se hizo carne en el seno
de María de Nazaret, nuestro corazón se vuelve ahora a
aquella Tierra en la que se ha cumplido el misterio de
nuestra redención, y desde la que se ha difundido la Palabra
de Dios hasta los confines del mundo. En efecto, el Verbo se
ha encarnado por obra del Espíritu Santo en un momento
preciso y en un lugar concreto, en una franja de tierra
fronteriza del imperio romano. Por tanto, cuanto más vemos
la universalidad y la unicidad de la persona de Cristo,
tanto más miramos con gratitud aquella Tierra, en la que
Jesús ha nacido, ha vivido y se ha entregado a sí mismo por
todos nosotros. Las piedras sobre las que ha caminado
nuestro Redentor están cargadas de memoria para nosotros y
siguen “gritando” la Buena Nueva. Por eso, los Padres
sinodales han recordado la feliz expresión en la que se
llama a Tierra Santa «el quinto Evangelio».[307]
Es muy importante que, no obstante las dificultades, haya en
aquellos lugares comunidades cristianas. El Sínodo de los
Obispos expresa su profunda cercanía a todos los cristianos
que viven en la Tierra de Jesús, testimoniando la fe en el
Resucitado. En ella, los cristianos están llamados no sólo a
servir como «un faro de fe para la Iglesia universal, sino
también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la
vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue
siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa».[308]
La Tierra Santa sigue siendo todavía hoy meta de
peregrinación del pueblo cristiano, como gesto de oración y
penitencia, como atestiguan ya en la antigüedad autores como
san Jerónimo.[309]
Cuanto más dirigimos la mirada y el corazón a la Jerusalén
terrenal, más se inflama en nosotros tanto el deseo de la
Jerusalén celestial, verdadera meta de toda peregrinación,
como la pasión de que el nombre de Jesús, el único que puede
salvar, sea reconocido por todos (cf. Hch 4,12).
TERCERA PARTE
VERBUM MUNDO
«A Dios nadie le ha visto jamás:
El Hijo único, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer» (Jn
1,18)
La misión de la Iglesia:
anunciar la palabra de Dios al mundo
La Palabra del Padre y hacia el Padre
90.
San Juan destaca con fuerza la paradoja fundamental de la fe
cristiana: por un lado afirma que «a Dios, nadie lo ha visto
jamás» (Jn1,18; cf. 1 Jn 4,12).
Nuestras imágenes, conceptos o palabras, en modo alguno
pueden definir o medir la realidad infinita del Altísimo. Él
permanece siendo el Deus semper maior. Por otro lado,
afirma que realmente el Verbo «se hizo carne» (Jn1,14).
El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ha
revelado al Dios que «nadie ha visto jamás» (cf. Jn
1,18). Jesucristo acampa entre nosotros «lleno de gracia y
de verdad» (Jn1,14), que recibimos por medio de Él
(cf. Jn 1,17); en efecto, «de su plenitud todos hemos
recibido gracia tras gracia» (Jn1,16). De este modo,
el evangelista Juan, en el Prólogo, contempla al Verbo desde
su estar junto a Dios hasta su hacerse carne y su vuelta al
seno del Padre, llevando consigo nuestra misma humanidad,
que Él ha asumido para siempre. En este salir del Padre y
volver a Él (cf. Jn 13,3; 16,28; 17,8.10), el Verbo
se presenta ante nosotros como «Narrador» de Dios (cf. Jn
1,18). En efecto, dice san Ireneo de Lyon, el Hijo es el
«Revelador del Padre».[310]
Jesús de Nazaret, por decirlo así, es el «exegeta» de Dios
que «nadie ha visto jamás». «Él es imagen del Dios
invisible» (Col 1,15). Se cumple aquí la profecía de
Isaías sobre la eficacia de la Palabra del Dios: como la
lluvia y la nieve bajan desde el cielo para empapar la
tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no
volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi
encargo» (Is 55,10s). Jesucristo es esta Palabra
definitiva y eficaz que ha salido del Padre y ha vuelto a
Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad.
Anunciar al mundo el «Logos» de la esperanza
91.
El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que
transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las
cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne
como destinatarios de la revelación divina, sino
también como sus anunciadores. Él, el enviado del
Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38;
6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes
de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado
capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la
Palabra en todo el mundo. Ésta es la experiencia de la
primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la
Palabra mediante la predicación y el testimonio (cf. Hch
6,7). Quisiera referirme aquí, en particular, a la vida del
apóstol Pablo, un hombre poseído enteramente por el Señor
(cf. Flp 3,12) –«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo
quien vive en mí» (Ga 2,20)– y por su misión: «¡Ay de
mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16),
consciente de que en Cristo se ha revelado realmente la
salvación de todos los pueblos, la liberación de la
esclavitud del pecado para entrar en la libertad de los
hijos de Dios.
En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos
de la esperanza (cf. 1 P 3,15); el hombre
necesita la «gran esperanza» para poder vivir el propio
presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un
rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn13,1)».[311]
Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos
guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos
recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos,
para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o
no, necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los
tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva
hambre y nueva sed de las palabras del Señor (cf. Am
8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de
transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia.
De la Palabra de Dios surge la misión de la Iglesia
92.
El Sínodo de los Obispos ha reiterado con insistencia la
necesidad de fortalecer en la Iglesia la conciencia
misionera que el Pueblo de Dios ha tenido desde su origen.
Los primeros cristianos han considerado el anuncio misionero
como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la
fe: el Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno
y verdadero que se había manifestado en la historia de
Israel y, de manera definitiva, en su Hijo, dando así la
respuesta que todos los hombres esperan en lo más íntimo de
su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que
su fe no pertenecía a una costumbre cultural particular, que
es diferente en cada pueblo, sino al ámbito de la verdad que
concierne por igual a todos los hombres.
Es de nuevo san Pablo quien, con su vida, nos aclara el
sentido de la misión cristiana y su genuina universalidad.
Pensemos en el episodio del Areópago de Atenas narrado por
los Hechos de los Apóstoles (cf. 17,16-34). En
efecto, el Apóstol de las gentes entra en diálogo con
hombres de culturas diferentes, consciente de que el
misterio de Dios, conocido o desconocido, que todo hombre
percibe aunque sea de manera confusa, se ha revelado
realmente en la historia: «Eso que adoráis sin conocerlo, os
lo anuncio yo» (Hch 17,23). En efecto, la novedad del
anuncio cristiano es la posibilidad de decir a todos los
pueblos: «Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está
abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano
no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha
revelado».[312]
Palabra y Reino de Dios
93.
Por lo tanto, la misión de la Iglesia no puede ser
considerada como algo facultativo o adicional de la vida
eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu Santo nos
asimile a Cristo mismo, participando así en su misma misión:
«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn20,21),
para comunicar la Palabra con toda la vida. Es la Palabra
misma la que nos lleva hacia los hermanos; es la Palabra que
ilumina, purifica, convierte. Nosotros no somos más que
servidores.
Es necesario, pues, redescubrir cada vez más la urgencia y
la belleza de anunciar la Palabra para que llegue el Reino
de Dios, predicado por Cristo mismo. Renovamos en este
sentido la conciencia, tan familiar a los Padres de la
Iglesia, de que el anuncio de la Palabra tiene como
contenido el Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15), que es
la persona misma de Jesús (la Autobasileia),
como recuerda sugestivamente Orígenes.[313]
El Señor ofrece la salvación a los hombres de toda época.
Todos nos damos cuenta de la necesidad de que la luz de
Cristo ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la
familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre
y los otros sectores de la vida social.[314]
No se trata de anunciar una palabra sólo de consuelo, sino
que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible
el encuentro con Él, por el cual florece una humanidad
nueva.
Todos los bautizados responsables del anuncio
94.
Puesto que todo el Pueblo de Dios es un pueblo «enviado», el
Sínodo ha reiterado que «la misión de anunciar la Palabra de
Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo,
como consecuencia de su bautismo».[315]
Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta
responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental
al Cuerpo de Cristo. Se debe despertar esta conciencia en
cada familia, parroquia, comunidad, asociación y movimiento
eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión, es toda
ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está
llamado a dar una contribución incisiva al anuncio
cristiano.
Los Obispos y sacerdotes, por su propia
misión, son los primeros llamados a una vida dedicada al
servicio de la Palabra, a anunciar el Evangelio, a celebrar
los sacramentos y a formar a los fieles en el conocimiento
auténtico de las Escrituras. También los diáconos han
de sentirse llamados a colaborar, según su misión, en este
compromiso de evangelización.
La vida consagrada brilla en toda la historia de la
Iglesia por su capacidad de asumir explícitamente la tarea
del anuncio y la predicación de la Palabra de Dios, tanto en
la missio ad gentes como en las más difíciles
situaciones, con disponibilidad también para las nuevas
condiciones de evangelización, emprendiendo con ánimo y
audacia nuevos itinerarios y nuevos desafíos para anunciar
eficazmente la Palabra de Dios.[316]
Los laicos están llamados a ejercer su tarea
profética, que se deriva directamente del bautismo, y a
testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana dondequiera
que se encuentren. A este propósito, los Padres sinodales
han expresado «la más viva estima y gratitud, junto con su
aliento, por el servicio a la evangelización que muchos
laicos, y en particular las mujeres, ofrecen con generosidad
y tesón en las comunidades diseminadas por el mundo, a
ejemplo de María Magdalena, primer testigo de la alegría
pascual».[317]
El Sínodo reconoce con gratitud, además, que los movimientos
eclesiales y las nuevas comunidades son en la Iglesia una
gran fuerza para la obra evangelizadora en este tiempo,
impulsando a desarrollar nuevas formas de anunciar el
Evangelio.[318]
Necesidad de la «missio ad gentes»
95.
Al exhortar a todos los fieles al anuncio de la Palabra
divina, los Padres sinodales han reiterado también la
necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la
missio ad gentes. La Iglesia no puede limitarse en
modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que
ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es
una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial.
Además, los Padres han manifestado su firme convicción de
que la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo
hombre necesita en cualquier época. Por eso, el anuncio debe
ser explícito. La Iglesia ha de ir hacia todos con la fuerza
del Espíritu (cf. 1 Co 2,5), y seguir defendiendo
proféticamente el derecho y la libertad de las personas de
escuchar la Palabra de Dios, buscando los medios más
eficaces para proclamarla, incluso con riesgo de sufrir
persecución.[319]
La Iglesia se siente obligada con todos a anunciar la
Palabra que salva (cf. Rm 1,14).
Anuncio y nueva evangelización
96.
El Papa Juan Pablo II, en la línea de lo que el Papa Pablo
VI dijo en la Exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi,
llamó de muchas maneras la atención de los fieles sobre la
necesidad de un nuevo tiempo misionero para todo el Pueblo
de Dios.[320]
Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía muchos
pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también
muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a
anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que
puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio.
Tantos hermanos están «bautizados, pero no suficientemente
evangelizados».[321]
Con frecuencia, naciones un tiempo ricas en fe y vocaciones
van perdiendo su propia identidad, bajo la influencia de una
cultura secularizada.[322]
La exigencia de una nueva evangelización, tan fuertemente
sentida por mi venerado Predecesor, ha de ser confirmada sin
temor, con la certeza de la eficacia de la Palabra divina.
La Iglesia, segura de la fidelidad de su Señor, no se cansa
de anunciar la Buena Nueva del Evangelio e invita a todos
los cristianos a redescubrir el atractivo del seguimiento de
Cristo.
Palabra de Dios y testimonio cristiano
97.
El inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad
de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para
poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu
Santo, protagonista de toda evangelización, nunca dejará de
guiar a la Iglesia de Cristo en este cometido. Sin embargo,
es importante que toda modalidad de anuncio tenga presente,
ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de
la Palabra de Dios y testimonio cristiano. De
esto depende la credibilidad misma del anuncio. Por una
parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el
Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que,
con el testimonio, se dé credibilidad a esta Palabra, para
que no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más
bien como algo que se puede vivir y que hace vivir. Esta
reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el
modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la
encarnación de su Verbo. La Palabra de Dios llega a los
hombres «por el encuentro con testigos que la hacen presente
y viva».[323]
De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser
introducidas a la Palabra de Dios «a través del encuentro y
el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva
de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial».[324]
Hay una estrecha relación entre el testimonio de la
Escritura, como afirmación de la Palabra que Dios pronuncia
por sí mismo, y el testimonio de vida de los creyentes. Uno
implica y lleva al otro. El testimonio cristiano comunica la
Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, a su vez,
explica el testimonio que los cristianos están llamados a
dar con la propia vida. De este modo, quienes encuentran
testigos creíbles del Evangelio se ven movidos así a
constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la
acogen.
98.
En esta circularidad entre testimonio y Palabra comprendemos
las afirmaciones del Papa Pablo VI en la Exhortación
apostólica
Evangelii nuntiandi.
Nuestra responsabilidad no se limita a sugerir al mundo
valores compartidos; hace falta que se llegue al anuncio
explícito de la Palabra de Dios. Sólo así seremos fieles al
mandato de Cristo: «La Buena Nueva proclamada por el
testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano,
proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización
verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la
vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de
Nazaret, Hijo de Dios».[325]
Que el anuncio de la Palabra de Dios requiere el testimonio
de la propia vida es algo que la conciencia cristiana ha
tenido bien presente desde sus orígenes. Cristo mismo es
testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14), testigo de
la Verdad (cf. Jn 18,37). A este respecto, quisiera
hacerme eco de los innumerables testimonios que hemos tenido
la gracia de escuchar durante la Asamblea sinodal. Nos hemos
sentido muy conmovidos ante las intervenciones de los que
han sabido vivir la fe y dar también testimonio espléndido
del Evangelio, incluso bajo regímenes adversos al
cristianismo o en situaciones de persecución.
Todo esto no nos debe dar miedo. Jesús mismo dijo a sus
discípulos: «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han
perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn15,20).
Por tanto, deseo elevar a Dios con toda la Iglesia un himno
de alabanza por el testimonio de muchos hermanos y hermanas
que también en nuestro tiempo han dado la vida para
comunicar la verdad del amor de Dios, que se nos ha revelado
en Cristo crucificado y resucitado. Además, manifiesto la
gratitud de toda la Iglesia por los cristianos que no se
rinden ante los obstáculos y las persecuciones a causa del
Evangelio. Y nos unimos estrechamente, con afecto profundo y
solidario, a los fieles de todas aquellas comunidades
cristianas, que en estos tiempos, especialmente en Asia y en
África, arriesgan la vida o son marginados de la sociedad a
causa de la fe. Vemos realizarse aquí el espíritu de las
bienaventuranzas del Evangelio, para los que son perseguidos
a causa del Señor Jesús (cf. Mt 5,11). Al mismo
tiempo, no dejamos de levantar nuestra voz para que los
gobiernos de las naciones garanticen a todos la libertad de
conciencia y religión, así como el poder testimoniar también
públicamente su propia fe.[326]
Palabra de Dios y compromiso en el mundo
Servir a Jesús en sus «humildes hermanos» (Mt 25,40)
99.
La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la
conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues
toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de
Dios: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos
los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y
serán reunidas ante él todas las naciones» (Mt
25,31-32). En nuestro tiempo, con frecuencia nos detenemos
superficialmente ante el valor del instante que pasa, como
si fuera irrelevante para el futuro. Por el contrario, el
Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra
existencia es importante y debe ser vivido intensamente,
sabiendo que todos han de rendir cuentas de su propia vida.
En el capítulo veinticinco del Evangelio de Mateo, el
Hijo del hombre considera que todo lo que hacemos o dejamos
de hacer a uno sólo de sus «humildes hermanos» (25,41.45),
se lo hacemos o dejamos de hacérselo a Él: «Tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui
forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis,
enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme»
(25,35-36). Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la
necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra
responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al
anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer
el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación
y la paz.
Palabra de Dios y compromiso por la justicia en la sociedad
100.
La Palabra de Dios impulsa al hombre a entablar relaciones
animadas por la rectitud y la justicia; da fe del valor
precioso ante Dios de todos los esfuerzos del hombre por
construir un mundo más justo y más habitable.[327]
La misma Palabra de Dios denuncia sin ambigüedades las
injusticias y promueve la solidaridad y la igualdad.[328]
Por eso, a la luz de las palabras del Señor, reconocemos los
«signos de los tiempos» que hay en la historia y no rehuimos
el compromiso en favor de los que sufren y son víctimas del
egoísmo. El Sínodo ha recordado que el compromiso por la
justicia y la transformación del mundo forma parte de la
evangelización. Como dijo el Papa Pablo VI, se trata «de
alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos
de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que
están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio
de salvación».[329]
A este respecto, los Padres sinodales han pensado
particularmente en los que están comprometidos en la vida
política y social. La evangelización y la difusión de la
Palabra de Dios han de inspirar su acción en el mundo en
busca del verdadero bien de todos, en el respeto y la
promoción de la dignidad de cada persona. Ciertamente, no es
una tarea directa de la Iglesia el crear una sociedad más
justa, aunque le corresponde el derecho y el deber de
intervenir sobre las cuestiones éticas y morales que
conciernen al bien de las personas y los pueblos. Es sobre
todo a los fieles laicos, educados en la escuela del
Evangelio, a quienes corresponde la tarea de intervenir
directamente en la acción social y política. Por eso, el
Sínodo recomienda promover una adecuada formación según los
principios de la Doctrina social de la Iglesia.[330]
101.
Además, deseo llamar la atención de todos sobre la
importancia de defender y promover los derechos humanos
de cada persona, fundados en la ley natural inscrita en
el corazón del hombre y que, como tales, son «universales,
inviolables, inalienables».[331]
La Iglesia espera que, mediante la afirmación de estos
derechos, se reconozca más eficazmente y se promueva
universalmente la dignidad humana,[332]
como característica impresa por Dios Creador en su criatura,
asumida y redimida por Jesucristo por su encarnación, muerte
y resurrección. Por eso, la difusión de la Palabra de Dios
refuerza la afirmación y el respeto de estos derechos.[333]
Anuncio de la Palabra de Dios, reconciliación y paz entre
los pueblos
102.
Entre los múltiples ámbitos de compromiso, el Sínodo ha
recomendado ardientemente la promoción de la reconciliación
y la paz. En el contexto actual, es necesario más que nunca
redescubrir la Palabra de Dios como fuente de reconciliación
y paz, porque en ella Dios reconcilia en sí todas las cosas
(cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10): Cristo «es
nuestra paz» (Ef 2,14), que derriba los muros de
división. En el Sínodo, muchos testimonios han documentado
los graves y sangrientos conflictos, así como las tensiones
que hay en nuestro planeta. A veces, dichas hostilidades
parecen tener un aspecto de conflicto interreligioso. Una
vez más, deseo reiterar que la religión nunca puede
justificar intolerancia o guerras. No se puede utilizar la
violencia en nombre de Dios.[334]
Toda religión debería impulsar un uso correcto de la razón y
promover valores éticos que edifican la convivencia civil.
Fieles a la obra de reconciliación consumada por Dios en
Jesucristo, crucificado y resucitado, los católicos y todos
los hombres de buena voluntad han de comprometerse a dar
ejemplo de reconciliación para construir una sociedad justa
y pacífica.[335]
Nunca olvidemos que «donde las palabras humanas son
impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la
violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra
de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que
debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz».[336]
La Palabra de Dios y la caridad efectiva
103.
El compromiso por la justicia, la reconciliación y la paz
tiene su última raíz y su cumplimiento en el amor que Cristo
nos ha revelado. Al escuchar los testimonios aportados en el
Sínodo, hemos prestado más atención a la relación que hay
entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio
desinteresado a los hermanos; todos los creyentes han de
comprender «la necesidad de traducir en gestos de amor la
Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el
anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas
que marcan a las personas».[337]
Jesús pasó por este mundo haciendo el bien (cf. Hch
10,38). Escuchando con disponibilidad la Palabra de Dios en
la Iglesia, se despierta «la caridad y la justicia para
todos, sobre todo para los pobres».[338]
Nunca se ha de olvidar que «el amor –caritas– siempre
será necesario, incluso en la sociedad más justa... Quien
intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse
del hombre en cuanto hombre».[339]
Exhorto, por tanto, a todos los fieles a meditar con
frecuencia el himno a la caridad escrito por el Apóstol
Pablo, y a dejarse inspirar por él: «el amor es comprensivo,
el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume
ni se engríe; no es mal educado, ni egoísta; no se irrita,
no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no
pasa nunca» (1 Co 13,4-8).
Por tanto, el amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios,
nos debe tener constantemente comprometidos, personalmente y
como comunidad eclesial, local y universal. Dice san
Agustín: «La plenitud de la Ley y de todas las divinas
Escrituras es el amor... El que cree, pues, haber entendido
las Escrituras, o alguna parte de ellas, y con esta
comprensión no edifica este doble amor de Dios y del
prójimo, aún no las entendió».[340]
Anuncio de la Palabra de Dios y los jóvenes
104.
El Sínodo ha prestado una atención particular al anuncio de
la Palabra divina a las nuevas generaciones. Los jóvenes son
ya desde ahora miembros activos de la Iglesia y representan
su futuro. En ellos encontramos a menudo una apertura
espontánea a la escucha de la Palabra de Dios y un deseo
sincero de conocer a Jesús. En efecto, en la edad de la
juventud, surgen de modo incontenible y sincero preguntas
sobre el sentido de la propia vida y sobre qué dirección dar
a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo Dios
sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo
juvenil implica la valentía de un anuncio claro; hemos de
ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y
familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea como una
brújula que indica la vía a seguir.[341]
Para ello, necesitan testigos y maestros, que caminen con
ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez el
Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose
ellos mismos en auténticos y creíbles anunciadores.[342]
Es preciso que se presente la divina Palabra también con sus
implicaciones vocacionales, para ayudar y orientar así a los
jóvenes en sus opciones de vida, incluida la de una
consagración total.[343]
Auténticas vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio
encuentran terreno propicio en el contacto fiel con la
Palabra de Dios. Repito también hoy la invitación que hice
al comienzo de mi pontificado de abrir las puertas a Cristo:
«Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada
–absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y
grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de
la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las
grandes potencialidades de la condición humana... Queridos
jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo
da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí,
abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y
encontraréis la verdadera vida».[344]
Anuncio de la Palabra de Dios y los emigrantes
105.
La Palabra de Dios nos hace estar atentos a la historia y a
todo lo nuevo que brota en ella. Por eso, el Sínodo, en
relación con la misión evangelizadora de la Iglesia, ha
querido prestar atención también al complejo fenómeno de la
emigración, que en estos años ha adquirido proporciones
inéditas. En este punto se plantean cuestiones sumamente
delicadas sobre la seguridad de las naciones y la
acogida que se ha de ofrecer a los que buscan refugio,
mejores condiciones de vida, salud y trabajo. Gran número de
personas, que no conocen a Cristo o tienen una imagen suya
inadecuada, se establecen en países de tradición cristiana.
Al mismo tiempo, otras procedentes de pueblos profundamente
marcados por la fe cristiana emigran a países donde se
necesita llevar el anuncio de Cristo y de una nueva
evangelización. Estas situaciones ofrecen nuevas
posibilidades para la difusión de la Palabra de Dios. A este
propósito, los Padres sinodales han afirmado que los
emigrantes tienen el derecho de escuchar el kerigma,
que se les ha de proponer, pero nunca imponer. Si son
cristianos, necesitan una asistencia pastoral adecuada para
reforzar su fe y para que ellos mismos sean portadores del
anuncio evangélico. Conscientes de la complejidad del
fenómeno, es preciso que las diócesis interesadas se
movilicen, con el fin de que los movimientos migratorios
sean considerados también una ocasión para descubrir nuevas
modalidades de presencia y anuncio, y se proporcione, según
las propias posibilidades, una adecuada acogida y animación
de estos hermanos nuestros para que, tocados por la Buena
Nueva, se hagan ellos mismos anunciadores de la Palabra de
Dios y testigos de Jesús Resucitado, esperanza del mundo.[345]
Anuncio de la Palabra de Dios y los que sufren
106.
Durante los trabajos sinodales, los Padres han puesto su
atención también en la necesidad de anunciar la Palabra de
Dios a todos los que padecen sufrimiento físico, psíquico o
espiritual. En efecto, en el momento del dolor es cuando
surgen de manera más aguda en el corazón del hombre las
preguntas últimas sobre el sentido de la propia vida.
Mientras la palabra del hombre parece enmudecer ante el
misterio del mal y del dolor, y nuestra sociedad parece
valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado
de eficiencia y bienestar, la Palabra de Dios nos revela que
también las circunstancias adversas son misteriosamente
«abrazadas» por la ternura de Dios. La fe que nace del
encuentro con la divina Palabra nos ayuda a considerar la
vida humana como digna de ser vivida en plenitud también
cuando está aquejada por el mal. Dios ha creado al
hombre para la felicidad y para la vida, mientras que la
enfermedad y la muerte han entrado en el mundo como
consecuencia del pecado (cf. Sb 2,23-24). Pero el
Padre de la vida es el médico del hombre por excelencia y no
deja de inclinarse amorosamente sobre la humanidad afligida.
El culmen de la cercanía de Dios al sufrimiento del hombre
lo contemplamos en Jesús mismo, que es «Palabra encarnada.
Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte asumió y
transformó hasta el fondo nuestra debilidad».[346]
La cercanía de Jesús a los que sufren no se ha interrumpido,
se prolonga en el tiempo por la acción del Espíritu Santo en
la misión de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos,
en los hombres de buena voluntad, en las actividades de
asistencia que las comunidades promueven con caridad
fraterna, enseñando así el verdadero rostro de Dios y su
amor. El Sínodo da gracias a Dios por estos testimonios
espléndidos, a menudo escondidos, de tantos cristianos
–sacerdotes, religiosos y laicos– que han prestado y siguen
prestando sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo,
verdadero médico de los cuerpos y las almas. El Sínodo
exhorta a continuar prestando ayuda a las personas enfermas,
llevándoles la presencia vivificante del Señor Jesús en la
Palabra y en la Eucaristía. Que se les ayude a leer la
Escritura y a descubrir que, precisamente en su condición,
pueden participar de manera particular en el sufrimiento
redentor de Cristo para la salvación del mundo (cf. 2 Co
4,8-11.14).[347]
Anuncio de la Palabra de Dios y los pobres
107.
La Sagrada Escritura manifiesta la predilección de Dios por
los pobres y necesitados (cf. Mt 25,31-46).
Frecuentemente, los Padres sinodales han vuelto a recordar
la necesidad de que el anuncio evangélico y el esfuerzo de
los pastores y las comunidades se dirija a estos hermanos
nuestros. En efecto, «los primeros que tienen derecho al
anuncio del Evangelio son precisamente los pobres, no sólo
necesitados de pan, sino también de palabras de
vida».[348]
La diaconía de la caridad, que nunca ha de faltar en
nuestras Iglesias, ha de estar siempre unida al anuncio de
la Palabra y a la celebración de los sagrados misterios.[349]
Al mismo tiempo, se ha de reconocer y valorar el hecho de
que los mismos pobres son también agentes de evangelización.
En la Biblia, el verdadero pobre es el que se confía
totalmente a Dios, y Jesús mismo llama en el Evangelio
bienaventurados a los pobres, «porque de ellos es el
Reino de los cielos» (Mt 5,3; cf. Lc 6,20). El
Señor ensalza la sencillez de corazón de quien reconoce a
Dios como la verdadera riqueza, pone en Él la propia
esperanza, y no en los bienes de este mundo. La Iglesia no
puede decepcionar a los pobres: «Los pastores están llamados
a escucharlos, a aprender de ellos, a guiarlos en su fe y a
motivarlos para que sean artífices de su propia historia».[350]
La Iglesia es también consciente de que existe una
pobreza como virtud, que se ha de ejercitar y elegir
libremente, como lo han hecho muchos santos; y de que existe
una miseria, que con frecuencia es el resultado de
injusticias y provocada por el egoísmo, que comporta
indigencia y hambre, y favorece los conflictos. Cuando la
Iglesia anuncia la Palabra de Dios, sabe que se ha de
favorecer un «círculo virtuoso» entre la pobreza «que
conviene elegir» y la pobreza «que es preciso
combatir», redescubriendo «la sobriedad y la
solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo
universales… Esto implica opciones de justicia y de
sobriedad».[351]
Palabra de Dios y salvaguardia de la Creación
108.
El compromiso en el mundo requerido por la divina Palabra
nos impulsa a mirar con ojos nuevos el cosmos que, creado
por Dios, lleva en sí la huella del Verbo, por quien todo
fue hecho (cf. Jn 1,2). En efecto, como creyentes y
anunciadores del Evangelio tenemos también una
responsabilidad con respecto a la creación. La revelación, a
la vez que nos da a conocer el plan de Dios sobre el cosmos,
nos lleva también a denunciar las actitudes equivocadas del
hombre cuando no reconoce todas las cosas como reflejo del
Creador, sino como mera materia para manipularla sin
escrúpulos. De este modo, el hombre carece de esa humildad
esencial que le permite reconocer la creación como don de
Dios, que se ha de acoger y usar según sus designios. Por el
contrario, la arrogancia del hombre que vive «como si Dios
no existiera», lleva a explotar y deteriorar la naturaleza,
sin reconocer en ella la obra de la Palabra creadora. En
esta perspectiva teológica, deseo retomar las afirmaciones
de los Padres sinodales, que han recordado que «acoger la
Palabra de Dios atestiguada en la sagrada Escritura y en la
Tradición viva de la Iglesia da lugar a un nuevo modo de ver
las cosas, promoviendo una ecología auténtica, que tiene su
raíz más profunda en la obediencia de la fe...,
desarrollando una renovada sensibilidad teológica sobre la
bondad de todas las cosas creadas en Cristo».[352]
El hombre necesita ser educado de nuevo en el asombro y el
reconocimiento de la belleza auténtica que se manifiesta en
las cosas creadas.[353]
Palabra de Dios y culturas
El valor de la cultura para la vida del hombre
109.
El anuncio joánico referente a la encarnación del Verbo,
revela la unión indisoluble entre la Palabra divina y
las palabras humanas, por las cuales se nos comunica.
En el marco de esta consideración, el Sínodo de los Obispos
se ha fijado en la relación entre Palabra de Dios y cultura.
En efecto, Dios no se revela al hombre en abstracto, sino
asumiendo lenguajes, imágenes y expresiones vinculadas a las
diferentes culturas. Es una relación fecunda, atestiguada
ampliamente en la historia de la Iglesia. Hoy, esta relación
entra también en una nueva fase, debido a que la
evangelización se extiende y arraiga en el seno de las
diferentes culturas, así como a los más recientes avances de
la cultura occidental. Esto exige, ante todo, que se
reconozca la importancia de la cultura para la vida de todo
hombre. En efecto, el fenómeno de la cultura, en sus
múltiples aspectos, se presenta como un dato constitutivo de
la experiencia humana: «El hombre vive siempre según una
cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los
hombres un lazo que les es también propio, determinando el
carácter inter-humano y social de la existencia humana».[354]
La Palabra de Dios ha inspirado a lo largo de los siglos las
diferentes culturas, generando valores morales
fundamentales, expresiones artísticas excelentes y estilos
de vida ejemplares.[355]
Por tanto, en la perspectiva de un renovado encuentro entre
Biblia y culturas, quisiera reiterar a todos los exponentes
de la cultura que no han de temer abrirse a la Palabra de
Dios; ésta nunca destruye la verdadera cultura, sino que
representa un estímulo constante en la búsqueda de
expresiones humanas cada vez más apropiadas y
significativas. Toda auténtica cultura, si quiere ser
realmente para el hombre, ha de estar abierta a la
transcendencia, en último término, a Dios.
La Biblia como un gran códice para las culturas
110.
Los Padres sinodales ha subrayado la importancia de
favorecer entre los agentes culturales un conocimiento
adecuado de la Biblia, incluso en los ambientes
secularizados y entre los no creyentes;[356]
la Sagrada Escritura contiene valores antropológicos y
filosóficos que han influido positivamente en toda la
humanidad.[357]
Se ha de recobrar plenamente el sentido de la Biblia como un
gran códice para las culturas.
El conocimiento de la Biblia en la escuela y la universidad
111.
Un ámbito particular del encuentro entre Palabra de Dios y
culturas es el de la escuela y la universidad.
Los Pastores han de prestar una atención especial a estos
ámbitos, promoviendo un conocimiento profundo de la Biblia
que permita captar sus fecundas implicaciones culturales
también para nuestro tiempo. Los centros de estudio
promovidos por entidades católicas dan una contribución
singular –que ha de ser reconocida– a la promoción de la
cultura y la instrucción. Además, no se debe descuidar la
enseñanza de la religión, formando esmeradamente a los
docentes. Ésta representa en muchos casos para los
estudiantes una ocasión única de contacto con el mensaje de
la fe. Conviene que en esta enseñanza se promueva el
conocimiento de la Sagrada Escritura, superando antiguos y
nuevos prejuicios, y tratando de dar a conocer su verdad.[358]
La Sagrada Escritura en las diversas manifestaciones
artísticas
112.
La relación entre Palabra de Dios y cultura se ha expresado
en obras de diversos ámbitos, en particular en el mundo
del arte. Por eso, la gran tradición de Oriente y
Occidente ha apreciado siempre las manifestaciones
artísticas inspiradas en la Sagrada Escritura como, por
ejemplo, las artes figurativas y la arquitectura, la
literatura y la música. Pienso también en el antiguo
lenguaje de los iconos, que desde la tradición
oriental se está difundiendo por el mundo entero. Con los
Padres sinodales, toda la Iglesia manifiesta su
consideración, estima y admiración por los artistas
«enamorados de la belleza», que se han dejado inspirar por
los textos sagrados; ellos han contribuido a la decoración
de nuestras iglesias, a la celebración de nuestra fe, al
enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo tiempo,
muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible
en el tiempo y en el espacio las realidades invisibles y
eternas.[359]
Exhorto a los organismos competentes a que se promueva en la
Iglesia una sólida formación de los artistas sobre la
Sagrada Escritura a la luz de la Tradición viva de la
Iglesia y el Magisterio.
Palabra de Dios y medios de comunicación social
113.
A la relación entre Palabra de Dios y culturas se
corresponde la importancia de emplear con atención e
inteligencia los medios de comunicación social, antiguos y
nuevos. Los Padres sinodales han recomendado un conocimiento
apropiado de estos instrumentos, poniendo atención a su
rápido desarrollo y alto grado de interacción, así como a
invertir más energías en adquirir competencia en los
diversos sectores, particularmente en los llamados new
media como, por ejemplo, internet. Existe ya una
presencia significativa por parte de la Iglesia en el mundo
de la comunicación de masas, y también el Magisterio
eclesial se ha expresado más de una vez sobre este tema a
partir del Concilio Vaticano II.[360]
La adquisición de nuevos métodos para transmitir el mensaje
evangélico forma parte del constante impulso evangelizadora
de los creyentes, y la comunicación se extiende hoy como una
red que abarca todo el globo, de modo que el requerimiento
de Cristo adquiere un nuevo sentido: «Lo que yo os digo de
noche, decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído
pregonadlo desde la azotea» (Mt 10,27). La Palabra
divina debe llegar no sólo a través del lenguaje escrito,
sino también mediante las otras formas de comunicación.[361]
Por eso, junto a los Padres sinodales, deseo agradecer a los
católicos que, con competencia, están comprometidos en una
presencia significativa en el mundo de los medios de
comunicación, animándolos a la vez a un esfuerzo más amplio
y cualificado.[362]
Entre las nuevas formas de comunicación de masas, hoy se
reconoce un papel creciente a internet, que
representa un nuevo foro para hacer resonar el Evangelio,
pero conscientes de que el mundo virtual nunca podrá
reemplazar al mundo real, y que la evangelización podrá
aprovechar la realidad virtual que ofrecen los new
media para establecer relaciones significativas sólo si
llega al contacto personal, que sigue siendo
insustituible. En el mundo de internet, que permite
que millones y millones de imágenes aparezcan en un número
incontable de pantallas de todo el mundo, deberá aparecer
el rostro de Cristo y oírse su voz, porque «si no hay
lugar para Cristo, tampoco hay lugar para el hombre».[363]
Biblia e inculturación
114.
El misterio de la Encarnación nos manifiesta, por una parte,
que Dios se comunica siempre en una historia concreta,
asumiendo las claves culturales inscritas en ella, pero, por
otra, la misma Palabra puede y tiene que transmitirse en
culturas diferentes, transfigurándolas desde dentro,
mediante lo que el Papa Pablo VI llamó la evangelización
de las culturas.[364]
La Palabra de Dios, como también la fe cristiana, manifiesta
así un carácter intensamente intercultural, capaz de
encontrar y de que se encuentren culturas diferentes.[365]
En este contexto, se entiende también el valor de la
inculturación del Evangelio.[366]
La Iglesia está firmemente convencida de la capacidad de la
Palabra de Dios para llegar a todas las personas humanas en
el contexto cultural en que viven: «Esta convicción emana de
la Biblia misma, que desde el libro del Génesis toma una
orientación universal (cf. Gn 1,27-28), la mantiene
luego en la bendición prometida a todos los pueblos gracias
a Abrahán y su descendencia (cf. Gn 12,3; 18,18) y la
confirma definitivamente extendiendo a “todas las naciones”
la evangelización».[367]
Por eso, la inculturación no ha de consistir en procesos de
adaptación superficial, ni en la confusión sincretista, que
diluye la originalidad del Evangelio para hacerlo más
fácilmente aceptable.[368]
El auténtico paradigma de la inculturación es la encarnación
misma del Verbo: «La “culturización” o “inculturación” que
promovéis con razón será verdaderamente un reflejo de la
encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y
regenerada por el Evangelio, genere de su propia tradición
viva expresiones originales de vida, celebración y
pensamiento cristianos»,[369]
haciendo fermentar desde dentro la cultura local,
valorizando los semina Verbi y todo lo que hay en
ella de positivo, abriéndola a los valores evangélicos.[370]
Traducciones y difusión de la Biblia
115.
Si la inculturación de la Palabra de Dios es parte
imprescindible de la misión de la Iglesia en el mundo, un
momento decisivo de este proceso es la difusión de la Biblia
a través del valioso trabajo de su traducción en las
diferentes lenguas. A este propósito, se ha de tener siempre
en cuenta que la traducción de las Escrituras comenzó «ya en
los tiempos del Antiguo Testamento, cuando se tradujo
oralmente el texto hebreo de la Biblia en arameo (Ne
8,8.12) y más tarde, por escrito, en griego. Una traducción,
en efecto, es siempre más que una simple trascripción del
texto original. El paso de una lengua a otra comporta
necesariamente un cambio de contexto cultural: los conceptos
no son idénticos y el alcance de los símbolos es diferente,
ya que ellos ponen en relación con otras tradiciones de
pensamiento y otras maneras de vivir».[371]
Durante los trabajos sinodales se ha debido constatar que
varias Iglesias locales no disponen de una traducción
integral de la Biblia en sus propias lenguas. Cuántos
pueblos tienen hoy hambre y sed de la Palabra de Dios, pero,
desafortunadamente, no tienen aún un «fácil acceso a la
sagrada Escritura»,[372]
como deseaba el Concilio Vaticano II. Por eso, el Sínodo
considera importante, ante todo, la formación de
especialistas que se dediquen a traducir la Biblia a las
diferentes lenguas.[373]
Animo a invertir recursos en este campo. En particular,
quisiera recomendar que se apoye el compromiso de la
Federación Bíblica Católica, para que se incremente más aún
el número de traducciones de la Sagrada Escritura y su
difusión capilar.[374]
Conviene que, dada la naturaleza de un trabajo como éste, se
lleve a cabo en lo posible en colaboración con las diversas
Sociedades Bíblicas.
La Palabra de Dios supera los límites de las culturas
116.
La Asamblea sinodal, en el debate sobre la relación entre
Palabra de Dios y culturas, ha sentido la exigencia de
reafirmar aquello que los primeros cristianos pudieron
experimentar desde el día de Pentecostés (cf. Hch
2,1-13). La Palabra divina es capaz de penetrar y de
expresarse en culturas y lenguas diferentes, pero la misma
Palabra transfigura los límites de cada cultura, creando
comunión entre pueblos diferentes. La Palabra del Señor nos
invita a una comunión más amplia. «Salimos de la limitación
de nuestras experiencias y entramos en la realidad que es
verdaderamente universal. Al entrar en la comunión con la
Palabra de Dios, entramos en la comunión de la Iglesia que
vive la Palabra de Dios... Es salir de los límites de cada
cultura para entrar en la universalidad que nos relaciona a
todos, que une a todos, que nos hace a todos hermanos».[375]Por
tanto, anunciar la Palabra de Dios exige siempre que
nosotros mismos seamos los primeros en emprender un renovado
éxodo, en dejar nuestros criterios y nuestra imaginación
limitada para dejar espacio en nosotros a la presencia de
Cristo.
Palabra de Dios y diálogo interreligioso
El valor del diálogo interreligioso
117.
La Iglesia reconoce como parte esencial del anuncio de la
Palabra el encuentro y la colaboración con todos los hombres
de buena voluntad, en particular con las personas
pertenecientes a las diferentes tradiciones religiosas,
evitando formas de sincretismo y relativismo, y siguiendo
los criterios indicados por la Declaración
Nostra aetate
del Concilio Vaticano II, desarrollados por el Magisterio
sucesivo de los sumos pontífices.[376]
El rápido proceso de globalización, característico de
nuestra época, hace que se viva en un contacto más estrecho
con personas de culturas y religiones diferentes. Se trata
de una oportunidad providencial para manifestar cómo el
auténtico sentido religioso puede promover entre los hombres
relaciones de hermandad universal. Es de gran importancia
que las religiones favorezcan en nuestras sociedades, con
frecuencia secularizadas, una mentalidad que vea en Dios
Todopoderoso el fundamento de todo bien, la fuente
inagotable de la vida moral, sustento de un sentido profundo
de hermandad universal.
Por ejemplo, en la tradición judeocristiana se encuentra el
sugestivo testimonio del amor de Dios por todos los pueblos
que, en la alianza establecida con Noé, reúne en un único
gran abrazo, simbolizado por el «arco en el cielo» (Gn
9,13.14.16), y que, según las palabras de los profetas,
quiere recoger en una única familia universal (cf. Is
2,2ss; 42,6; 66,18-21; Jr 4,2; Sal 47). De
hecho, en muchas grandes tradiciones religiosas se
encuentran testimonios de la íntima unión entre la relación
con Dios y la ética del amor por todos los hombres.
Diálogo entre cristianos y musulmanes
118.
Entre las diversas religiones, la Iglesia «mira también con
aprecio a los musulmanes, que reconocen la existencia de un
Dios único»;[377]
hacen referencia y dan culto a Dios, sobre todo con la
plegaria, la limosna y el ayuno. Reconocemos que en la
tradición del Islam hay muchas figuras, símbolos y temas
bíblicos. En continuidad con la importante obra del
Venerable Juan Pablo II, confío en que las relaciones
inspiradas en la confianza, que se han establecido desde
hace años entre cristianos y musulmanes, prosigan y se
desarrollen en un espíritu de diálogo sincero y respetuoso.[378]
En este diálogo, el Sínodo ha expresado el deseo de que se
profundice en el respeto de la vida como valor fundamental,
en los derechos inalienables del hombre y la mujer y su
igual dignidad. Teniendo en cuenta la distinción entre el
orden sociopolítico y el orden religioso, las religiones han
de ofrecer su aportación al bien común. El Sínodo pide a las
Conferencias Episcopales, donde sea oportuno y provechoso,
que favorezcan encuentros de conocimiento recíproco entre
cristianos y musulmanes, para promover los valores que
necesita la sociedad para una convivencia pacífica y
positiva.[379]
Diálogo con las demás religiones
119.
Además, deseo manifestar en esta circunstancia el respeto de
la Iglesia por las antiguas religiones y tradiciones
espirituales de los diversos Continentes; éstas contienen
valores de respeto y colaboración que pueden favorecer mucho
la comprensión entre las personas y los pueblos.[380]
Constatamos frecuentemente sintonías con valores expresados
también en sus libros religiosos como, por ejemplo, el
respeto de la vida, la contemplación, el silencio y la
sencillez en el Budismo; el sentido de lo sagrado, del
sacrificio y del ayuno en el Hinduismo, como también los
valores familiares y sociales en el Confucianismo. Vemos
además en otras experiencias religiosas una atención sincera
por la transcendencia de Dios, reconocido como el Creador,
así como también por el respeto de la vida, del matrimonio y
la familia, y un fuerte sentido de la solidaridad.
Diálogo y libertad religiosa
120.
Sin embargo, el diálogo no sería fecundo si éste no
incluyera también un auténtico respeto por cada persona,
para que pueda profesar libremente la propia religión. Por
eso, el Sínodo, a la vez que promueve la colaboración entre
los exponentes de las diversas religiones, recuerda también
«la necesidad de que se asegure de manera efectiva a todos
los creyentes la libertad de profesar su propia religión en
privado y en público, además de la libertad de conciencia».[381]
En efecto «el respeto y el diálogo requieren,
consiguientemente, la reciprocidad en todos los terrenos,
sobre todo en lo que concierne a las libertades
fundamentales, y en particular, a la libertad religiosa.
Favorecen la paz y el entendimiento entre los pueblos».[382]
CONCLUSIÓN
La palabra definitiva de Dios
121.
Al término de estas reflexiones con las que he querido
recoger y profundizar la riqueza de la
XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la
Iglesia, deseo exhortar una vez más a todo el Pueblo de
Dios, a los Pastores, a las personas consagradas y a los
laicos a esforzarse para tener cada vez más familiaridad con
la Sagrada Escritura. Nunca hemos de olvidar que el
fundamento de toda espiritualidad cristiana auténtica y viva
es la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y
meditada en la Iglesia. Esta relación con la divina
Palabra será tanto más intensa cuanto más seamos conscientes
de encontrarnos ante la Palabra definitiva de Dios sobre el
cosmos y sobre la historia, tanto en la Sagrada Escritura
como en la Tradición viva de la Iglesia.
Como nos hace contemplar el Prólogo del Evangelio de Juan,
todo el ser está bajo el signo de la Palabra. El Verbo sale
del Padre y viene a vivir entre los suyos, y retorna al seno
del Padre para llevar consigo a toda la creación que ha sido
creada en Él y para Él. La Iglesia vive ahora su misión en
expectante espera de la manifestación escatológica del
Esposo: «el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Ap
22,17). Esta espera nunca es pasiva, sino impulso misionero
para anunciar la Palabra de Dios que cura y redime a cada
hombre: también hoy, Jesús resucitado nos dice: «Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc
16,15).
Nueva evangelización y nueva escucha
122.
Por eso, nuestro tiempo ha de ser cada día más el de una
nueva escucha de la Palabra de Dios y de una nueva
evangelización. Redescubrir el puesto central de la
Palabra divina en la vida cristiana nos hace reencontrar de
nuevo así el sentido más profundo de lo que el Papa Juan
Pablo II ha pedido con vigor: continuar la missio ad
gentes y emprender con todas las fuerzas la nueva
evangelización, sobre todo en aquellas naciones donde el
Evangelio se ha olvidado o padece la indiferencia de cierta
mayoría a causa de una difundida secularización. Que el
Espíritu Santo despierte en los hombres hambre y sed de la
Palabra de Dios y suscite entusiastas anunciadores y
testigos del Evangelio.
A imitación del gran Apóstol de los Gentiles, que fue
transformado después de haber oído la voz del Señor (cf.
Hch 9,1-30), escuchemos también nosotros la divina
Palabra, que siempre nos interpela personalmente aquí y
ahora. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que el
Espíritu Santo «apartó» a Pablo y Bernabé para que
predicaran y difundieran la Buena Nueva (cf. 13,2). Así,
también hoy el Espíritu Santo llama incesantemente a oyentes
y anunciadores convencidos y persuasivos de la Palabra del
Señor.
La Palabra y la alegría
123.
Cuanto más sepamos ponernos a disposición de la Palabra
divina, tanto más podremos constatar que el misterio de
Pentecostés está vivo también hoy en la Iglesia de Dios. El
Espíritu del Señor sigue derramando sus dones sobre la
Iglesia para que seamos guiados a la verdad plena,
desvelándonos el sentido de las Escrituras y haciéndonos
anunciadores creíbles de la Palabra de salvación en el
mundo. Volvemos así a la Primera carta de san Juan.
En la Palabra de Dios, también nosotros hemos oído, visto y
tocado el Verbo de la Vida. Por gracia, hemos recibido el
anuncio de que la vida eterna se ha manifestado, de modo que
ahora reconocemos estar en comunión unos con otros, con
quienes nos han precedido en el signo de la fe y con todos
los que, diseminados por el mundo, escuchan la Palabra,
celebran la Eucaristía y dan testimonio de la caridad. La
comunicación de este anuncio –nos recuerda el apóstol Juan–
se nos ha dado «para que nuestra alegría sea completa» (1
Jn 1,4).
La Asamblea sinodal nos ha permitido experimentar también lo
que dice el mensaje joánico: el anuncio de la Palabra crea
comunión y es fuente de alegría. Una alegría
profunda que brota del corazón mismo de la vida trinitaria y
que se nos comunica en el Hijo. Una alegría que es un don
inefable que el mundo no puede dar. Se pueden organizar
fiestas, pero no la alegría. Según la Escritura, la alegría
es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), que nos
permite entrar en la Palabra y hacer que la Palabra divina
entre en nosotros trayendo frutos de vida eterna. Al
anunciar con la fuerza del Espíritu Santo la Palabra de
Dios, queremos también comunicar la fuente de la verdadera
alegría, no de una alegría superficial y efímera, sino de
aquella que brota del ser conscientes de que sólo el Señor
Jesús tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Mater Verbi et Mater laetitiae
124.
Esta íntima relación entre la Palabra de Dios y la alegría
se manifiesta claramente en la Madre de Dios. Recordemos las
palabras de santa Isabel: «Dichosa tú, que has creído,
porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc
1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y
en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios
para entregarlo al mundo. La alegría que recibe de la
Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe,
se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio
de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de
escucha y de gozo. Jesús dice: «Mi madre y mis hermanos son
estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por
obra» (8,21). Y, ante la exclamación de una mujer que entre
la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y
los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la
verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de
Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera
grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros
la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra
acogida y puesta en práctica. Por eso, recuerdo a todos los
cristianos que nuestra relación personal y comunitaria con
Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la
Palabra divina. Finalmente, me dirijo a todos los hombres,
también a los que se han alejado de la Iglesia, que han
abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de
salvación. A cada uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a
la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y
comeremos juntos» (Ap 3,20).
Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el
encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne.
Él está en el principio y en el fin, y «todo se mantiene en
él» (Col 1,17). Hagamos silencio para escuchar la
Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción
eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y
hablándonos a lo largo de todos los días de nuestra vida. De
este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece siempre
gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente
(cf. 1 P 1,25; Is 40,8). Y también nosotros
podemos entrar así en el gran diálogo nupcial con que se
cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y la Esposa dicen:
“¡Ven!”. Y el que oiga, diga: “¡Ven!”... Dice el que da
testimonio de todo esto: “Sí, vengo pronto”. ¡Amen! “Ven,
Señor Jesús”» (Ap 22,17.20).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de septiembre,
memoria de san Jerónimo, del año 2010, sexto de mi
Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
Notas
[1]
Cf. Propositio 1.
[2]
Cf. XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos,
Instrumentum laboris,
27.
[3]
Cf. León XIII, Carta enc.
Providentissimus Deus
(18 noviembre 1893): ASS 26 (1893-94, 269-292;
Benedicto XV, Carta enc.
Spiritus Paraclitus
(15 septiembre 1920): AAS 12 (1920), 385-422; Pío
XII, Carta enc.
Divino afflante Spiritu
(30 septiembre 1943): AAS 35 (1943), 297-325.
[4]
Propositio 2.
[5]
Ibíd.
[6]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 2.
[7]
Ibíd., 4.
[8]
Cf. Entre otros documentos de distinta naturaleza, véase:
Pablo VI, Carta ap.
Summi Dei Verbum
(4 noviembre 1963): AAS 55 (1963), 979-995; Id, Motu
proprio
Sedula cura
(27 junio 1971): AAS 63 (1971), 665-669; Juan Pablo
II,
Audiencia General
(1 mayo 1985): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (5 mayo 1985), 3; Id., Discurso sobre la
interpretación de la Biblia en la Iglesia (23 abril
1993): AAS 86 (1994), 232-243; Benedicto XVI,
Discurso al Congreso Internacional por el 40 aniversario de
la Dei Verbum
(16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 957; Id.,
Ángelus
(6 noviembre 2005): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (11 noviembre 2005), 6. Se tengan en cuenta
también los documentos de la Pontificia Comisión Bíblica,
De sacra Scriptura et Christologia (1984); Unidad y
diversidad en la Iglesia (11 abril 1988); La
interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 abril
1993);
El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia
cristiana
(24 mayo 2001); Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar
cristiano (11 mayo 2008).
[9]
Cf.
Discurso a la Curia Romana
(22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 49.
[10]
Cf. Propositio 37.
[11]
Cf. Pontificia Comisión Bíblica,
El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia
cristiana
(24 mayo 2001).
[12]
Discurso a la Curia Romana
(22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 5.
[13]
Cf.
Ángelus
(4 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (9 enero 2009), 1.11.
[14]
Cf. Relatio ante disceptationem, I.
[15]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum
sobre la divina revelación, 2.
[16]
Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217-218.
[17]
Instrumentum laboris,
9.
[18]
Credo Niceno-Constantinopolitano: DS 150.
[19]
San Bernardo, Homilia super missus est, 4, 11: PL
183, 86 B.
[20]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum
sobre la divina revelación, 10.
[21]
Cf. Propositio 3.
[22]
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus,
sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo
y de la Iglesia (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92
(2000), 754-756.
[23]
Cf. In Hexaemeron, 20, 5: Opera Omnia, V, Quaracchi
1891, p. 425-426; Breviloquium, 1, 8: Opera Omnia, V,
Quaracchi 1891, p. 216-217.
[24]
Itinerarium mentis in Deum, 2, 12: Opera Omnia, V,
Quaracchi 1891, p. 302-303; Commentarius in librum
Ecclesiastes, Cap. 1, vers. 11, Quaestiones, 2,
3: Opera Omnia, VI, Quaracchi 1891, p. 16.
[25]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 3; cf. Conc. Ecum. Vat. I,
Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap.
2, De revelatione: DS 3004.
[26]
Cf. Propositio 13.
[27]
Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética
universal: nueva mirada sobre la ley natural (2009), 39.
[28]
Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.
[29]
Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces
bíblicas del obrar cristiano (11 mayo 2008), nn. 13. 32.
109.
[30]
Cf. Comisión Teológica Internacional, En busca de una
ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, 102.
[31]
Cf.
Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación
general del Sínodo de los Obispos
(6 octubre 2008): AAS 100 (2008), 758-761.
[32]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 14.
[33]
Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217-218.
[34]
«Ho Logos pachynetai (o brachynetai)»: cf. Orígenes,
Peri archon, 1, 2, 8: SC 252, 127-129.
[35]
Homilía durante la misa de Nochebuena
(24 diciembre 2006): AAS 99 (2007), 12.
[36]
Cf.
Mensaje final.
[37]
Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO,
479, 77.
[38]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 9-10: AAS 99 (2007), 111-112.
[39]
Audiencia General
(15 abril 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (17 abril 2009), 15.
[40]
Cf.
Homilía en la solemnidad de la Epifanía
(6 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (9 enero 2009), 7. 11.
[41]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 4.
[42]
Propositio 4.
[43]
Subida del Monte Carmelo, II, 22.
[44]
Propositio 47.
[45]
Catecismo de la Iglesia Católica,
67.
[46]
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
El mensaje de Fátima
(26 junio 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (30 junio 2000), 10.
[47]
Adversus haereses, IV, 7, 4: PG 7, 992-993; V,
1, 3: PG 7, 1123; V, 6, 1: PG 7, 1137; V, 28,
4: PG 7, 1200.
[48]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 12: AAS 99 (2007), 113-114.
[49]
Cf. Propositio 5.
[50]
Adversus haereses,
III 24,1: PG7, 966.
[51]
Homiliae in Genesim,
22: PG53, 175.
[52]
Epistula
120, 10: CSEL 55, 500-5006.
[53]
Homilae in Ezechielem,
1, 7, 17: CC 142, p. 94.
[54]
«Oculi ergo devotae animae sunt columbarum quia sensus eius
per Spiritum sanctum sunt illuminati et edocti, spiritualia
sapientes… Nunc quidem aperitur animae talis sensus, ut
intellegat Scripturas»: Ricardo de San Víctor, Explicatio
in Cantica canticorum, 15: PL 196, 450 B. D.
[55]
Sacramentarium Serapionis
II (XX): Didascalia et Constitutiones apostolorum,
ed. F.X. Funk, II, Paderborn 1906, p. 161.
[56]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 7.
[57]
Ibíd., 8.
[58]
Ibíd.
[59]
Cf. Propositio 3.
[60]
Cf.
Mensaje final,
II, 5.
[61]
Expositio Evangelii secundum Lucam 6, 33: PL
15, 1677.
[62]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 13.
[63]
Catecismo de la Iglesia Católica, 102. Cf. Ruperto de
Deutz, De operibus Spiritus Sancti, I, 6: SC
131, 72-74.
[64]
Enarrationes in Psalmos,
103, IV, 1: PL37, 1378. Afirmaciones
semejantes en Orígenes, Iohannem V, 5-6: SC
120, p. 380-384.
[65]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 21.
[66]
Ibíd.,
9.
[67]
Cf. Propositiones 5. 12.
[68]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 12.
[69]
Cf. Propositio 12.
[70]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 11
[71]
Propositio 4.
[72]
Prol.: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 5, 201-202.
[73]
Cf.
Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el
Collège des Bernardins
de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 721-730.
[74]
Cf. Propositio 4.
[75]
Cf. Relatio post disceptationem, 12.
[76]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 5.
[77]
Propositio 4.
[78]
Por ejemplo Dt 28,1-2.15.45; 32,1; de los profetas
cf. Jr 7,22-28; Ez 2,8; 3,10; 6,3; 13,2;
hasta los últimos: cf. Za 3,8. Para san Pablo, cf.
Rm 10,14-18; 1 Ts 2,13.
[79]
Propositio 55.
[80]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 33: AAS 99 (2007), 132-133.
[81]
Carta. enc.
Deus caritas est
(25 diciembre2005), 41: AAS 98 (2006), 251.
[82]
Propositio 55.
[83]
Cf. Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 19: PL
15, 1559-1560.
[84]
Breviloquium, Prol., Opera Omnia, V,
Quaracchi 1891, p. 201-202.
[85]
Summa Theologiae,
I-II, q. 106, a. 2.
[86]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, A, 3.
[87]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 12.
[88]
Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5,
6: PL 42, 176.
[89]
Cf.
Audiencia General
(14 noviembre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (16 noviembre 2007), 16.
[90]
Commentariorum in Isaiam libri,
Prol.: PL 24, 17.
[91]
Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.
[92]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 1.
[93]
Ibíd.,
II, A, 2.
[94]
Homiliae in Ezechielem
1, 7, 8: PL 76, 843 D.
[95]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 24; cf. León XIII, Carta enc.
Providentissimus Deus
(18 noviembre 1893), Pars II, sub fine: ASS 26
(1893-94), 269-292; Benedicto XV, Carta enc.
Spiritus Paraclitus
(15 septiembre 1920), Pars III: AAS 12 (1920),
385-422.
[96]
Cf. Propositio 26.
[97]
Cf. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), A-B.
[98]
Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo
(14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio
25.
[99]
Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el
Collège des Bernardins
de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008): AAS 100
(2008), 722-723.
[100]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 10.
[101]
Cf. Juan Pablo II, Discurso con motivo del 100
aniversario de la Providentissimus Deus y del 50
aniversario de la Divino afflante Spiritu (23
abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243.
[102]
Ibíd., n. 4: AAS 86 (1994), 235.
[103]
Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 235.
[104]
Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 236.
[105]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), III, C, 1.
[106]
N. 12.
[107]
Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo
(14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (24 octubre 2008), 8; cf. Propositio
25.
[108]
Cf. Propositio 26.
[109]
Propositio 27.
[110]
Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo
(14 octubre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (24 octubre 2008), 8; cf.
Propositio 26.
[111]
Cf. ibíd.
[112]
Ibíd.
[113]
Cf. Propositio 27.
[114]
Ibíd.
[115]
Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio
(14 septiembre 1998), 55: AAS 91 (1999), 49-50.
[116]
Cf.
Discurso a la IV Asamblea nacional eclesial en Italia
(19 octubre 2006): AAS 98 (2006), 804-815.
[117]
Cf. Propositio 6.
[118]
Cf. S. Agustín, De libero arbitrio, 3, 21, 59: PL
32, 1300; De Trinitate, 2, 1, 2: PL 42, 845.
[119]
Congregación para la Educación Católica, Instr. Inspectis
dierum (10 noviembre 1989), 26: AAS 82 (1990),
618.
[120]
Catecismo de la Iglesia Católica,
116.
[121]
Summa Theologiae, I, q. 1, a. 10, ad 1.
[122]
Catecismo de la Iglesia Católica,
118.
[123]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), II, A, 2.
[124]
Ibíd., II, B, 2.
[125]
Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins
de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.
[126]
Ibíd.
[127]
Cf.
Audiencia General
(9 enero 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (11 enero 2008), 12.
[128]
Cf. Propositio 29.
[129]
De arca Noe, 2, 8: PL 176 C-D.
[130]
Cf.
Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins
de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 725.
[131]
Cf. Propositio 10; Pontificia Comisión Bíblica,
El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia
cristiana
(24 mayo 2001), 3-5.
[132]
Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica,
121-122.
[133]
Propositio 52.
[134]
Cf. Pontificia Comisión Bíblica,
El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia
cristiana
(24 mayo 2001), 19; Orígenes, Homilía sobre Números
9,4: SC 415, 238-242.
[135]
Catecismo de la Iglesia Católica,
128.
[136]
Ibíd.,
129.
[137]
Propositio
52.
[138]
Quaestiones in Heptateuchum,
2, 73: PL 34,623.
[139]
Homiliae in Ezechielem,
I, VI, 15: PL 76, 836 B
[140]
Propositio 29.
[141]
Juan Pablo II,
Mensaje al rabino jefe de Roma
(22 mayo 2004): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (28 mayo 2004), 1.
[142]
Pontificia Comisión Bíblica,
El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia
cristiana
(24 mayo 2001), 87.
[143]
Cf.
Discurso de despedida en el Aeropuerto de Tel Aviv
(15 mayo 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (16 mayo 2009), 11.
[144]
Juan Pablo II,
A los rabinos jefes de Israel:
(23 marzo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (31 marzo 2000), 4.
[145]
Propositiones 46 y 47.
[146]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), I, F.
[147]
Cf.
Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins
de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.
[148]
Propositio 46.
[149]
Propositio 28.
[150]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 23.
[151]
En todo caso, se recuerda que, por lo que se refiere a los
llamados Libros Deuterocanónicos del Antiguo Testamento y su
inspiración, los católicos y ortodoxos no tienen exactamente
el mismo canon bíblico que los anglicanos y protestantes.
[152]
Cf. Relatio post disceptationem, 36.
[153]
Propositio
36.
[154]
Cf.
Discurso al XI Consejo Ordinario de la Secretaría General
del Sínodo de los Obispos
(25 enero 2007): AAS 99 (2007), 85-86.
[155]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Unitatis redintegratio,
sobre el ecumenismo, 21.
[156]
Cf. Propositio 36.
[157]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 10.
[158]
Carta enc.
Ut unum sint
(25 mayo 1995), 44: AAS 87 (1995), 947.
[159]
Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 10.
[160]
Ibíd.
[161]
Cf. ibíd., 24.
[162]
Cf. Propositio, 22
[163]
S. Gregorio Magno, Moralia in Job 24, 8, 16: PL
76, 295.
[164]
Cf. S. Atanasio, Vita Antonii, 2: PG 26, 842.
[165]
Moralia, Regula, 80, 22: PG 31, 867.
[166]
Regla, 73, 3: SC 182, 672.
[167]
Tomás de Celano, La vita prima di S. Francesco, X,
22: FF 356.
[168]
Regla, I, 1-2: FF 2750.
[169]
B. Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis
Praedicatorum, 104: Monumenta Fratrum Praedicatorum
Historica, Roma 1935, 16, p. 75.
[170]
Orden de Hermanos Predicadores, Prime Costituzioni o
Consuetudines, II, XXXI.
[171]
Libro de la Vida, 40,1.
[172]
Cf. Historia de un alma, Ms B 3rº.
[173]
Ibíd.,
Ms C, 35vº.
[174]
In Iohannis Evangelium Tractatus,
1, 12: PL 35, 1385.
[175]
Carta enc.
Veritatis splendor
(6 agosto 1993), 25: AAS 85 (1993), 1153.
[176]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 8.
[177]
Relatio post disceptationem, 11.
[178]
N. 1.
[179]
Discurso al Congreso «La Sagrada Escritura en la vida de la
Iglesia»
(16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 956.
[180]
Cf. Relatio post disceptationem, 10.
[181]
Mensaje final,
III, 6
[182]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 24.
[183]
Ibíd., 7.
[184]
Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa,
4.
[185]
Ibíd., 9.
[186]
Ibíd., 3; cf. Lc4, 16-21; 24, 25-35.44-49.
[187]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 102.
[188]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007) 44-45: AAS 99 (2007), 139-141.
[189]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, C, 1.
[190]
Ibíd.,
III, B, 3.
[191]
Cf. Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 48.51.56; Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 21.26; Decr.
Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.15; Decr.
Presbyterorum ordinis,
sobre el ministerio y vida de los presbíteros 18;
Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada
renovación de la vida religiosa, 6. En la gran tradición de
la Iglesia encontramos expresiones significativas, como: «Corpus
Christi intelligitur etiam[...] Scriptura Dei»
(también la Escritura de Dios se considera Cuerpo de
Cristo): Waltramus, De unitate Ecclesiae conservanda:
13, ed. W. Schwenkenbecher, Hannoverae 1883, p. 33; «La
carne del Señor es verdadera comida y su sangre verdadera
bebida; éste es el verdadero bien que se nos da en la vida
presente, alimentarse de su carne y beber su sangre, no sólo
en la Eucaristía, sino también en la lectura de la Sagrada
Escritura. En efecto, lo que se obtiene del conocimiento de
las Escrituras es verdadera comida y verdadera bebida»: S.
Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten, 3: PL
23, 1092 A.
[192]
J. Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret,
Madrid 2007, 316.
[193]
Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa,
10.
[194]
Ibíd.
[195]
Cf. Propositio 7.
[196]
Carta enc.
Fides et ratio
(14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 16.
[197]
Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica,
1373-1374.
[198]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 7.
[199]
In Psalmum 147: CCL 78, 337-338.
[200]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 2.
[201]
Cf. Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 107-108.
[202]
Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa,
66.
[203]
Propositio 16.
[204]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007) 45: AAS 99 (2007), 140-141.
[205]
Cf. Propositio 14.
[206]
Cf. Código de Derecho Canónico, can.
230
§ 2;
204
§1.
[207]
Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa,
55.
[208]
Ibíd., 8.
[209]
N. 46: AAS 99 (2007), 141.
[210]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 25.
[211]
Propositio 15.
[212]
Ibíd.
[213]
Sermo 179,1: PL 38, 966.
[214]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 93: AAS 99 (2007), 177.
[215]
Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los
Sacramentos, Compendium Eucharisticum (25 marzo
2009), Ciudad del Vaticano, 2009.
[216]
Epistula 52,7: CSEL 54, 426-427.
[217]
Propositio 8.
[218]
Rito de la Penitencia. Prænotanda, 17.
[219]
Ibíd., 19.
[220]
Propositio 8.
[221]
Propositio 19.
[222]
Ordenación general de la Liturgia de las Horas, III,
15.
[223]
Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 85.
[224]
Cf. Código de Derecho Canónico, cann.
276
§3;
1174
§1.
[225]
Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
cann. 377; 473, § 1 e 2, 1°; 538 §1; 881 § 1.
[226]
Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los
Sacramentos, Bendicional. Orientaciones generales (17
diciembre 2001), 21.
[227]
Cf. Propositio 18; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 35.
[228]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 75; AAS 99 (207), 162-163.
[229]
Ibíd.
[230]
Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los
Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular. Principios y
orientaciones
(17 diciembre 2001), 87.
[231]
Cf. Propositio 14.
[232]
Cf. S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 15, 2:
Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 224.
[233]
Cf. S. Agustín, Sermo 288, 5: PL 38,1307;
Sermo 120, 2: PL 38,677.
[234]
Ordenación general del Misal Romano,
56.
[235]
Ibíd.,
45; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 30.
[236]
Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa,
13.
[237]
Cf. ibíd., 17.
[238]
Propositio 40.
[239]
Cf.
Ordenación general del Misal Romano,
309.
[240]
Cf. Propositio 14.
[241]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 69; AAS 99 (2007), 157.
[242]
Cf.
Ordenación General del Misal Romano,
57.
[243]
Propositio 14.
[244]
Cf. El canon 36 del Sínodo de Hipona del año 393:
DS, 186.
[245]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap.
Vicesimus quintus annus
(4 diciembre 1988), 13: AAS 81 (1989), 910;
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Instrucción
Redemptionis Sacramentum,
sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de
la Santísima Eucaristía (25 marzo 2004), 62.
[246]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 116;
Ordenación General del Misal Romano,
41.
[247]
Cf. Propositio 14.
[248]
Propositio 9.
[249]
Epistula 30, 7: CSEL 54, 246.
[250]
Id., Epistula 133, 13: CSEL 56, 260.
[251]
Id., Epistula 107, 9.12: CSEL 55, 300.302.
[252]
Id., Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.
[253]
Juan Pablo II, Carta
Novo millennio ineunte
(6 enero 2001), 31: AAS 83 (2001), 287-288.
[254]
Propositio
30; Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 24.
[255]
S. Jerónimo, Commentariorum in Isaiam libri, Prol.:
PL 24, 17 B.
[256]
Propositio 21.
[257]
Cf. Propositio 23.
[258]
Cf. Congregación para el Clero,
Directorio general para la catequesis
(15 agosto 1997), 94-96; Juan Pablo II, Exhort. ap.
Catechesi tradendae
(16 octubre 1979), 27: AAS 71 (1979), 1298-1299.
[259]
Ibíd., 127; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Catechesi tradendae
(16 octubre 1979), 27: AAS 71 (1979), 1299.
[260]
Ibíd., 128.
[261]
Cf. Propositio 33.
[262]
Cf. Propositio 45.
[263]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 39-42.
[264]
Propositio 31.
[265]
N. 15: AAS 96 (2004), 846-847.
[266]
N. 26: AAS 84 (1992), 698.
[267]
Ibíd.
[268]
Homilía en la Misa Crismal
(9 abril 2009): AAS 101 (2009), 355.
[269]
Ibíd., 356.
[270]
Congregación para la Educación Católica,
Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes
(22 febrero 1998), 11.
[271]
Ibíd., 74.
[272]
Cf. ibíd., 81.
[273]
Propositio 32.
[274]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992), 47: AAS 84 (1992), 740-742.
[275]
Propositio 24.
[276]
Homilía en la Jornada Mundial de la Vida Consagrada
(2 febrero 2008): AAS 100 (2008), 133; cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal
Vita consecrata
(25 marzo 1996), 82; AAS 88 (1996), 458-460.
[277]
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las
Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción
Caminar desde Cristo:
un renovado compromiso de la Vida consagrada en el tercer
milenio
(19 mayo 2002), 24.
[278]
Cf. Propositio 24.
[279]
S. Benito, Regla, IV, 21: SC 181, 456-458.
[280]
Discurso a los monjes de la Abadía de «Heiligenkreuz»
(9 septiembre 2007): AAS 99 (2007), 856.
[281]
Cf. Propositio 30.
[282]
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici
(30 diciembre 1988), 17: AAS 81 (1989), 418.
[283]
Cf. Propositio 33
[284]
Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), 49; AAS 74 (1982), 140-141.
[285]
Propositio 20.
[286]
Cf. Propositio 21.
[287]
Propositio 20.
[288]
Cf. Carta ap.
Mulieris dignitatem
(15 agosto 1988), 31: AAS 80 (1988), 1728- 1729.
[289]
Propositio
17.
[290]
Cf. Propositiones 9. 22.
[291]
N. 25.
[292]
Enarrationes in Psalmos,
85, 7: PL 37, 1086.
[293]
Orígenes, Epistola ad Gregorium, 3: PG 11, 92.
[294]
Discurso a los alumnos del Seminario Romano Mayor
(19 febrero 2007): AAS 99 (2007), 253-254.
[295]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 66: AAS 99 (2007), 155-156.
[296]
Mensaje final,
III, 9.
[297]
Ibíd.
[298]
«Plenaria indulgentia conceditur christifideli qui
Sacram Scripturam, iuxta textum a competenti auctoritate
adprobatum, cum veneratione divino eloquio debita et ad
modum lectionis spiritalis, per dimidiam saltem horam
legerit; si per minus tempus id egerit indulgentia
erit partialis»: Paenitentiaria Apostolica,
Enchiridion indulgentiarum, Normae et concessiones
(16 julio 1999), 30 § 1.
[299]
Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica,
1471-1479.
[300]
Pablo VI, Const. ap.
Indulgentiarum doctrina
(1 enero 1967): AAS 59 (1967), 18-19.
[301]
Cf. Epistula 49, 3: PL 16, 1204 A.
[302]
Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular. Principios y
orientaciones
(17 diciembre 2002), 197-202.
[303]
Cf. Propositio 55.
[304]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap.
Rosarium Virginis Mariae
(16 octubre 2002); AAS 95 (2003), 5-36.
[305]
Propositio 55.
[306]
Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular. Principios y
orientaciones
(17 diciembre 2002), 207.
[307]
Cf. Propositio 51.
[308]
Cf.
Homilía en el
Valle de Josafat,
Jerusalén (12 mayo 2009): AAS 101 (2009), 473.
[309]
Cf. Epistula 108, 14: CSEL 55, 324-325.
[310]
Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[311]
Carta enc.
Spe salvi
(30 noviembre 2007), 31: AAS 99 (2007), 1010.
[312]
Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el
Collège des Bernardins de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 730.
[313]
Cf. In Evangelium secundum Matthaeum 17, 7: PG
13, 1197 B;S. Jerónimo, Translatio homiliarum
Origenis in Lucam, 36: PL 26, 324-325.
[314]
Cf.
Homilía
en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(5 octubre 2008): AAS 100 (2008), 757.
[315]
Propositio 38.
[316]
Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y
las Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción
Caminar desde Cristo:
un renovado compromiso de la Vida consagrada en el tercer
milenio
(19 mayo 2002), 36.
[317]
Propositio 30.
[318]
Cf. Propositio 38.
[319]
Cf. Propositio 49.
[320]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio
(7 diciembre 1990): AAS 83 (1991), 294-340; Id.,
Carta ap.
Novo millennio ineunte
(6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[321]
Propositio 38.
[322]
Cf.
Homilía
en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(5 octubre 2008): AAS 100 (2008), 753-757.
[323]
Propositio 38.
[324]
Mensaje final,
IV,12.
[325]
Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi
(8 diciembre 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.
[326]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae,
sobre la libertad religiosa, 2.7.
[327]
Cf. Propositio 39.
[328]
Cf.
Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2009:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12
diciembre 2008), 8-9.
[329]
Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi
(8 diciembre 1975), 19: AAS 68 (1976), 18.
[330]
Cf. Propositio 39.
[331]
Juan XXIII, Carta enc.
Pacem in terris
(11 abril 1963), I: AAS 55 (1963), 259.
[332]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus
(1 mayo 1991), 47: AAS 83 (1991), 851-852; Id.,
Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas
(2 octubre 1979), 13: AAS 71 (1979), 1152-1153.
[333]
Cf.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
152-159.
[334]
Cf.
Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2007
(8 diciembre 2006), 10: L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (15 diciembre 2006), 5-6.
[335]
Cf. Propositio 8.
[336]
Homilía al final de la Semana de oración por la unidad de
los cristianos
(25 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (30 enero 2009), 6.
[337]
Homilía en la conclusión de la XII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(26 octubre 2008): AAS 100 (2008), 779.
[338]
Propositio 11.
[339]
Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 240.
[340]
De doctrina christiana, I, 35,39-36,40: PL 34,
34.
[341]
Cf.
Mensaje para la XXI Jornada Mundial de la Juventud de 2006:
AAS 98 (2006), 282-286.
[342]
Cf. Propositio 34.
[343]
Cf. ibíd.
[344]
Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino
(24 abril 2005): AAS 97 (2005), 712.
[345]
Cf. Propositio 38.
[346]
Homilía en ocasión de la XVII Jornada mundial del Enfermo
(11 febrero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (120 febrero 2009), 7.
[347]
Cf. Propositio 35.
[348]
Propositio11.
[349]
Cf. Carta enc.
Deus caritas est(25
diciembre 2005), 25: AAS 98 (2006), 236-237.
[350]
Propositio11.
[351]
Homilía en la XLII Jornada Mundial de la Paz 2009
(1 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (9 enero 2009), 6.
[352]
Propositio54.
[353]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 92: AAS 99 (2007), 176-177.
[354]
Juan Pablo II,
Discurso a la UNESCO
(2 junio 1980), 6: AAS 72 (1980), 738.
[355]
Cf. Propositio 41.
[356]
Cf. ibíd.
[357]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio
(14 septiembre 1998), 80: AAS 91 (1999), 67-68.
[358]
Cf.
Lineamenta
23.
[359]
Cf. Propositio 40.
[360]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Inter mirifica,
sobre los medios de comunicación social; Consejo Pontificio
para las Comunicaciones Sociales, Instr. past.
Communio et progressio,
sobre los medios de comunicación social, preparada por
mandato especial del Concilio Ecuménico Vaticano II (23 mayo
1971): AAS 63 (1971), 593-656; Juan Pablo II, Carta
ap.
El rápido desarrollo
(24 enero 2005): AAS 97 (2005), 265-274; Consejo
Pontificio para las Comunicaciones Sociales, Instr.
past.
Aetatis novae,
sobre las comunicaciones sociales en el vigésimo aniversario
de la Communio et progressio (22 febrero 1992):
AAS 84 (1992), 447-468; Id.,
La
Iglesia e internet
(22 septiembre 2002).
[361]
Cf.
Mensaje final,
IV,11; Benedicto XVI,
Mensaje para la
XLIII Jornada mundial de las comunicaciones sociales
2009
(24 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (30 enero 2009), 3.
[362]
Cf. Propositio 44.
[363]
Juan Pablo II,
Mensaje para la XXXVI Jornada mundial de las comunicaciones
sociales 2002
(24 enero 2002), 6: L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (25 enero 2002), p. 5.
[364]
Cf. Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi
(8 diciembre 1975), 20: AAS 68 (1976), 18-19.
[365]
Cf. Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 febrero 2007), 78: AAS 99 (2007), 165.
[366]
Cf. Propositio 48.
[367]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[368]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22; Pontificia
Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[369]
Juan Pablo II,
Discurso a los Obispos de Kenya
(7 mayo 1980), 6: AAS 72 (1980), 497.
[370]
Cf.
Instrumentum laboris,
56.
[371]
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[372]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 22.
[373]
Cf. Propositio 42.
[374]
Cf. Propositio 43.
[375]
Benedicto XVI,
Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación
general del Sínodo de los Obispos
(6 octubre 2008): AAS (2008), 760.
[376]
Entre las numerosas intervenciones de diverso tipo,
recuérdese: Juan Pablo II, Carta enc.
Dominum et vivificantem
(18 mayo 1986): AAS 78 (1986), 809-900; Id., Carta
enc.
Redemptoris missio
(7 diciembre 1990): AAS 83 (1991), 249-340; Id.,
Discursos y Homilías en Asís con ocasión de la Jornada de
oración por la paz, el 27 de octubre de 1986:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (2
noviembre 1986), 1-2. 11-12;
Jornada de oración por la paz el mundo
(24 enero 2002): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (1 febrero 2002), 5-8; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus,
sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo
y de la Iglesia (6 agosto 2000): AAS 92 (2000),
742-765.
[377]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Nostra aetate,
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas, 3.
[378]
Cf.
Discurso a los Embajadores de los Países de mayoría
musulmana acreditados ante la Santa Sede
(25 septiembre 2006): AAS 98 (2006), 704-706.
[379]
Cf. Propositio 53.
[380]
Cf. Propositio 50.
[381]
Ibíd.
[382]
Juan Pablo II, Discurso en el encuentro con los jóvenes
musulmanes en Casablanca, Marruecos (19 agosto 1985), 5:
AAS 78 (1986), 99.
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ENCÍCLICA CARITAS IN VERITATE
Caritas in veritate
Martes 7 de julio de 2009
Carta Encíclica CARITAS IN VERITATE del Sumo Pontífice Benedicto XVI a los Obispos a los presbÍteros y diáconos a las personas consagradas a todos los fieles laicos y a todos los hombres de buena
voluntad sobre el desarrollo humano integral
en la caridad y en la verdad
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en
la verdad, de la que Jesucristo se
ha hecho testigo con su vida
terrenal y, sobre todo, con su
muerte y resurrección, es la
principal fuerza impulsora del
auténtico desarrollo de cada persona
y de toda la humanidad. El amor
—«caritas»— es una fuerza
extraordinaria, que mueve a las
personas a comprometerse con
valentía y generosidad en el campo
de la justicia y de la paz. Es una
fuerza que tiene su origen en Dios,
Amor eterno y Verdad absoluta. Cada
uno encuentra su propio bien
asumiendo el proyecto que Dios tiene
sobre él, para realizarlo
plenamente: en efecto, encuentra en
dicho proyecto su verdad y,
aceptando esta verdad, se hace libre
(cf. Jn 8,22). Por tanto, defender
la verdad, proponerla con humildad y
convicción y testimoniarla en la
vida son formas exigentes e
insustituibles de caridad. Ésta
«goza con la verdad» (1 Co 13,6).
Todos los hombres perciben el
impulso interior de amar de manera
auténtica; amor y verdad nunca los
abandonan completamente, porque son
la vocación que Dios ha puesto en el
corazón y en la mente de cada ser
humano. Jesucristo purifica y libera
de nuestras limitaciones humanas la
búsqueda del amor y la verdad, y nos
desvela plenamente la iniciativa de
amor y el proyecto de vida verdadera
que Dios ha preparado para nosotros.
En Cristo, la caridad en la verdad
se convierte en el Rostro de su
Persona, en una vocación a amar a
nuestros hermanos en la verdad de su
proyecto. En efecto, Él mismo es la
Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es
la vía maestra de la doctrina social
de la Iglesia. Todas las
responsabilidades y compromisos
trazados por esta doctrina provienen
de la caridad que, según la
enseñanza de Jesús, es la síntesis
de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40).
Ella da verdadera sustancia a la
relación personal con Dios y con el
prójimo; no es sólo el principio de
las micro-relaciones, como en las
amistades, la familia, el pequeño
grupo, sino también de las
macro-relaciones, como las
relaciones sociales, económicas y
políticas. Para la Iglesia
—aleccionada por el Evangelio—, la
caridad es todo porque, como enseña
San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he
recordado en mi primera Carta
encíclica «Dios es caridad» (Deus
caritas est): todo proviene de la
caridad de Dios, todo adquiere forma
por ella, y a ella tiende todo. La
caridad es el don más grande que
Dios ha dado a los hombres, es su
promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de
las desviaciones y la pérdida de
sentido que ha sufrido y sufre la
caridad, con el consiguiente riesgo
de ser mal entendida, o excluida de
la ética vivida y, en cualquier
caso, de impedir su correcta
valoración. En el ámbito social,
jurídico, cultural, político y
económico, es decir, en los
contextos más expuestos a dicho
peligro, se afirma fácilmente su
irrelevancia para interpretar y
orientar las responsabilidades
morales. De aquí la necesidad de
unir no sólo la caridad con la
verdad, en el sentido señalado por
San Pablo de la «veritas in
caritate» (Ef 4,15), sino también en
el sentido, inverso y
complementario, de «caritas in
veritate». Se ha de buscar,
encontrar y expresar la verdad en la
«economía» de la caridad, pero, a su
vez, se ha de entender, valorar y
practicar la caridad a la luz de la
verdad. De este modo, no sólo
prestaremos un servicio a la
caridad, iluminada por la verdad,
sino que contribuiremos a dar fuerza
a la verdad, mostrando su capacidad
de autentificar y persuadir en la
concreción de la vida social. Y esto
no es algo de poca importancia hoy,
en un contexto social y cultural,
que con frecuencia relativiza la
verdad, bien desentendiéndose de
ella, bien rechazándola.
3. Por esta
estrecha relación con la verdad, se
puede reconocer a la caridad como
expresión auténtica de humanidad y
como elemento de importancia
fundamental en las relaciones
humanas, también las de carácter
público. Sólo en la verdad
resplandece la caridad y puede ser
vivida auténticamente. La verdad es
luz que da sentido y valor a la
caridad. Esta luz es simultáneamente
la de la razón y la de la fe, por
medio de la cual la inteligencia
llega a la verdad natural y
sobrenatural de la caridad,
percibiendo su significado de
entrega, acogida y comunión. Sin
verdad, la caridad cae en mero
sentimentalismo. El amor se
convierte en un envoltorio vacío que
se rellena arbitrariamente. Éste es
el riesgo fatal del amor en una
cultura sin verdad. Es presa fácil
de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una
palabra de la que se abusa y que se
distorsiona, terminando por
significar lo contrario. La verdad
libera a la caridad de la estrechez
de una emotividad que la priva de
contenidos relacionales y sociales,
así como de un fideísmo que mutila
su horizonte humano y universal. En
la verdad, la caridad refleja la
dimensión personal y al mismo tiempo
pública de la fe en el Dios bíblico,
que es a la vez «Agapé» y «Lógos»:
Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que
está llena de verdad, la caridad
puede ser comprendida por el hombre
en toda su riqueza de valores,
compartida y comunicada. En efecto,
la verdad es «lógos» que crea
«diálogos» y, por tanto,
comunicación y comunión. La verdad,
rescatando a los hombres de las
opiniones y de las sensaciones
subjetivas, les permite llegar más
allá de las determinaciones
culturales e históricas y apreciar
el valor y la sustancia de las
cosas. La verdad abre y une el
intelecto de los seres humanos en el
lógos del amor: éste es el anuncio y
el testimonio cristiano de la
caridad. En el contexto social y
cultural actual, en el que está
difundida la tendencia a relativizar
lo verdadero, vivir la caridad en la
verdad lleva a comprender que la
adhesión a los valores del
cristianismo no es sólo un elemento
útil, sino indispensable para la
construcción de una buena sociedad y
un verdadero desarrollo humano
integral. Un cristianismo de caridad
sin verdad se puede confundir
fácilmente con una reserva de buenos
sentimientos, provechosos para la
convivencia social, pero marginales.
De este modo, en el mundo no habría
un verdadero y propio lugar para
Dios. Sin la verdad, la caridad es
relegada a un ámbito de relaciones
reducido y privado. Queda excluida
de los proyectos y procesos para
construir un desarrollo humano de
alcance universal, en el diálogo
entre saberes y operatividad.
5. La caridad es
amor recibido y ofrecido. Es
«gracia» (cháris). Su origen es el
amor que brota del Padre por el
Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor
que desde el Hijo desciende sobre
nosotros. Es amor creador, por el
que nosotros somos; es amor
redentor, por el cual somos
recreados. Es el Amor revelado,
puesto en práctica por Cristo (cf.
Jn 13,1) y «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo» (Rm
5,5). Los hombres, destinatarios del
amor de Dios, se convierten en
sujetos de caridad, llamados a
hacerse ellos mismos instrumentos de
la gracia para difundir la caridad
de Dios y para tejer redes de
caridad.
La doctrina
social de la Iglesia responde a esta
dinámica de caridad recibida y
ofrecida. Es «caritas in veritate in
re sociali», anuncio de la verdad
del amor de Cristo en la sociedad.
Dicha doctrina es servicio de la
caridad, pero en la verdad. La
verdad preserva y expresa la fuerza
liberadora de la caridad en los
acontecimientos siempre nuevos de la
historia. Es al mismo tiempo verdad
de la fe y de la razón, en la
distinción y la sinergia a la vez de
los dos ámbitos cognitivos. El
desarrollo, el bienestar social, una
solución adecuada de los graves
problemas socioeconómicos que
afligen a la humanidad, necesitan
esta verdad. Y necesitan aún más que
se estime y dé testimonio de esta
verdad. Sin verdad, sin confianza y
amor por lo verdadero, no hay
conciencia y responsabilidad social,
y la actuación social se deja a
merced de intereses privados y de
lógicas de poder, con efectos
disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de
globalización, en momentos difíciles
como los actuales.
6. «Caritas in
veritate» es el principio sobre el
que gira la doctrina social de la
Iglesia, un principio que adquiere
forma operativa en criterios
orientadores de la acción moral.
Deseo volver a recordar
particularmente dos de ellos,
requeridos de manera especial por el
compromiso para el desarrollo en una
sociedad en vías de globalización:
la justicia y el bien común.
Ante todo, la
justicia. Ubi societas, ibi ius:
toda sociedad elabora un sistema
propio de justicia. La caridad va
más allá de la justicia, porque amar
es dar, ofrecer de lo «mío» al otro;
pero nunca carece de justicia, la
cual lleva a dar al otro lo que es
«suyo», lo que le corresponde en
virtud de su ser y de su obrar. No
puedo «dar» al otro de lo mío sin
haberle dado en primer lugar lo que
en justicia le corresponde. Quien
ama con caridad a los demás, es ante
todo justo con ellos. No basta decir
que la justicia no es extraña a la
caridad, que no es una vía
alternativa o paralela a la caridad:
la justicia es «inseparable de la
caridad»,[1] intrínseca a ella. La
justicia es la primera vía de la
caridad o, como dijo Pablo VI, su
«medida mínima»,[2] parte integrante
de ese amor «con obras y según la
verdad» (1 Jn 3,18), al que nos
exhorta el apóstol Juan. Por un
lado, la caridad exige la justicia,
el reconocimiento y el respeto de
los legítimos derechos de las
personas y los pueblos. Se ocupa de
la construcción de la «ciudad del
hombre» según el derecho y la
justicia. Por otro, la caridad
supera la justicia y la completa
siguiendo la lógica de la entrega y
el perdón.[3] La «ciudad del hombre»
no se promueve sólo con relaciones
de derechos y deberes sino, antes y
más aún, con relaciones de
gratuidad, de misericordia y de
comunión. La caridad manifiesta
siempre el amor de Dios también en
las relaciones humanas, otorgando
valor teologal y salvífico a todo
compromiso por la justicia en el
mundo.
7. Hay que tener
también en gran consideración el
bien común. Amar a alguien es querer
su bien y trabajar eficazmente por
él. Junto al bien individual, hay un
bien relacionado con el vivir social
de las personas: el bien común. Es
el bien de ese «todos nosotros»,
formado por individuos, familias y
grupos intermedios que se unen en
comunidad social.[4] No es un bien
que se busca por sí mismo, sino para
las personas que forman parte de la
comunidad social, y que sólo en ella
pueden conseguir su bien realmente y
de modo más eficaz. Desear el bien
común y esforzarse por él es
exigencia de justicia y caridad.
Trabajar por el bien común es
cuidar, por un lado, y utilizar, por
otro, ese conjunto de instituciones
que estructuran jurídica, civil,
política y culturalmente la vida
social, que se configura así como
pólis, como ciudad. Se ama al
prójimo tanto más eficazmente,
cuanto más se trabaja por un bien
común que responda también a sus
necesidades reales. Todo cristiano
está llamado a esta caridad, según
su vocación y sus posibilidades de
incidir en la pólis. Ésta es la vía
institucional —también política,
podríamos decir— de la caridad, no
menos cualificada e incisiva de lo
que pueda ser la caridad que
encuentra directamente al prójimo
fuera de las mediaciones
institucionales de la pólis. El
compromiso por el bien común, cuando
está inspirado por la caridad, tiene
una valencia superior al compromiso
meramente secular y político. Como
todo compromiso en favor de la
justicia, forma parte de ese
testimonio de la caridad divina que,
actuando en el tiempo, prepara lo
eterno. La acción del hombre sobre
la tierra, cuando está inspirada y
sustentada por la caridad,
contribuye a la edificación de esa
ciudad de Dios universal hacia la
cual avanza la historia de la
familia humana. En una sociedad en
vías de globalización, el bien común
y el esfuerzo por él, han de abarcar
necesariamente a toda la familia
humana, es decir, a la comunidad de
los pueblos y naciones,[5] dando así
forma de unidad y de paz a la ciudad
del hombre, y haciéndola en cierta
medida una anticipación que
prefigura la ciudad de Dios sin
barreras.
8. Al publicar en
1967 la Encíclica Populorum
progressio, mi venerado predecesor
Pablo VI ha iluminado el gran tema
del desarrollo de los pueblos con el
esplendor de la verdad y la luz
suave de la caridad de Cristo. Ha
afirmado que el anuncio de Cristo es
el primero y principal factor de
desarrollo[6] y nos ha dejado la
consigna de caminar por la vía del
desarrollo con todo nuestro corazón
y con toda nuestra inteligencia,[7]
es decir, con el ardor de la caridad
y la sabiduría de la verdad. La
verdad originaria del amor de Dios,
que se nos ha dado gratuitamente, es
lo que abre nuestra vida al don y
hace posible esperar en un
«desarrollo de todo el hombre y de
todos los hombres»,[8] en el
tránsito «de condiciones menos
humanas a condiciones más
humanas»,[9] que se obtiene
venciendo las dificultades que
inevitablemente se encuentran a lo
largo del camino.
A más de cuarenta
años de la publicación de la
Encíclica, deseo rendir homenaje y
honrar la memoria del gran Pontífice
Pablo VI, retomando sus enseñanzas
sobre el desarrollo humano integral
y siguiendo la ruta que han trazado,
para actualizarlas en nuestros días.
Este proceso de actualización
comenzó con la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, con la que el Siervo
de Dios Juan Pablo II quiso
conmemorar la publicación de la
Populorum progressio con ocasión de
su vigésimo aniversario. Hasta
entonces, una conmemoración similar
fue dedicada sólo a la Rerum
novarum. Pasados otros veinte años
más, manifiesto mi convicción de que
la Populorum progressio merece ser
considerada como «la Rerum novarum
de la época contemporánea», que
ilumina el camino de la humanidad en
vías de unificación.
9. El amor en la
verdad —caritas in veritate— es un
gran desafío para la Iglesia en un
mundo en progresiva y expansiva
globalización. El riesgo de nuestro
tiempo es que la interdependencia de
hecho entre los hombres y los
pueblos no se corresponda con la
interacción ética de la conciencia y
el intelecto, de la que pueda
resultar un desarrollo realmente
humano. Sólo con la caridad,
iluminada por la luz de la razón y
de la fe, es posible conseguir
objetivos de desarrollo con un
carácter más humano y humanizador.
El compartir los bienes y recursos,
de lo que proviene el auténtico
desarrollo, no se asegura sólo con
el progreso técnico y con meras
relaciones de conveniencia, sino con
la fuerza del amor que vence al mal
con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la
conciencia del ser humano a
relaciones recíprocas de libertad y
de responsabilidad.
La Iglesia no
tiene soluciones técnicas que
ofrecer [10] y no pretende «de
ninguna manera mezclarse en la
política de los Estados».[11] No
obstante, tiene una misión de verdad
que cumplir en todo tiempo y
circunstancia en favor de una
sociedad a medida del hombre, de su
dignidad y de su vocación. Sin
verdad se cae en una visión
empirista y escéptica de la vida,
incapaz de elevarse sobre la praxis,
porque no está interesada en tomar
en consideración los valores —a
veces ni siquiera el significado—
con los cuales juzgarla y
orientarla. La fidelidad al hombre
exige la fidelidad a la verdad, que
es la única garantía de libertad
(cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de
un desarrollo humano integral. Por
eso la Iglesia la busca, la anuncia
incansablemente y la reconoce allí
donde se manifieste. Para la
Iglesia, esta misión de verdad es
irrenunciable. Su doctrina social es
una dimensión singular de este
anuncio: está al servicio de la
verdad que libera. Abierta a la
verdad, de cualquier saber que
provenga, la doctrina social de la
Iglesia la acoge, recompone en
unidad los fragmentos en que a
menudo la encuentra, y se hace su
portadora en la vida concreta
siempre nueva de la sociedad de los
hombres y los pueblos. [12]
SUBIR
CAPÍTULO PRIMERO EL MENSAJE DE LA POPULORUM
PROGRESSIO
10. A más de
cuarenta años de su publicación, la
relectura de la Populorum progressio
insta a permanecer fieles a su
mensaje de caridad y de verdad,
considerándolo en el ámbito del
magisterio específico de Pablo VI y,
más en general, dentro de la
tradición de la doctrina social de
la Iglesia. Se han de valorar
después los diversos términos en que
hoy, a diferencia de entonces, se
plantea el problema del desarrollo.
El punto de vista correcto, por
tanto, es el de la Tradición de la
fe apostólica,[13] patrimonio
antiguo y nuevo, fuera del cual la
Populorum progressio sería un
documento sin raíces y las
cuestiones sobre el desarrollo se
reducirían únicamente a datos
sociológicos.
11. La
publicación de la Populorum
progressio tuvo lugar poco después
de la conclusión del Concilio
Ecuménico Vaticano II. La misma
Encíclica señala en los primeros
párrafos su íntima relación con el
Concilio.[14] Veinte años después,
Juan Pablo II subrayó en la
Sollicitudo rei socialis la fecunda
relación de aquella Encíclica con el
Concilio y, en particular, con la
Constitución pastoral Gaudium et
spes.[15] También yo deseo recordar
aquí la importancia del Concilio
Vaticano II para la Encíclica de
Pablo VI y para todo el Magisterio
social de los Sumos Pontífices que
le han sucedido. El Concilio
profundizó en lo que pertenece desde
siempre a la verdad de la fe, es
decir, que la Iglesia, estando al
servicio de Dios, está al servicio
del mundo en términos de amor y
verdad. Pablo VI partía precisamente
de esta visión para decirnos dos
grandes verdades. La primera es que
toda la Iglesia, en todo su ser y
obrar, cuando anuncia, celebra y
actúa en la caridad, tiende a
promover el desarrollo integral del
hombre. Tiene un papel público que
no se agota en sus actividades de
asistencia o educación, sino que
manifiesta toda su propia capacidad
de servicio a la promoción del
hombre y la fraternidad universal
cuando puede contar con un régimen
de libertad. Dicha libertad se ve
impedida en muchos casos por
prohibiciones y persecuciones, o
también limitada cuando se reduce la
presencia pública de la Iglesia
solamente a sus actividades
caritativas. La segunda verdad es
que el auténtico desarrollo del
hombre concierne de manera unitaria
a la totalidad de la persona en
todas sus dimensiones.[16] Sin la
perspectiva de una vida eterna, el
progreso humano en este mundo se
queda sin aliento. Encerrado dentro
de la historia, queda expuesto al
riesgo de reducirse sólo al
incremento del tener; así, la
humanidad pierde la valentía de
estar disponible para los bienes más
altos, para las iniciativas grandes
y desinteresadas que la caridad
universal exige. El hombre no se
desarrolla únicamente con sus
propias fuerzas, así como no se le
puede dar sin más el desarrollo
desde fuera. A lo largo de la
historia, se ha creído con
frecuencia que la creación de
instituciones bastaba para
garantizar a la humanidad el
ejercicio del derecho al desarrollo.
Desafortunadamente, se ha depositado
una confianza excesiva en dichas
instituciones, casi como si ellas
pudieran conseguir el objetivo
deseado de manera automática. En
realidad, las instituciones por sí
solas no bastan, porque el
desarrollo humano integral es ante
todo vocación y, por tanto, comporta
que se asuman libre y solidariamente
responsabilidades por parte de
todos. Este desarrollo exige,
además, una visión trascendente de
la persona, necesita a Dios: sin Él,
o se niega el desarrollo, o se le
deja únicamente en manos del hombre,
que cede a la presunción de la
auto-salvación y termina por
promover un desarrollo
deshumanizado. Por lo demás, sólo el
encuentro con Dios permite no «ver
siempre en el prójimo solamente al
otro»,[17] sino reconocer en él la
imagen divina, llegando así a
descubrir verdaderamente al otro y a
madurar un amor que «es ocuparse del
otro y preocuparse por el otro».[18]
12. La relación
entre la Populorum progressio y el
Concilio Vaticano II no representa
un fisura entre el Magisterio social
de Pablo VI y el de los Pontífices
que lo precedieron, puesto que el
Concilio profundiza dicho magisterio
en la continuidad de la vida de la
Iglesia.[19] En este sentido,
algunas subdivisiones abstractas de
la doctrina social de la Iglesia,
que aplican a las enseñanzas
sociales pontificias categorías
extrañas a ella, no contribuyen a
clarificarla. No hay dos tipos de
doctrina social, una preconciliar y
otra postconciliar, diferentes entre
sí, sino una única enseñanza,
coherente y al mismo tiempo siempre
nueva.[20] Es justo señalar las
peculiaridades de una u otra
Encíclica, de la enseñanza de uno u
otro Pontífice, pero sin perder
nunca de vista la coherencia de todo
el corpus doctrinal en su
conjunto.[21] Coherencia no
significa un sistema cerrado, sino
más bien la fidelidad dinámica a una
luz recibida. La doctrina social de
la Iglesia ilumina con una luz que
no cambia los problemas siempre
nuevos que van surgiendo.[22] Eso
salvaguarda tanto el carácter
permanente como histórico de este
«patrimonio» doctrinal[23] que, con
sus características específicas,
forma parte de la Tradición siempre
viva de la Iglesia.[24] La doctrina
social está construida sobre el
fundamento transmitido por los
Apóstoles a los Padres de la Iglesia
y acogido y profundizado después por
los grandes Doctores cristianos.
Esta doctrina se remite en
definitiva al hombre nuevo, al
«último Adán, Espíritu que da vida»
(1 Co 15,45), y que es principio de
la caridad que «no pasa nunca» (1 Co
13,8). Ha sido atestiguada por los
Santos y por cuantos han dado la
vida por Cristo Salvador en el campo
de la justicia y la paz. En ella se
expresa la tarea profética de los
Sumos Pontífices de guiar
apostólicamente la Iglesia de Cristo
y de discernir las nuevas exigencias
de la evangelización. Por estas
razones, la Populorum progressio,
insertada en la gran corriente de la
Tradición, puede hablarnos todavía
hoy a nosotros.
13. Además de su
íntima unión con toda la doctrina
social de la Iglesia, la Populorum
progressio enlaza estrechamente con
el conjunto de todo el magisterio de
Pablo VI y, en particular, con su
magisterio social. Sus enseñanzas
sociales fueron de gran relevancia:
reafirmó la importancia
imprescindible del Evangelio para la
construcción de la sociedad según
libertad y justicia, en la
perspectiva ideal e histórica de una
civilización animada por el amor.
Pablo VI entendió claramente que la
cuestión social se había hecho
mundial [25] y captó la relación
recíproca entre el impulso hacia la
unificación de la humanidad y el
ideal cristiano de una única familia
de los pueblos, solidaria en la
común hermandad. Indicó en el
desarrollo, humana y cristianamente
entendido, el corazón del mensaje
social cristiano y propuso la
caridad cristiana como principal
fuerza al servicio del desarrollo.
Movido por el deseo de hacer
plenamente visible al hombre
contemporáneo el amor de Cristo,
Pablo VI afrontó con firmeza
cuestiones éticas importantes, sin
ceder a las debilidades culturales
de su tiempo.
14. Con la Carta
apostólica Octogesima adveniens, de
1971, Pablo VI trató luego el tema
del sentido de la política y el
peligro que representaban las
visiones utópicas e ideológicas que
comprometían su cualidad ética y
humana. Son argumentos estrechamente
unidos con el desarrollo.
Lamentablemente, las ideologías
negativas surgen continuamente.
Pablo VI ya puso en guardia sobre la
ideología tecnocrática,[26] hoy
particularmente arraigada,
consciente del gran riesgo de
confiar todo el proceso del
desarrollo sólo a la técnica, porque
de este modo quedaría sin
orientación. En sí misma
considerada, la técnica es
ambivalente. Si de un lado hay
actualmente quien es propenso a
confiar completamente a ella el
proceso de desarrollo, de otro, se
advierte el surgir de ideologías que
niegan in toto la utilidad misma del
desarrollo, considerándolo
radicalmente antihumano y que sólo
comporta degradación. Así, se acaba
a veces por condenar, no sólo el
modo erróneo e injusto en que los
hombres orientan el progreso, sino
también los descubrimientos
científicos mismos que, por el
contrario, son una oportunidad de
crecimiento para todos si se usan
bien. La idea de un mundo sin
desarrollo expresa desconfianza en
el hombre y en Dios. Por tanto, es
un grave error despreciar las
capacidades humanas de controlar las
desviaciones del desarrollo o
ignorar incluso que el hombre tiende
constitutivamente a «ser más».
Considerar ideológicamente como
absoluto el progreso técnico y soñar
con la utopía de una humanidad que
retorna a su estado de naturaleza
originario, son dos modos opuestos
para eximir al progreso de su
valoración moral y, por tanto, de
nuestra responsabilidad.
15. Otros dos
documentos de Pablo VI, aunque no
tan estrechamente relacionados con
la doctrina social —la Encíclica
Humanae vitae, del 25 de julio de
1968, y la Exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi, del 8 de
diciembre de 1975— son muy
importantes para delinear el sentido
plenamente humano del desarrollo
propuesto por la Iglesia. Por tanto,
es oportuno leer también estos
textos en relación con la Populorum
progressio.
La Encíclica
Humanae vitae subraya el sentido
unitivo y procreador a la vez de la
sexualidad, poniendo así como
fundamento de la sociedad la pareja
de los esposos, hombre y mujer, que
se acogen recíprocamente en la
distinción y en la
complementariedad; una pareja, pues,
abierta a la vida.[27] No se trata
de una moral meramente individual:
la Humanae vitae señala los fuertes
vínculos entre ética de la vida y
ética social, inaugurando una
temática del magisterio que ha ido
tomando cuerpo poco a poco en varios
documentos y, por último, en la
Encíclica Evangelium vitae de Juan
Pablo II.[28] La Iglesia propone con
fuerza esta relación entre ética de
la vida y ética social, consciente
de que «no puede tener bases
sólidas, una sociedad que —mientras
afirma valores como la dignidad de
la persona, la justicia y la paz— se
contradice radicalmente aceptando y
tolerando las más variadas formas de
menosprecio y violación de la vida
humana, sobre todo si es débil y
marginada».[29]
La Exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi
guarda una relación muy estrecha con
el desarrollo, en cuanto «la
evangelización —escribe Pablo VI— no
sería completa si no tuviera en
cuenta la interpelación recíproca
que en el curso de los tiempos se
establece entre el Evangelio y la
vida concreta, personal y social del
hombre».[30] «Entre evangelización y
promoción humana (desarrollo,
liberación) existen efectivamente
lazos muy fuertes »: [31] partiendo
de esta convicción, Pablo VI aclaró
la relación entre el anuncio de
Cristo y la promoción de la persona
en la sociedad. El testimonio de la
caridad de Cristo mediante obras de
justicia, paz y desarrollo forma
parte de la evangelización, porque a
Jesucristo, que nos ama, le interesa
todo el hombre. Sobre estas
importantes enseñanzas se funda el
aspecto misionero [32] de la
doctrina social de la Iglesia, como
un elemento esencial de
evangelización.[33] Es anuncio y
testimonio de la fe. Es instrumento
y fuente imprescindible para
educarse en ella.
16. En la
Populorum progressio, Pablo VI nos
ha querido decir, ante todo, que el
progreso, en su fuente y en su
esencia, es una vocación: «En los
designios de Dios, cada hombre está
llamado a promover su propio
progreso, porque la vida de todo
hombre es una vocación».[34] Esto es
precisamente lo que legitima la
intervención de la Iglesia en la
problemática del desarrollo. Si éste
afectase sólo a los aspectos
técnicos de la vida del hombre, y no
al sentido de su caminar en la
historia junto con sus otros
hermanos, ni al descubrimiento de la
meta de este camino, la Iglesia no
tendría por qué hablar de él. Pablo
VI, como ya León XIII en la Rerum
novarum,[35] era consciente de
cumplir un deber propio de su
ministerio al proyectar la luz del
Evangelio sobre las cuestiones
sociales de su tiempo.[36]
Decir que el
desarrollo es vocación equivale a
reconocer, por un lado, que éste
nace de una llamada trascendente y,
por otro, que es incapaz de darse su
significado último por sí mismo. Con
buenos motivos, la palabra
«vocación» aparece de nuevo en otro
pasaje de la Encíclica, donde se
afirma: «No hay, pues, más que un
humanismo verdadero que se abre al
Absoluto en el reconocimiento de una
vocación que da la idea verdadera de
la vida humana».[37] Esta visión del
progreso es el corazón de la
Populorum progressio y motiva todas
las reflexiones de Pablo VI sobre la
libertad, la verdad y la caridad en
el desarrollo. Es también la razón
principal por lo que aquella
Encíclica todavía es actual en
nuestros días.
17. La vocación
es una llamada que requiere una
respuesta libre y responsable. El
desarrollo humano integral supone la
libertad responsable de la persona y
los pueblos: ninguna estructura
puede garantizar dicho desarrollo
desde fuera y por encima de la
responsabilidad humana. Los
«mesianismos prometedores, pero
forjados de ilusiones»[38] basan
siempre sus propias propuestas en la
negación de la dimensión
trascendente del desarrollo, seguros
de tenerlo todo a su disposición.
Esta falsa seguridad se convierte en
debilidad, porque comporta el
sometimiento del hombre, reducido a
un medio para el desarrollo,
mientras que la humildad de quien
acoge una vocación se transforma en
verdadera autonomía, porque hace
libre a la persona. Pablo VI no
tiene duda de que hay obstáculos y
condicionamientos que frenan el
desarrollo, pero tiene también la
certeza de que «cada uno permanece
siempre, sean los que sean los
influjos que sobre él se ejercen, el
artífice principal de su éxito o de
su fracaso».[39] Esta libertad se
refiere al desarrollo que tenemos
ante nosotros pero, al mismo tiempo,
también a las situaciones de
subdesarrollo, que no son fruto de
la casualidad o de una necesidad
histórica, sino que dependen de la
responsabilidad humana. Por eso,
«los pueblos hambrientos interpelan
hoy, con acento dramático, a los
pueblos opulentos».[40] También esto
es vocación, en cuanto llamada de
hombres libres a hombres libres para
asumir una responsabilidad común.
Pablo VI percibía netamente la
importancia de las estructuras
económicas y de las instituciones,
pero se daba cuenta con igual
claridad de que la naturaleza de
éstas era ser instrumentos de la
libertad humana. Sólo si es libre,
el desarrollo puede ser
integralmente humano; sólo en un
régimen de libertad responsable
puede crecer de manera adecuada.
18. Además de la
libertad, el desarrollo humano
integral como vocación exige también
que se respete la verdad. La
vocación al progreso impulsa a los
hombres a «hacer, conocer y tener
más para ser más».[41] Pero la
cuestión es: ¿qué significa «ser
más»? A esta pregunta, Pablo VI
responde indicando lo que comporta
esencialmente el «auténtico
desarrollo»: «debe ser integral, es
decir, promover a todos los hombres
y a todo el hombre».[42] En la
concurrencia entre las diferentes
visiones del hombre que, más aún que
en la sociedad de Pablo VI, se
proponen también en la de hoy, la
visión cristiana tiene la
peculiaridad de afirmar y justificar
el valor incondicional de la persona
humana y el sentido de su
crecimiento. La vocación cristiana
al desarrollo ayuda a buscar la
promoción de todos los hombres y de
todo el hombre. Pablo VI escribe:
«Lo que cuenta para nosotros es el
hombre, cada hombre, cada agrupación
de hombres, hasta la humanidad
entera».[43] La fe cristiana se
ocupa del desarrollo, no apoyándose
en privilegios o posiciones de
poder, ni tampoco en los méritos de
los cristianos, que ciertamente se
han dado y también hoy se dan, junto
con sus naturales limitaciones,[44]
sino sólo en Cristo, al cual debe
remitirse toda vocación auténtica al
desarrollo humano integral. El
Evangelio es un elemento fundamental
del desarrollo porque, en él,
Cristo, «en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre».[45] Con las
enseñanzas de su Señor, la Iglesia
escruta los signos de los tiempos,
los interpreta y ofrece al mundo «lo
que ella posee como propio: una
visión global del hombre y de la
humanidad».[46] Precisamente porque
Dios pronuncia el «sí» más grande al
hombre,[47] el hombre no puede dejar
de abrirse a la vocación divina para
realizar el propio desarrollo. La
verdad del desarrollo consiste en su
totalidad: si no es de todo el
hombre y de todos los hombres, no es
el verdadero desarrollo. Éste es el
mensaje central de la Populorum
progressio, válido hoy y siempre. El
desarrollo humano integral en el
plano natural, al ser respuesta a
una vocación de Dios creador,[48]
requiere su autentificación en «un
humanismo trascendental, que da [al
hombre] su mayor plenitud; ésta es
la finalidad suprema del desarrollo
personal».[49] Por tanto, la
vocación cristiana a dicho
desarrollo abarca tanto el plano
natural como el sobrenatural; éste
es el motivo por el que, «cuando
Dios queda eclipsado, nuestra
capacidad de reconocer el orden
natural, la finalidad y el “bien”,
empieza a disiparse».[50]
19. Finalmente,
la visión del desarrollo como
vocación comporta que su centro sea
la caridad. En la Encíclica
Populorum progressio, Pablo VI
señaló que las causas del
subdesarrollo no son principalmente
de orden material. Nos invitó a
buscarlas en otras dimensiones del
hombre. Ante todo, en la voluntad,
que con frecuencia se desentiende
de los deberes de la solidaridad.
Después, en el pensamiento, que no
siempre sabe orientar adecuadamente
el deseo. Por eso, para alcanzar el
desarrollo hacen falta «pensadores
de reflexión profunda que busquen un
humanismo nuevo, el cual permita al
hombre moderno hallarse a sí
mismo».[51] Pero eso no es todo. El
subdesarrollo tiene una causa más
importante aún que la falta de
pensamiento: es «la falta de
fraternidad entre los hombres y
entre los pueblos».[52] Esta
fraternidad, ¿podrán lograrla alguna
vez los hombres por sí solos? La
sociedad cada vez más globalizada
nos hace más cercanos, pero no más
hermanos. La razón, por sí sola, es
capaz de aceptar la igualdad entre
los hombres y de establecer una
convivencia cívica entre ellos, pero
no consigue fundar la hermandad.
Ésta nace de una vocación
transcendente de Dios Padre, el
primero que nos ha amado, y que nos
ha enseñado mediante el Hijo lo que
es la caridad fraterna. Pablo VI,
presentando los diversos niveles del
proceso de desarrollo del hombre,
puso en lo más alto, después de
haber mencionado la fe, «la unidad
de la caridad de Cristo, que nos
llama a todos a participar, como
hijos, en la vida del Dios vivo,
Padre de todos los hombres».[53]
20. Estas
perspectivas abiertas por la
Populorum progressio siguen siendo
fundamentales para dar vida y
orientación a nuestro compromiso por
el desarrollo de los pueblos.
Además, la Populorum progressio
subraya reiteradamente la urgencia
de las reformas[54] y pide que, ante
los grandes problemas de la
injusticia en el desarrollo de los
pueblos, se actúe con valor y sin
demora. Esta urgencia viene impuesta
también por la caridad en la verdad.
Es la caridad de Cristo la que nos
impulsa: «caritas Christi urget nos»
(2 Co 5,14). Esta urgencia no se
debe sólo al estado de cosas, no se
deriva solamente de la avalancha de
los acontecimientos y problemas,
sino de lo que está en juego: la
necesidad de alcanzar una auténtica
fraternidad. Lograr esta meta es tan
importante que exige tomarla en
consideración para comprenderla a
fondo y movilizarse «concretamente
con el corazón», con el fin de hacer
cambiar los procesos económicos y
sociales actuales hacia metas
plenamente humanas.
SUBIR
CAPÍTULO SEGUNDO EL DESARROLLO HUMANO EN NUESTRO
TIEMPO
21. Pablo VI
tenía una visión articulada del
desarrollo. Con el término
«desarrollo » quiso indicar ante
todo el objetivo de que los pueblos
salieran del hambre, la miseria, las
enfermedades endémicas y el
analfabetismo. Desde el punto de
vista económico, eso significaba su
participación activa y en
condiciones de igualdad en el
proceso económico internacional;
desde el punto de vista social, su
evolución hacia sociedades
solidarias y con buen nivel de
formación; desde el punto de vista
político, la consolidación de
regímenes democráticos capaces de
asegurar libertad y paz. Después de
tantos años, al ver con preocupación
el desarrollo y la perspectiva de
las crisis que se suceden en estos
tiempos, nos preguntamos hasta qué
punto se han cumplido las
expectativas de Pablo VI siguiendo
el modelo de desarrollo que se ha
adoptado en las últimas décadas. Por
tanto, reconocemos que estaba
fundada la preocupación de la
Iglesia por la capacidad del hombre
meramente tecnológico para fijar
objetivos realistas y poder
gestionar constante y adecuadamente
los instrumentos disponibles. La
ganancia es útil si, como medio, se
orienta a un fin que le dé un
sentido, tanto en el modo de
adquirirla como de utilizarla. El
objetivo exclusivo del beneficio,
cuando es obtenido mal y sin el bien
común como fin último, corre el
riesgo de destruir riqueza y crear
pobreza. El desarrollo económico que
Pablo VI deseaba era el que
produjera un crecimiento real,
extensible a todos y concretamente
sostenible. Es verdad que el
desarrollo ha sido y sigue siendo un
factor positivo que ha sacado de la
miseria a miles de millones de
personas y que, últimamente, ha dado
a muchos países la posibilidad de
participar efectivamente en la
política internacional. Sin embargo,
se ha de reconocer que el desarrollo
económico mismo ha estado, y lo está
aún, aquejado por desviaciones y
problemas dramáticos, que la crisis
actual ha puesto todavía más de
manifiesto. Ésta nos pone
improrrogablemente ante decisiones
que afectan cada vez más al destino
mismo del hombre, el cual, por lo
demás, no puede prescindir de su
naturaleza. Las fuerzas técnicas que
se mueven, las interrelaciones
planetarias, los efectos perniciosos
sobre la economía real de una
actividad financiera mal utilizada y
en buena parte especulativa, los
imponentes flujos migratorios,
frecuentemente provocados y después
no gestionados adecuadamente, o la
explotación sin reglas de los
recursos de la tierra, nos induce
hoy a reflexionar sobre las medidas
necesarias para solucionar problemas
que no sólo son nuevos respecto a
los afrontados por el Papa Pablo VI,
sino también, y sobre todo, que
tienen un efecto decisivo para el
bien presente y futuro de la
humanidad. Los aspectos de la crisis
y sus soluciones, así como la
posibilidad de un futuro nuevo
desarrollo, están cada vez más
interrelacionados, se implican
recíprocamente, requieren nuevos
esfuerzos de comprensión unitaria y
una nueva síntesis humanista. Nos
preocupa justamente la complejidad y
gravedad de la situación económica
actual, pero hemos de asumir con
realismo, confianza y esperanza las
nuevas responsabilidades que nos
reclama la situación de un mundo que
necesita una profunda renovación
cultural y el redescubrimiento de
valores de fondo sobre los cuales
construir un futuro mejor. La crisis
nos obliga a revisar nuestro camino,
a darnos nuevas reglas y a encontrar
nuevas formas de compromiso, a
apoyarnos en las experiencias
positivas y a rechazar las
negativas. De este modo, la crisis
se convierte en ocasión de discernir
y proyectar de un modo nuevo.
Conviene afrontar las dificultades
del presente en esta clave, de
manera confiada más que resignada.
22. Hoy, el
cuadro del desarrollo se despliega
en múltiples ámbitos. Los actores y
las causas, tanto del subdesarrollo
como del desarrollo, son múltiples,
las culpas y los méritos son muchos
y diferentes. Esto debería llevar a
liberarse de las ideologías, que con
frecuencia simplifican de manera
artificiosa la realidad, y a
examinar con objetividad la
dimensión humana de los problemas.
Como ya señaló Juan Pablo II,[55] la
línea de demarcación entre países
ricos y pobres ahora no es tan neta
como en tiempos de la Populorum
progressio. La riqueza mundial crece
en términos absolutos, pero aumentan
también las desigualdades. En los
países ricos, nuevas categorías
sociales se empobrecen y nacen
nuevas pobrezas. En las zonas más
pobres, algunos grupos gozan de un
tipo de superdesarrollo derrochador
y consumista, que contrasta de modo
inaceptable con situaciones
persistentes de miseria
deshumanizadora. Se sigue
produciendo « el escándalo de las
disparidades hirientes ».[56]
Lamentablemente, hay corrupción e
ilegalidad tanto en el
comportamiento de sujetos económicos
y políticos de los países ricos,
nuevos y antiguos, como en los
países pobres. La falta de respeto
de los derechos humanos de los
trabajadores es provocada a veces
por grandes empresas multinacionales
y también por grupos de producción
local. Las ayudas internacionales se
han desviado con frecuencia de su
finalidad por irresponsabilidades
tanto en los donantes como en los
beneficiarios. Podemos encontrar la
misma articulación de
responsabilidades también en el
ámbito de las causas inmateriales o
culturales del desarrollo y el
subdesarrollo. Hay formas excesivas
de protección de los conocimientos
por parte de los países ricos, a
través de un empleo demasiado rígido
del derecho a la propiedad
intelectual, especialmente en el
campo sanitario. Al mismo tiempo, en
algunos países pobres perduran
modelos culturales y normas sociales
de comportamiento que frenan el
proceso de desarrollo.
23. Hoy, muchas
áreas del planeta se han
desarrollado, aunque de modo
problemático y desigual, entrando a
formar parte del grupo de las
grandes potencias destinado a jugar
un papel importante en el futuro.
Pero se ha de subrayar que no basta
progresar sólo desde el punto de
vista económico y tecnológico. El
desarrollo necesita ser ante todo
auténtico e integral. El salir del
atraso económico, algo en sí mismo
positivo, no soluciona la
problemática compleja de la
promoción del hombre, ni en los
países protagonistas de estos
adelantos, ni en los países
económicamente ya desarrollados, ni
en los que todavía son pobres, los
cuales pueden sufrir, además de
antiguas formas de explotación, las
consecuencias negativas que se
derivan de un crecimiento marcado
por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe
de los sistemas económicos y
políticos de los países comunistas
de Europa Oriental y el fin de los
llamados «bloques contrapuestos »,
hubiera sido necesario un
replanteamiento total del
desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II,
quien en 1987 indicó que la
existencia de estos « bloques » era
una de las principales causas del
subdesarrollo,[57] pues la política
sustraía recursos a la economía y a
la cultura, y la ideología inhibía
la libertad. En 1991, después de los
acontecimientos de 1989, pidió
también que el fin de los bloques se
correspondiera con un nuevo modo de
proyectar globalmente el desarrollo,
no sólo en aquellos países, sino
también en Occidente y en las partes
del mundo que se estaban
desarrollando.[58] Esto ha ocurrido
sólo en parte, y sigue siendo un
deber llevarlo a cabo, tal vez
aprovechando precisamente las
medidas necesarias para superar los
problemas económicos actuales.
24. El mundo que
Pablo VI tenía ante sí, aunque el
proceso de socialización estuviera
ya avanzado y pudo hablar de una
cuestión social que se había hecho
mundial, estaba aún mucho menos
integrado que el actual. La
actividad económica y la función
política se movían en gran parte
dentro de los mismos confines y
podían contar, por tanto, la una con
la otra. La actividad productiva
tenía lugar predominantemente en los
ámbitos nacionales y las inversiones
financieras circulaban de forma
bastante limitada con el extranjero,
de manera que la política de muchos
estados podía fijar todavía las
prioridades de la economía y, de
algún modo, gobernar su curso con
los instrumentos que tenía a su
disposición. Por este motivo, la
Populorum progressio asignó un papel
central, aunque no exclusivo, a los
« poderes públicos ».[59]
En nuestra época,
el Estado se encuentra con el deber
de afrontar las limitaciones que
pone a su soberanía el nuevo
contexto económico-comercial y
financiero internacional,
caracterizado también por una
creciente movilidad de los capitales
financieros y los medios de
producción materiales e
inmateriales. Este nuevo contexto ha
modificado el poder político de los
estados.
Hoy, aprendiendo
también la lección que proviene de
la crisis económica actual, en la
que los poderes públicos del Estado
se ven llamados directamente a
corregir errores y disfunciones,
parece más realista una renovada
valoración de su papel y de su
poder, que han de ser sabiamente
reexaminados y revalorizados, de
modo que sean capaces de afrontar
los desafíos del mundo actual,
incluso con nuevas modalidades de
ejercerlos. Con un papel mejor
ponderado de los poderes públicos,
es previsible que se fortalezcan las
nuevas formas de participación en la
política nacional e internacional
que tienen lugar a través de la
actuación de las organizaciones de
la sociedad civil; en este sentido,
es de desear que haya mayor atención
y participación en la res publica
por parte de los ciudadanos.
25. Desde el
punto de vista social, a los
sistemas de protección y previsión,
ya existentes en tiempos de Pablo VI
en muchos países, les cuesta
trabajo, y les costará todavía más
en el futuro, lograr sus objetivos
de verdadera justicia social dentro
de un cuadro de fuerzas
profundamente transformado. El
mercado, al hacerse global, ha
estimulado, sobre todo en países
ricos, la búsqueda de áreas en las
que emplazar la producción a bajo
coste con el fin de reducir los
precios de muchos bienes, aumentar
el poder de adquisición y acelerar
por tanto el índice de crecimiento,
centrado en un mayor consumo en el
propio mercado interior.
Consecuentemente, el mercado ha
estimulado nuevas formas de
competencia entre los estados con el
fin de atraer centros productivos de
empresas extranjeras, adoptando
diversas medidas, como una
fiscalidad favorable y la falta de
reglamentación del mundo del
trabajo. Estos procesos han llevado
a la reducción de la red de
seguridad social a cambio de la
búsqueda de mayores ventajas
competitivas en el mercado global,
con grave peligro para los derechos
de los trabajadores, para los
derechos fundamentales del hombre y
para la solidaridad en las
tradicionales formas del Estado
social. Los sistemas de seguridad
social pueden perder la capacidad de
cumplir su tarea, tanto en los
países pobres, como en los
emergentes, e incluso en los ya
desarrollados desde hace tiempo. En
este punto, las políticas de
balance, con los recortes al gasto
social, con frecuencia promovidos
también por las instituciones
financieras internacionales, pueden
dejar a los ciudadanos impotentes
ante riesgos antiguos y nuevos;
dicha impotencia aumenta por la
falta de protección eficaz por parte
de las asociaciones de los
trabajadores. El conjunto de los
cambios sociales y económicos hace
que las organizaciones sindicales
tengan mayores dificultades para
desarrollar su tarea de
representación de los intereses de
los trabajadores, también porque los
gobiernos, por razones de utilidad
económica, limitan a menudo las
libertades sindicales o la capacidad
de negociación de los sindicatos
mismos. Las redes de solidaridad
tradicionales se ven obligadas a
superar mayores obstáculos. Por
tanto, la invitación de la doctrina
social de la Iglesia, empezando por
la Rerum novarum,[60] a dar vida a
asociaciones de trabajadores para
defender sus propios derechos ha de
ser respetada, hoy más que ayer,
dando ante todo una respuesta pronta
y de altas miras a la urgencia de
establecer nuevas sinergias en el
ámbito internacional y local.
La movilidad
laboral, asociada a la desregulación
generalizada, ha sido un fenómeno
importante, no exento de aspectos
positivos porque estimula la
producción de nueva riqueza y el
intercambio entre culturas
diferentes. Sin embargo, cuando la
incertidumbre sobre las condiciones
de trabajo a causa de la movilidad y
la desregulación se hace endémica,
surgen formas de inestabilidad
psicológica, de dificultad para
crear caminos propios coherentes en
la vida, incluido el del matrimonio.
Como consecuencia, se producen
situaciones de deterioro humano y de
desperdicio social. Respecto a lo
que sucedía en la sociedad
industrial del pasado, el paro
provoca hoy nuevas formas de
irrelevancia económica, y la actual
crisis sólo puede empeorar dicha
situación. El estar sin trabajo
durante mucho tiempo, o la
dependencia prolongada de la
asistencia pública o privada, mina
la libertad y la creatividad de la
persona y sus relaciones familiares
y sociales, con graves daños en el
plano psicológico y espiritual.
Quisiera recordar a todos, en
especial a los gobernantes que se
ocupan en dar un aspecto renovado al
orden económico y social del mundo,
que el primer capital que se ha de
salvaguardar y valorar es el hombre,
la persona en su integridad: « Pues
el hombre es el autor, el centro y
el fin de toda la vida
económico-social».[61]
26. En el plano
cultural, las diferencias son aún
más acusadas que en la época de
Pablo VI. Entonces, las culturas
estaban generalmente bien definidas
y tenían más posibilidades de
defenderse ante los intentos de
hacerlas homogéneas. Hoy, las
posibilidades de interacción entre
las culturas han aumentado
notablemente, dando lugar a nuevas
perspectivas de diálogo
intercultural, un diálogo que, para
ser eficaz, ha de tener como punto
de partida una toma de conciencia de
la identidad específica de los
diversos interlocutores. Pero no se
ha de olvidar que la progresiva
mercantilización de los intercambios
culturales aumenta hoy un doble
riesgo. Se nota, en primer lugar, un
eclecticismo cultural asumido con
frecuencia de manera acrítica: se
piensa en las culturas como
superpuestas unas a otras,
sustancialmente equivalentes e
intercambiables. Eso induce a caer
en un relativismo que en nada ayuda
al verdadero diálogo intercultural;
en el plano social, el relativismo
cultural provoca que los grupos
culturales estén juntos o convivan,
pero separados, sin diálogo
auténtico y, por lo tanto, sin
verdadera integración. Existe, en
segundo lugar, el peligro opuesto de
rebajar la cultura y homologar los
comportamientos y estilos de vida.
De este modo, se pierde el sentido
profundo de la cultura de las
diferentes naciones, de las
tradiciones de los diversos pueblos,
en cuyo marco la persona se enfrenta
a las cuestiones fundamentales de la
existencia.[62] El eclecticismo y el
bajo nivel cultural coinciden en
separar la cultura de la naturaleza
humana. Así, las culturas ya no
saben encontrar su lugar en una
naturaleza que las transciende,[63]
terminando por reducir al hombre a
mero dato cultural. Cuando esto
ocurre, la humanidad corre nuevos
riesgos de sometimiento y
manipulación.
27. En muchos
países pobres persiste, y amenaza
con acentuarse, la extrema
inseguridad de vida a causa de la
falta de alimentación: el hambre
causa todavía muchas víctimas entre
tantos Lázaros a los que no se les
consiente sentarse a la mesa del
rico epulón, como en cambio Pablo VI
deseaba.[64] Dar de comer a los
hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es
un imperativo ético para la Iglesia
universal, que responde a las
enseñanzas de su Fundador, el Señor
Jesús, sobre la solidaridad y el
compartir. Además, en la era de la
globalización, eliminar el hambre en
el mundo se ha convertido también en
una meta que se ha de lograr para
salvaguardar la paz y la estabilidad
del planeta. El hambre no depende
tanto de la escasez material, cuanto
de la insuficiencia de recursos
sociales, el más importante de los
cuales es de tipo institucional. Es
decir, falta un sistema de
instituciones económicas capaces,
tanto de asegurar que se tenga
acceso al agua y a la comida de
manera regular y adecuada desde el
punto de vista nutricional, como de
afrontar las exigencias relacionadas
con las necesidades primarias y con
las emergencias de crisis
alimentarias reales, provocadas por
causas naturales o por la
irresponsabilidad política nacional
e internacional. El problema de la
inseguridad alimentaria debe ser
planteado en una perspectiva de
largo plazo, eliminando las causas
estructurales que lo provocan y
promoviendo el desarrollo agrícola
de los países más pobres mediante
inversiones en infraestructuras
rurales, sistemas de riego,
transportes, organización de los
mercados, formación y difusión de
técnicas agrícolas apropiadas,
capaces de utilizar del mejor modo
los recursos humanos, naturales y
socio-económicos, que se puedan
obtener preferiblemente en el propio
lugar, para asegurar así también su
sostenibilidad a largo plazo. Todo
eso ha de llevarse a cabo implicando
a las comunidades locales en las
opciones y decisiones referentes a
la tierra de cultivo. En esta
perspectiva, podría ser útil tener
en cuenta las nuevas fronteras que
se han abierto en el empleo correcto
de las técnicas de producción
agrícola tradicional, así como las
más innovadoras, en el caso de que
éstas hayan sido reconocidas, tras
una adecuada verificación,
convenientes, respetuosas del
ambiente y atentas a las poblaciones
más desfavorecidas. Al mismo tiempo,
no se debería descuidar la cuestión
de una reforma agraria ecuánime en
los países en desarrollo. El derecho
a la alimentación y al agua tiene un
papel importante para conseguir
otros derechos, comenzando ante todo
por el derecho primario a la vida.
Por tanto, es necesario que madure
una conciencia solidaria que
considere la alimentación y el
acceso al agua como derechos
universales de todos los seres
humanos, sin distinciones ni
discriminaciones.[65] Es importante
destacar, además, que la vía
solidaria hacia el desarrollo de los
países pobres puede ser un proyecto
de solución de la crisis global
actual, como lo han intuido en los
últimos tiempos hombres políticos y
responsables de instituciones
internacionales. Apoyando a los
países económicamente pobres
mediante planes de financiación
inspirados en la solidaridad, con el
fin de que ellos mismos puedan
satisfacer las necesidades de bienes
de consumo y desarrollo de los
propios ciudadanos, no sólo se puede
producir un verdadero crecimiento
económico, sino que se puede
contribuir también a sostener la
capacidad productiva de los países
ricos, que corre peligro de quedar
comprometida por la crisis.
28. Uno de los
aspectos más destacados del
desarrollo actual es la importancia
del tema del respeto a la vida, que
en modo alguno puede separarse de
las cuestiones relacionadas con el
desarrollo de los pueblos. Es un
aspecto que últimamente está
asumiendo cada vez mayor relieve,
obligándonos a ampliar el concepto
de pobreza [66] y de subdesarrollo a
los problemas vinculados con la
acogida de la vida, sobre todo donde
ésta se ve impedida de diversas
formas.
La situación de
pobreza no sólo provoca todavía en
muchas zonas un alto índice de
mortalidad infantil, sino que en
varias partes del mundo persisten
prácticas de control demográfico por
parte de los gobiernos, que con
frecuencia difunden la contracepción
y llegan incluso a imponer también
el aborto. En los países
económicamente más desarrollados,
las legislaciones contrarias a la
vida están muy extendidas y han
condicionado ya las costumbres y la
praxis, contribuyendo a difundir una
mentalidad antinatalista, que muchas
veces se trata de transmitir también
a otros estados como si fuera un
progreso cultural.
Algunas
organizaciones no gubernamentales,
además, difunden el aborto,
promoviendo a veces en los países
pobres la adopción de la práctica de
la esterilización, incluso en
mujeres a quienes no se pide su
consentimiento. Por añadidura,
existe la sospecha fundada de que,
en ocasiones, las ayudas al
desarrollo se condicionan a
determinadas políticas sanitarias
que implican de hecho la imposición
de un fuerte control de la
natalidad. Preocupan también tanto
las legislaciones que aceptan la
eutanasia como las presiones de
grupos nacionales e internacionales
que reivindican su reconocimiento
jurídico.
La apertura a la
vida está en el centro del verdadero
desarrollo. Cuando una sociedad se
encamina hacia la negación y la
supresión de la vida, acaba por no
encontrar la motivación y la energía
necesaria para esforzarse en el
servicio del verdadero bien del
hombre. Si se pierde la sensibilidad
personal y social para acoger una
nueva vida, también se marchitan
otras formas de acogida provechosas
para la vida social.[67] La acogida
de la vida forja las energías
morales y capacita para la ayuda
recíproca. Fomentando la apertura a
la vida, los pueblos ricos pueden
comprender mejor las necesidades de
los que son pobres, evitar el empleo
de ingentes recursos económicos e
intelectuales para satisfacer deseos
egoístas entre los propios
ciudadanos y promover, por el
contrario, buenas actuaciones en la
perspectiva de una producción
moralmente sana y solidaria, en el
respeto del derecho fundamental de
cada pueblo y cada persona a la
vida.
29. Hay otro
aspecto de la vida de hoy, muy
estrechamente unido con el
desarrollo: la negación del derecho
a la libertad religiosa. No me
refiero sólo a las luchas y
conflictos que todavía se producen
en el mundo por motivos religiosos,
aunque a veces la religión sea
solamente una cobertura para razones
de otro tipo, como el afán de poder
y riqueza. En efecto, hoy se mata
frecuentemente en el nombre sagrado
de Dios, como muchas veces ha
manifestado y deplorado públicamente
mi predecesor Juan Pablo II y yo
mismo.[68] La violencia frena el
desarrollo auténtico e impide la
evolución de los pueblos hacia un
mayor bienestar socioeconómico y
espiritual. Esto ocurre
especialmente con el terrorismo de
inspiración fundamentalista,[69] que
causa dolor, devastación y muerte,
bloquea el diálogo entre las
naciones y desvía grandes recursos
de su empleo pacífico y civil. No
obstante, se ha de añadir que,
además del fanatismo religioso que
impide el ejercicio del derecho a la
libertad de religión en algunos
ambientes, también la promoción
programada de la indiferencia
religiosa o del ateísmo práctico por
parte de muchos países contrasta con
las necesidades del desarrollo de
los pueblos, sustrayéndoles bienes
espirituales y humanos. Dios es el
garante del verdadero desarrollo del
hombre en cuanto, habiéndolo creado
a su imagen, funda también su
dignidad trascendente y alimenta su
anhelo constitutivo de « ser más ».
El ser humano no es un átomo perdido
en un universo casual,[70] sino una
criatura de Dios, a quien Él ha
querido dar un alma inmortal y al
que ha amado desde siempre. Si el
hombre fuera fruto sólo del azar o
la necesidad, o si tuviera que
reducir sus aspiraciones al
horizonte angosto de las situaciones
en que vive, si todo fuera
únicamente historia y cultura, y el
hombre no tuviera una naturaleza
destinada a transcenderse en una
vida sobrenatural, podría hablarse
de incremento o de evolución, pero
no de desarrollo. Cuando el Estado
promueve, enseña, o incluso impone
formas de ateísmo práctico, priva a
sus ciudadanos de la fuerza moral y
espiritual indispensable para
comprometerse en el desarrollo
humano integral y les impide avanzar
con renovado dinamismo en su
compromiso en favor de una respuesta
humana más generosa al amor
divino.[71] Y también se da el caso
de que países económicamente
desarrollados o emergentes exporten
a los países pobres, en el contexto
de sus relaciones culturales,
comerciales y políticas, esta visión
restringida de la persona y su
destino. Éste es el daño que el
« superdesarrollo »[72] produce al
desarrollo auténtico, cuando va
acompañado por el « subdesarrollo
moral».[73]
30. En esta
línea, el tema del desarrollo humano
integral adquiere un alcance aún más
complejo: la correlación entre sus
múltiples elementos exige un
esfuerzo para que los diferentes
ámbitos del saber humano sean
interactivos, con vistas a la
promoción de un verdadero desarrollo
de los pueblos. Con frecuencia, se
cree que basta aplicar el desarrollo
o las medidas socioeconómicas
correspondientes mediante una
actuación común. Sin embargo, este
actuar común necesita ser orientado,
porque « toda acción social implica
una doctrina ».[74] Teniendo en
cuenta la complejidad de los
problemas, es obvio que las
diferentes disciplinas deben
colaborar en una
interdisciplinariedad ordenada. La
caridad no excluye el saber, más
bien lo exige, lo promueve y lo
anima desde dentro. El saber nunca
es sólo obra de la inteligencia.
Ciertamente, puede reducirse a
cálculo y experimentación, pero si
quiere ser sabiduría capaz de
orientar al hombre a la luz de los
primeros principios y de su fin
último, ha de ser « sazonado » con
la « sal » de la caridad. Sin el
saber, el hacer es ciego, y el saber
es estéril sin el amor. En efecto,
«el que está animado de una
verdadera caridad es ingenioso para
descubrir las causas de la miseria,
para encontrar los medios de
combatirla, para vencerla con
intrepidez ».[75] Al afrontar los
fenómenos que tenemos delante, la
caridad en la verdad exige ante todo
conocer y entender, conscientes y
respetuosos de la competencia
específica de cada ámbito del saber.
La caridad no es una añadidura
posterior, casi como un apéndice al
trabajo ya concluido de las
diferentes disciplinas, sino que
dialoga con ellas desde el
principio. Las exigencias del amor
no contradicen las de la razón. El
saber humano es insuficiente y las
conclusiones de las ciencias no
podrán indicar por sí solas la vía
hacia el desarrollo integral del
hombre. Siempre hay que lanzarse más
allá: lo exige la caridad en la
verdad.[76] Pero ir más allá nunca
significa prescindir de las
conclusiones de la razón, ni
contradecir sus resultados. No
existe la inteligencia y después el
amor: existe el amor rico en
inteligencia y la inteligencia llena
de amor.
31. Esto
significa que la valoración moral y
la investigación científica deben
crecer juntas, y que la caridad ha
de animarlas en un conjunto
interdisciplinar armónico, hecho de
unidad y distinción. La doctrina
social de la Iglesia, que tiene
« una importante dimensión
interdisciplinar »,[77] puede
desempeñar en esta perspectiva una
función de eficacia extraordinaria.
Permite a la fe, a la teología, a la
metafísica y a las ciencias
encontrar su lugar dentro de una
colaboración al servicio del hombre.
La doctrina social de la Iglesia
ejerce especialmente en esto su
dimensión sapiencial. Pablo VI vio
con claridad que una de las causas
del subdesarrollo es una falta de
sabiduría, de reflexión, de
pensamiento capaz de elaborar una
síntesis orientadora,[78] y que
requiere « una clara visión de todos
los aspectos económicos, sociales,
culturales y espirituales ».[79] La
excesiva sectorización del
saber,[80] el cerrarse de las
ciencias humanas a la
metafísica,[81] las dificultades del
diálogo entre las ciencias y la
teología, no sólo dañan el
desarrollo del saber, sino también
el desarrollo de los pueblos, pues,
cuando eso ocurre, se obstaculiza la
visión de todo el bien del hombre en
las diferentes dimensiones que lo
caracterizan. Es indispensable
« ampliar nuestro concepto de razón
y de su uso »[82] para conseguir
ponderar adecuadamente todos los
términos de la cuestión del
desarrollo y de la solución de los
problemas socioeconómicos.
32. Las grandes
novedades que presenta hoy el cuadro
del desarrollo de los pueblos
plantean en muchos casos la
exigencia de nuevas soluciones.
Éstas han de buscarse, a la vez, en
el respeto de las leyes propias de
cada cosa y a la luz de una visión
integral del hombre que refleje los
diversos aspectos de la persona
humana, considerada con la mirada
purificada por la caridad. Así se
descubrirán singulares convergencias
y posibilidades concretas de
solución, sin renunciar a ningún
componente fundamental de la vida
humana.
La dignidad de la
persona y las exigencias de la
justicia requieren, sobre todo hoy,
que las opciones económicas no hagan
aumentar de manera excesiva y
moralmente inaceptable las
desigualdades [83] y que se siga
buscando como prioridad el objetivo
del acceso al trabajo por parte de
todos, o lo mantengan. Pensándolo
bien, esto es también una exigencia
de la « razón económica». El aumento
sistémico de las desigualdades entre
grupos sociales dentro de un mismo
país y entre las poblaciones de los
diferentes países, es decir, el
aumento masivo de la pobreza
relativa, no sólo tiende a erosionar
la cohesión social y, de este modo,
poner en peligro la democracia, sino
que tiene también un impacto
negativo en el plano económico por
el progresivo desgaste del « capital
social », es decir, del conjunto de
relaciones de confianza, fiabilidad
y respeto de las normas, que son
indispensables en toda convivencia
civil.
La ciencia
económica nos dice también que una
situación de inseguridad estructural
da origen a actitudes
antiproductivas y al derroche de
recursos humanos, en cuanto que el
trabajador tiende a adaptarse
pasivamente a los mecanismos
automáticos, en vez de dar espacio a
la creatividad. También sobre este
punto hay una convergencia entre
ciencia económica y valoración
moral. Los costes humanos son
siempre también costes económicos y
las disfunciones económicas
comportan igualmente costes humanos.
Además, se ha de
recordar que rebajar las culturas a
la dimensión tecnológica, aunque
puede favorecer la obtención de
beneficios a corto plazo, a la larga
obstaculiza el enriquecimiento mutuo
y las dinámicas de colaboración. Es
importante distinguir entre
consideraciones económicas o
sociológicas a corto y largo plazo.
Reducir el nivel de tutela de los
derechos de los trabajadores y
renunciar a mecanismos de
redistribución del rédito con el fin
de que el país adquiera mayor
competitividad internacional,
impiden consolidar un desarrollo
duradero. Por tanto, se han de
valorar cuidadosamente las
consecuencias que tienen sobre las
personas las tendencias actuales
hacia una economía de corto, a veces
brevísimo plazo. Esto exige « una
nueva y más profunda reflexión sobre
el sentido de la economía y de sus
fines »,[84] además de una honda
revisión con amplitud de miras del
modelo de desarrollo, para corregir
sus disfunciones y desviaciones. Lo
exige, en realidad, el estado de
salud ecológica del planeta; lo
requiere sobre todo la crisis
cultural y moral del hombre, cuyos
síntomas son evidentes en todas las
partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de
cuarenta años después de la
Populorum progressio, su argumento
de fondo, el progreso, sigue siendo
aún un problema abierto, que se ha
hecho más agudo y perentorio por la
crisis económico-financiera que se
está produciendo. Aunque algunas
zonas del planeta que sufrían la
pobreza han experimentado cambios
notables en términos de crecimiento
económico y participación en la
producción mundial, otras viven
todavía en una situación de miseria
comparable a la que había en tiempos
de Pablo VI y, en algún caso, puede
decirse que peor. Es significativo
que algunas causas de esta situación
fueran ya señaladas en la Populorum
progressio, como por ejemplo, los
altos aranceles aduaneros impuestos
por los países económicamente
desarrollados, que todavía impiden a
los productos procedentes de los
países pobres llegar a los mercados
de los países ricos. En cambio,
otras causas que la Encíclica sólo
esbozó, han adquirido después mayor
relieve. Este es el caso de la
valoración del proceso de
descolonización, por entonces en
pleno auge. Pablo VI deseaba un
itinerario autónomo que se
recorriera en paz y libertad.
Después de más de cuarenta años,
hemos de reconocer lo difícil que ha
sido este recorrido, tanto por
nuevas formas de colonialismo y
dependencia de antiguos y nuevos
países hegemónicos, como por graves
irresponsabilidades internas en los
propios países que se han
independizado.
La novedad
principal ha sido el estallido de la
interdependencia planetaria, ya
comúnmente llamada globalización.
Pablo VI lo había previsto
parcialmente, pero es sorprendente
el alcance y la impetuosidad de su
auge. Surgido en los países
económicamente desarrollados, este
proceso ha implicado por su
naturaleza a todas las economías. Ha
sido el motor principal para que
regiones enteras superaran el
subdesarrollo y es, de por sí, una
gran oportunidad. Sin embargo, sin
la guía de la caridad en la verdad,
este impulso planetario puede
contribuir a crear riesgo de daños
hasta ahora desconocidos y nuevas
divisiones en la familia humana. Por
eso, la caridad y la verdad nos
plantean un compromiso inédito y
creativo, ciertamente muy vasto y
complejo. Se trata de ensanchar la
razón y hacerla capaz de conocer y
orientar estas nuevas e imponentes
dinámicas, animándolas en la
perspectiva de esa « civilización
del amor », de la cual Dios ha
puesto la semilla en cada pueblo y
en cada cultura.
SUBIR
CAPÍTULO TERCERO FRATERNIDAD, DESARROLLO ECONÓMICO Y
SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en
la verdad pone al hombre ante la
sorprendente experiencia del don. La
gratuidad está en su vida de muchas
maneras, aunque frecuentemente pasa
desapercibida debido a una visión de
la existencia que antepone a todo la
productividad y la utilidad. El ser
humano está hecho para el don, el
cual manifiesta y desarrolla su
dimensión trascendente. A veces, el
hombre moderno tiene la errónea
convicción de ser el único autor de
sí mismo, de su vida y de la
sociedad. Es una presunción fruto de
la cerrazón egoísta en sí mismo, que
procede —por decirlo con una
expresión creyente— del pecado de
los orígenes. La sabiduría de la
Iglesia ha invitado siempre a no
olvidar la realidad del pecado
original, ni siquiera en la
interpretación de los fenómenos
sociales y en la construcción de la
sociedad: « Ignorar que el hombre
posee una naturaleza herida,
inclinada al mal, da lugar a graves
errores en el dominio de la
educación, de la política, de la
acción social y de las
costumbres ».[85] Hace tiempo que la
economía forma parte del conjunto de
los ámbitos en que se manifiestan
los efectos perniciosos del pecado.
Nuestros días nos ofrecen una prueba
evidente. Creerse autosuficiente y
capaz de eliminar por sí mismo el
mal de la historia ha inducido al
hombre a confundir la felicidad y la
salvación con formas inmanentes de
bienestar material y de actuación
social. Además, la exigencia de la
economía de ser autónoma, de no
estar sujeta a « injerencias » de
carácter moral, ha llevado al hombre
a abusar de los instrumentos
económicos incluso de manera
destructiva. Con el pasar del
tiempo, estas posturas han
desembocado en sistemas económicos,
sociales y políticos que han
tiranizado la libertad de la persona
y de los organismos sociales y que,
precisamente por eso, no han sido
capaces de asegurar la justicia que
prometían. Como he afirmado en la
Encíclica Spe salvi, se elimina así
de la historia la esperanza
cristiana,[86] que no obstante es un
poderoso recurso social al servicio
del desarrollo humano integral, en
la libertad y en la justicia. La
esperanza sostiene a la razón y le
da fuerza para orientar la
voluntad.[87] Está ya presente en la
fe, que la suscita. La caridad en la
verdad se nutre de ella y, al mismo
tiempo, la manifiesta. Al ser un don
absolutamente gratuito de Dios,
irrumpe en nuestra vida como algo
que no es debido, que trasciende
toda ley de justicia. Por su
naturaleza, el don supera el mérito,
su norma es sobreabundar. Nos
precede en nuestra propia alma como
signo de la presencia de Dios en
nosotros y de sus expectativas para
con nosotros. La verdad que, como la
caridad es don, nos supera, como
enseña San Agustín.[88] Incluso
nuestra propia verdad, la de nuestra
conciencia personal, ante todo, nos
ha sido « dada ». En efecto, en todo
proceso cognitivo la verdad no es
producida por nosotros, sino que se
encuentra o, mejor aún, se recibe.
Como el amor, « no nace del
pensamiento o la voluntad, sino que
en cierto sentido se impone al ser
humano».[89]
Al ser un don
recibido por todos, la caridad en la
verdad es una fuerza que funda la
comunidad, unifica a los hombres de
manera que no haya barreras o
confines. La comunidad humana puede
ser organizada por nosotros mismos,
pero nunca podrá ser sólo con sus
propias fuerzas una comunidad
plenamente fraterna ni aspirar a
superar las fronteras, o convertirse
en una comunidad universal. La
unidad del género humano, la
comunión fraterna más allá de toda
división, nace de la palabra de
Dios-Amor que nos convoca. Al
afrontar esta cuestión decisiva,
hemos de precisar, por un lado, que
la lógica del don no excluye la
justicia ni se yuxtapone a ella como
un añadido externo en un segundo
momento y, por otro, que el
desarrollo económico, social y
político necesita, si quiere ser
auténticamente humano, dar espacio
al principio de gratuidad como
expresión de fraternidad.
35. Si hay
confianza recíproca y generalizada,
el mercado es la institución
económica que permite el encuentro
entre las personas, como agentes
económicos que utilizan el contrato
como norma de sus relaciones y que
intercambian bienes y servicios de
consumo para satisfacer sus
necesidades y deseos. El mercado
está sujeto a los principios de la
llamada justicia conmutativa, que
regula precisamente la relación
entre dar y recibir entre iguales.
Pero la doctrina social de la
Iglesia no ha dejado nunca de
subrayar la importancia de la
justicia distributiva y de la
justicia social para la economía de
mercado, no sólo porque está dentro
de un contexto social y político más
amplio, sino también por la trama de
relaciones en que se desenvuelve. En
efecto, si el mercado se rige
únicamente por el principio de la
equivalencia del valor de los bienes
que se intercambian, no llega a
producir la cohesión social que
necesita para su buen
funcionamiento. Sin formas internas
de solidaridad y de confianza
recíproca, el mercado no puede
cumplir plenamente su propia función
económica. Hoy, precisamente esta
confianza ha fallado, y esta pérdida
de confianza es algo realmente
grave.
Pablo VI subraya
oportunamente en la Populorum
progressio que el sistema económico
mismo se habría aventajado con la
práctica generalizada de la
justicia, pues los primeros
beneficiarios del desarrollo de los
países pobres hubieran sido los
países ricos.[90] No se trata sólo
de remediar el mal funcionamiento
con las ayudas. No se debe
considerar a los pobres como un
«fardo»,[91] sino como una riqueza
incluso desde el punto de vista
estrictamente económico. No
obstante, se ha de considerar
equivocada la visión de quienes
piensan que la economía de mercado
tiene necesidad estructural de una
cuota de pobreza y de subdesarrollo
para funcionar mejor. Al mercado le
interesa promover la emancipación,
pero no puede lograrlo por sí mismo,
porque no puede producir lo que está
fuera de su alcance. Ha de sacar
fuerzas morales de otras instancias
que sean capaces de generarlas.
6. La actividad
económica no puede resolver todos
los problemas sociales ampliando sin
más la lógica mercantil. Debe estar
ordenada a la consecución del bien
común, que es responsabilidad sobre
todo de la comunidad política. Por
tanto, se debe tener presente que
separar la gestión económica, a la
que correspondería únicamente
producir riqueza, de la acción
política, que tendría el papel de
conseguir la justicia mediante la
redistribución, es causa de graves
desequilibrios.
La Iglesia
sostiene siempre que la actividad
económica no debe considerarse
antisocial. Por eso, el mercado no
es ni debe convertirse en el ámbito
donde el más fuerte avasalle al más
débil. La sociedad no debe
protegerse del mercado, pensando que
su desarrollo comporta ipso facto la
muerte de las relaciones
auténticamente humanas. Es verdad
que el mercado puede orientarse en
sentido negativo, pero no por su
propia naturaleza, sino por una
cierta ideología que lo guía en este
sentido. No se debe olvidar que el
mercado no existe en su estado puro,
se adapta a las configuraciones
culturales que lo concretan y
condicionan. En efecto, la economía
y las finanzas, al ser instrumentos,
pueden ser mal utilizados cuando
quien los gestiona tiene sólo
referencias egoístas. De esta forma,
se puede llegar a transformar medios
de por sí buenos en perniciosos. Lo
que produce estas consecuencias es
la razón oscurecida del hombre, no
el medio en cuanto tal. Por eso, no
se deben hacer reproches al medio o
instrumento sino al hombre, a su
conciencia moral y a su
responsabilidad personal y social.
La doctrina
social de la Iglesia sostiene que se
pueden vivir relaciones
auténticamente humanas, de amistad y
de sociabilidad, de solidaridad y de
reciprocidad, también dentro de la
actividad económica y no solamente
fuera o «después» de ella. El sector
económico no es ni éticamente neutro
ni inhumano o antisocial por
naturaleza. Es una actividad del
hombre y, precisamente porque es
humana, debe ser articulada e
institucionalizada éticamente.
El gran desafío
que tenemos, planteado por las
dificultades del desarrollo en este
tiempo de globalización y agravado
por la crisis económico-financiera
actual, es mostrar, tanto en el
orden de las ideas como de los
comportamientos, que no sólo no se
pueden olvidar o debilitar los
principios tradicionales de la ética
social, como la trasparencia, la
honestidad y la responsabilidad,
sino que en las relaciones
mercantiles el principio de
gratuidad y la lógica del don, como
expresiones de fraternidad, pueden y
deben tener espacio en la actividad
económica ordinaria. Esto es una
exigencia del hombre en el momento
actual, pero también de la razón
económica misma. Una exigencia de la
caridad y de la verdad al mismo
tiempo.
37. La doctrina
social de la Iglesia ha sostenido
siempre que la justicia afecta a
todas las fases de la actividad
económica, porque en todo momento
tiene que ver con el hombre y con
sus derechos. La obtención de
recursos, la financiación, la
producción, el consumo y todas las
fases del proceso económico tienen
ineludiblemente implicaciones
morales. Así, toda decisión
económica tiene consecuencias de
carácter moral. Lo confirman las
ciencias sociales y las tendencias
de la economía contemporánea. Hace
algún tiempo, tal vez se podía
confiar primero a la economía la
producción de riqueza y asignar
después a la política la tarea de su
distribución. Hoy resulta más
difícil, dado que las actividades
económicas no se limitan a
territorios definidos, mientras que
las autoridades gubernativas siguen
siendo sobre todo locales. Además,
las normas de justicia deben ser
respetadas desde el principio y
durante el proceso económico, y no
sólo después o colateralmente. Para
eso es necesario que en el mercado
se dé cabida a actividades
económicas de sujetos que optan
libremente por ejercer su gestión
movidos por principios distintos al
del mero beneficio, sin renunciar
por ello a producir valor económico.
Muchos planteamientos económicos
provenientes de iniciativas
religiosas y laicas demuestran que
esto es realmente posible.
En la época de la
globalización, la economía refleja
modelos competitivos vinculados a
culturas muy diversas entre sí. El
comportamiento económico y
empresarial que se desprende tiene
en común principalmente el respeto
de la justicia conmutativa.
Indudablemente, la vida económica
tiene necesidad del contrato para
regular las relaciones de
intercambio entre valores
equivalentes. Pero necesita
igualmente leyes justas y formas de
redistribución guiadas por la
política, además de obras
caracterizadas por el espíritu del
don. La economía globalizada parece
privilegiar la primera lógica, la
del intercambio contractual, pero
directa o indirectamente demuestra
que necesita a las otras dos, la
lógica de la política y la lógica
del don sin contrapartida.
38. En la
Centesimus annus, mi predecesor Juan
Pablo II señaló esta problemática al
advertir la necesidad de un sistema
basado en tres instancias: el
mercado, el Estado y la sociedad
civil.[92] Consideró que la sociedad
civil era el ámbito más apropiado
para una economía de la gratuidad y
de la fraternidad, sin negarla en
los otros dos ámbitos. Hoy podemos
decir que la vida económica debe ser
comprendida como una realidad de
múltiples dimensiones: en todas
ellas, aunque en medida diferente y
con modalidades específicas, debe
haber respeto a la reciprocidad
fraterna. En la época de la
globalización, la actividad
económica no puede prescindir de la
gratuidad, que fomenta y extiende la
solidaridad y la responsabilidad por
la justicia y el bien común en sus
diversas instancias y agentes. Se
trata, en definitiva, de una forma
concreta y profunda de democracia
económica. La solidaridad es en
primer lugar que todos se sientan
responsables de todos;[93] por tanto
no se la puede dejar solamente en
manos del Estado. Mientras antes se
podía pensar que lo primero era
alcanzar la justicia y que la
gratuidad venía después como un
complemento, hoy es necesario decir
que sin la gratuidad no se alcanza
ni siquiera la justicia. Se
requiere, por tanto, un mercado en
el cual puedan operar libremente,
con igualdad de oportunidades,
empresas que persiguen fines
institucionales diversos. Junto a la
empresa privada, orientada al
beneficio, y los diferentes tipos de
empresa pública, deben poderse
establecer y desenvolver aquellas
organizaciones productivas que
persiguen fines mutualistas y
sociales. De su recíproca
interacción en el mercado se puede
esperar una especie de combinación
entre los comportamientos de empresa
y, con ella, una atención más
sensible a una civilización de la
economía. En este caso, caridad en
la verdad significa la necesidad de
dar forma y organización a las
iniciativas económicas que, sin
renunciar al beneficio, quieren ir
más allá de la lógica del
intercambio de cosas equivalentes y
del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI
pedía en la Populorum progressio que
se llegase a un modelo de economía
de mercado capaz de incluir, al
menos tendencialmente, a todos los
pueblos, y no solamente a los
particularmente dotados. Pedía un
compromiso para promover un mundo
más humano para todos, un mundo « en
donde todos tengan que dar y
recibir, sin que el progreso de los
unos sea un obstáculo para el
desarrollo de los otros ».[94] Así,
extendía al plano universal las
mismas exigencias y aspiraciones de
la Rerum novarum, escrita como
consecuencia de la revolución
industrial, cuando se afirmó por
primera vez la idea —seguramente
avanzada para aquel tiempo— de que
el orden civil, para sostenerse,
necesitaba la intervención
redistributiva del Estado. Hoy, esta
visión de la Rerum novarum, además
de puesta en crisis por los procesos
de apertura de los mercados y de las
sociedades, se muestra incompleta
para satisfacer las exigencias de
una economía plenamente humana. Lo
que la doctrina de la Iglesia ha
sostenido siempre, partiendo de su
visión del hombre y de la sociedad,
es necesario también hoy para las
dinámicas características de la
globalización.
Cuando la lógica
del mercado y la lógica del Estado
se ponen de acuerdo para mantener el
monopolio de sus respectivos ámbitos
de influencia, se debilita a la
larga la solidaridad en las
relaciones entre los ciudadanos, la
participación y el sentido de
pertenencia, que no se identifican
con el «dar para tener», propio de
la lógica de la compraventa, ni con
el «dar por deber», propio de la
lógica de las intervenciones
públicas, que el Estado impone por
ley. La victoria sobre el
subdesarrollo requiere actuar no
sólo en la mejora de las
transacciones basadas en la
compraventa, o en las transferencias
de las estructuras asistenciales de
carácter público, sino sobre todo en
la apertura progresiva en el
contexto mundial a formas de
actividad económica caracterizada
por ciertos márgenes de gratuidad y
comunión. El binomio exclusivo
mercado-Estado corroe la
sociabilidad, mientras que las
formas de economía solidaria, que
encuentran su mejor terreno en la
sociedad civil aunque no se reducen
a ella, crean sociabilidad. El
mercado de la gratuidad no existe y
las actitudes gratuitas no se pueden
prescribir por ley. Sin embargo,
tanto el mercado como la política
tienen necesidad de personas
abiertas al don recíproco.
40. Las actuales
dinámicas económicas
internacionales, caracterizadas por
graves distorsiones y disfunciones,
requieren también cambios profundos
en el modo de entender la empresa.
Antiguas modalidades de la vida
empresarial van desapareciendo,
mientras otras más prometedoras se
perfilan en el horizonte. Uno de los
mayores riesgos es sin duda que la
empresa responda casi exclusivamente
a las expectativas de los inversores
en detrimento de su dimensión
social. Debido a su continuo
crecimiento y a la necesidad de
mayores capitales, cada vez son
menos las empresas que dependen de
un único empresario estable que se
sienta responsable a largo plazo, y
no sólo por poco tiempo, de la vida
y los resultados de su empresa, y
cada vez son menos las empresas que
dependen de un único territorio.
Además, la llamada deslocalización
de la actividad productiva puede
atenuar en el empresario el sentido
de responsabilidad respecto a los
interesados, como los trabajadores,
los proveedores, los consumidores,
así como al medio ambiente y a la
sociedad más amplia que lo rodea, en
favor de los accionistas, que no
están sujetos a un espacio concreto
y gozan por tanto de una
extraordinaria movilidad. El mercado
internacional de los capitales, en
efecto, ofrece hoy una gran libertad
de acción. Sin embargo, también es
verdad que se está extendiendo la
conciencia de la necesidad de una
«responsabilidad social» más amplia
de la empresa. Aunque no todos los
planteamientos éticos que guían hoy
el debate sobre la responsabilidad
social de la empresa son aceptables
según la perspectiva de la doctrina
social de la Iglesia, es cierto que
se va difundiendo cada vez más la
convicción según la cual la gestión
de la empresa no puede tener en
cuenta únicamente el interés de sus
propietarios, sino también el de
todos los otros sujetos que
contribuyen a la vida de la empresa:
trabajadores, clientes, proveedores
de los diversos elementos de
producción, la comunidad de
referencia. En los últimos años se
ha notado el crecimiento de una
clase cosmopolita de manager, que a
menudo responde sólo a las
pretensiones de los nuevos
accionistas de referencia compuestos
generalmente por fondos anónimos que
establecen su retribución. Pero
también hay muchos managers hoy que,
con un análisis más previsor, se
percatan cada vez más de los
profundos lazos de su empresa con el
territorio o territorios en que
desarrolla su actividad. Pablo VI
invitaba a valorar seriamente el
daño que la trasferencia de
capitales al extranjero, por puro
provecho personal, puede ocasionar a
la propia nación.[95] Juan Pablo II
advertía que invertir tiene siempre
un significado moral, además de
económico.[96] Se ha de reiterar que
todo esto mantiene su validez en
nuestros días a pesar de que el
mercado de capitales haya sido
fuertemente liberalizado y la
moderna mentalidad tecnológica pueda
inducir a pensar que invertir es
sólo un hecho técnico y no humano ni
ético. No se puede negar que un
cierto capital puede hacer el bien
cuando se invierte en el extranjero
en vez de en la propia patria. Pero
deben quedar a salvo los vínculos de
justicia, teniendo en cuenta también
cómo se ha formado ese capital y los
perjuicios que comporta para las
personas el que no se emplee en los
lugares donde se ha generado.[97] Se
ha de evitar que el empleo de
recursos financieros esté motivado
por la especulación y ceda a la
tentación de buscar únicamente un
beneficio inmediato, en vez de la
sostenibilidad de la empresa a largo
plazo, su propio servicio a la
economía real y la promoción, en
modo adecuado y oportuno, de
iniciativas económicas también en
los países necesitados de
desarrollo. Tampoco hay motivos para
negar que la deslocalización, que
lleva consigo inversiones y
formación, puede hacer bien a la
población del país que la recibe. El
trabajo y los conocimientos técnicos
son una necesidad universal. Sin
embargo, no es lícito deslocalizar
únicamente para aprovechar
particulares condiciones favorables,
o peor aún, para explotar sin
aportar a la sociedad local una
verdadera contribución para el
nacimiento de un sólido sistema
productivo y social, factor
imprescindible para un desarrollo
estable.
41. A este
respecto, es útil observar que la
iniciativa empresarial tiene, y debe
asumir cada vez más, un significado
polivalente. El predominio
persistente del binomio
mercado-Estado nos ha acostumbrado a
pensar exclusivamente en el
empresario privado de tipo
capitalista por un lado y en el
directivo estatal por otro. En
realidad, la iniciativa empresarial
se ha de entender de modo
articulado. Así lo revelan diversas
motivaciones metaeconómicas. El ser
empresario, antes de tener un
significado profesional, tiene un
significado humano.[98] Es propio de
todo trabajo visto como «actus
personae»[99] y por eso es bueno que
todo trabajador tenga la posibilidad
de dar la propia aportación a su
labor, de modo que él mismo « sea
consciente de que está trabajando en
algo propio».[100] Por eso, Pablo VI
enseñaba que «todo trabajador es un
creador».[101] Precisamente para
responder a las exigencias y a la
dignidad de quien trabaja, y a las
necesidades de la sociedad, existen
varios tipos de empresas, más allá
de la pura distinción entre
« privado » y «público». Cada una
requiere y manifiesta una capacidad
de iniciativa empresarial
específica. Para realizar una
economía que en el futuro próximo
sepa ponerse al servicio del bien
común nacional y mundial, es
oportuno tener en cuenta este
significado amplio de iniciativa
empresarial. Esta concepción más
amplia favorece el intercambio y la
mutua configuración entre los
diversos tipos de iniciativa
empresarial, con transvase de
competencias del mundo non profit al
profit y viceversa, del público al
propio de la sociedad civil, del de
las economías avanzadas al de países
en vía de desarrollo.
También la
«autoridad política» tiene un
significado polivalente, que no se
puede olvidar mientras se camina
hacia la consecución de un nuevo
orden económico-productivo,
socialmente responsable y a medida
del hombre. Al igual que se pretende
cultivar una iniciativa empresarial
diferenciada en el ámbito mundial,
también se debe promover una
autoridad política repartida y que
ha de actuar en diversos planos. El
mercado único de nuestros días no
elimina el papel de los estados, más
bien obliga a los gobiernos a una
colaboración recíproca más estrecha.
La sabiduría y la prudencia
aconsejan no proclamar
apresuradamente la desaparición del
Estado. Con relación a la solución
de la crisis actual, su papel parece
destinado a crecer, recuperando
muchas competencias. Hay naciones
donde la construcción o
reconstrucción del Estado sigue
siendo un elemento clave para su
desarrollo. La ayuda internacional,
precisamente dentro de un proyecto
inspirado en la solidaridad para
solucionar los actuales problemas
económicos, debería apoyar en primer
lugar la consolidación de los
sistemas constitucionales, jurídicos
y administrativos en los países que
todavía no gozan plenamente de estos
bienes. Las ayudas económicas
deberían ir acompañadas de aquellas
medidas destinadas a reforzar las
garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público
y de prisiones respetuoso de los
derechos humanos y a consolidar
instituciones verdaderamente
democráticas. No es necesario que el
Estado tenga las mismas
características en todos los sitios:
el fortalecimiento de los sistemas
constitucionales débiles puede ir
acompañado perfectamente por el
desarrollo de otras instancias
políticas no estatales, de carácter
cultural, social, territorial o
religioso. Además, la articulación
de la autoridad política en el
ámbito local, nacional o
internacional, es uno de los cauces
privilegiados para poder orientar la
globalización económica. Y también
el modo de evitar que ésta mine de
hecho los fundamentos de la
democracia.
42. A veces se
perciben actitudes fatalistas ante
la globalización, como si las
dinámicas que la producen
procedieran de fuerzas anónimas e
impersonales o de estructuras
independientes de la voluntad
humana.[102] A este respecto, es
bueno recordar que la globalización
ha de entenderse ciertamente como un
proceso socioeconómico, pero no es
ésta su única dimensión. Tras este
proceso más visible hay realmente
una humanidad cada vez más
interrelacionada; hay personas y
pueblos para los que el proceso debe
ser de utilidad y desarrollo,[103]
gracias a que tanto los individuos
como la colectividad asumen sus
respectivas responsabilidades. La
superación de las fronteras no es
sólo un hecho material, sino también
cultural, en sus causas y en sus
efectos. Cuando se entiende la
globalización de manera
determinista, se pierden los
criterios para valorarla y
orientarla. Es una realidad humana y
puede ser fruto de diversas
corrientes culturales que han de ser
sometidas a un discernimiento. La
verdad de la globalización como
proceso y su criterio ético
fundamental vienen dados por la
unidad de la familia humana y su
crecimiento en el bien. Por tanto,
hay que esforzarse incesantemente
para favorecer una orientación
cultural personalista y comunitaria,
abierta a la trascendencia, del
proceso de integración planetaria.
A pesar de
algunos aspectos estructurales
innegables, pero que no se deben
absolutizar, «la globalización no
es, a priori, ni buena ni mala. Será
lo que la gente haga de ella».[104]
Debemos ser sus protagonistas, no
las víctimas, procediendo
razonablemente, guiados por la
caridad y la verdad. Oponerse
ciegamente a la globalización sería
una actitud errónea, preconcebida,
que acabaría por ignorar un proceso
que tiene también aspectos
positivos, con el riesgo de perder
una gran ocasión para aprovechar las
múltiples oportunidades de
desarrollo que ofrece. El proceso de
globalización, adecuadamente
entendido y gestionado, ofrece la
posibilidad de una gran
redistribución de la riqueza a
escala planetaria como nunca se ha
visto antes; pero, si se gestiona
mal, puede incrementar la pobreza y
la desigualdad, contagiando además
con una crisis a todo el mundo. Es
necesario corregir las disfunciones,
a veces graves, que causan nuevas
divisiones entre los pueblos y en su
interior, de modo que la
redistribución de la riqueza no
comporte una redistribución de la
pobreza, e incluso la acentúe, como
podría hacernos temer también una
mala gestión de la situación actual.
Durante mucho tiempo se ha pensado
que los pueblos pobres deberían
permanecer anclados en un estadio de
desarrollo preestablecido o
contentarse con la filantropía de
los pueblos desarrollados. Pablo VI
se pronunció contra esta mentalidad
en la Populorum progressio. Los
recursos materiales disponibles para
sacar a estos pueblos de la miseria
son hoy potencialmente mayores que
antes, pero se han servido de ellos
principalmente los países
desarrollados, que han podido
aprovechar mejor la liberalización
de los movimientos de capitales y de
trabajo. Por tanto, la difusión de
ámbitos de bienestar en el mundo no
debería ser obstaculizada con
proyectos egoístas, proteccionistas
o dictados por intereses
particulares. En efecto, la
participación de países emergentes o
en vías de desarrollo permite hoy
gestionar mejor la crisis. La
transición que el proceso de
globalización comporta, conlleva
grandes dificultades y peligros, que
sólo se podrán superar si se toma
conciencia del espíritu
antropológico y ético que en el
fondo impulsa la globalización hacia
metas de humanización solidaria.
Desgraciadamente, este espíritu se
ve con frecuencia marginado y
entendido desde perspectivas
ético-culturales de carácter
individualista y utilitarista. La
globalización es un fenómeno
multidimensional y polivalente, que
exige ser comprendido en la
diversidad y en la unidad de todas
sus dimensiones, incluida la
teológica. Esto consentirá vivir y
orientar la globalización de la
humanidad en términos de
relacionalidad, comunión y
participación.
SUBIR
CAPÍTULO CUARTO DESARROLLO DE LOS PUEBLOS, DERECHOS
Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La
solidaridad universal, que es un
hecho y un beneficio para todos, es
también un deber».[105] En la
actualidad, muchos pretenden pensar
que no deben nada a nadie, si no es
a sí mismos. Piensan que sólo son
titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su
responsabilidad respecto al
desarrollo integral propio y ajeno.
Por ello, es importante urgir una
nueva reflexión sobre los deberes
que los derechos presuponen, y sin
los cuales éstos se convierten en
algo arbitrario.[106] Hoy se da una
profunda contradicción. Mientras,
por un lado, se reivindican
presuntos derechos, de carácter
arbitrario y voluptuoso, con la
pretensión de que las estructuras
públicas los reconozcan y promuevan,
por otro, hay derechos elementales y
fundamentales que se ignoran y
violan en gran parte de la
humanidad.[107] Se aprecia con
frecuencia una relación entre la
reivindicación del derecho a lo
superfluo, e incluso a la
transgresión y al vicio, en las
sociedades opulentas, y la carencia
de comida, agua potable, instrucción
básica o cuidados sanitarios
elementales en ciertas regiones del
mundo subdesarrollado y también en
la periferia de las grandes
ciudades. Dicha relación consiste en
que los derechos individuales,
desvinculados de un conjunto de
deberes que les dé un sentido
profundo, se desquician y dan lugar
a una espiral de exigencias
prácticamente ilimitada y carente de
criterios. La exacerbación de los
derechos conduce al olvido de los
deberes. Los deberes delimitan los
derechos porque remiten a un marco
antropológico y ético en cuya verdad
se insertan también los derechos y
así dejan de ser arbitrarios. Por
este motivo, los deberes refuerzan
los derechos y reclaman que se los
defienda y promueva como un
compromiso al servicio del bien. En
cambio, si los derechos del hombre
se fundamentan sólo en las
deliberaciones de una asamblea de
ciudadanos, pueden ser cambiados en
cualquier momento y,
consiguientemente, se relaja en la
conciencia común el deber de
respetarlos y tratar de
conseguirlos. Los gobiernos y los
organismos internacionales pueden
olvidar entonces la objetividad y la
cualidad de «no disponibles » de los
derechos. Cuando esto sucede, se
pone en peligro el verdadero
desarrollo de los pueblos.[108]
Comportamientos como éstos
comprometen la autoridad moral de
los organismos internacionales,
sobre todo a los ojos de los países
más necesitados de desarrollo. En
efecto, éstos exigen que la
comunidad internacional asuma como
un deber ayudarles a ser «artífices
de su destino»,[109] es decir, a que
asuman a su vez deberes. Compartir
los deberes recíprocos moviliza
mucho más que la mera reivindicación
de derechos.
44.La concepción
de los derechos y de los deberes
respecto al desarrollo, debe tener
también en cuenta los problemas
relacionados con el crecimiento
demográfico. Es un aspecto muy
importante del verdadero desarrollo,
porque afecta a los valores
irrenunciables de la vida y de la
familia.[110] No es correcto
considerar el aumento de población
como la primera causa del
subdesarrollo, incluso desde el
punto de vista económico: baste
pensar, por un lado, en la notable
disminución de la mortalidad
infantil y al aumento de la edad
media que se produce en los países
económicamente desarrollados y, por
otra, en los signos de crisis que se
perciben en la sociedades en las que
se constata una preocupante
disminución de la natalidad.
Obviamente, se ha de seguir
prestando la debida atención a una
procreación responsable que, por lo
demás, es una contribución efectiva
al desarrollo humano integral. La
Iglesia, que se interesa por el
verdadero desarrollo del hombre,
exhorta a éste a que respete los
valores humanos también en el
ejercicio de la sexualidad: ésta no
puede quedar reducida a un mero
hecho hedonista y lúdico, del mismo
modo que la educación sexual no se
puede limitar a una instrucción
técnica, con la única preocupación
de proteger a los interesados de
eventuales contagios o del «riesgo»
de procrear. Esto equivaldría a
empobrecer y descuidar el
significado profundo de la
sexualidad, que debe ser en cambio
reconocido y asumido con
responsabilidad por la persona y la
comunidad. En efecto, la
responsabilidad evita tanto que se
considere la sexualidad como una
simple fuente de placer, como que se
regule con políticas de
planificación forzada de la
natalidad. En ambos casos se trata
de concepciones y políticas
materialistas, en las que las
personas acaban padeciendo diversas
formas de violencia. Frente a todo
esto, se debe resaltar la
competencia primordial que en este
campo tienen las familias[111]
respecto del Estado y sus políticas
restrictivas, así como una adecuada
educación de los padres.
La apertura
moralmente responsable a la vida es
una riqueza social y económica.
Grandes naciones han podido salir de
la miseria gracias también al gran
número y a la capacidad de sus
habitantes. Al contrario, naciones
en un tiempo florecientes pasan
ahora por una fase de incertidumbre,
y en algún caso de decadencia,
precisamente a causa del bajo índice
de natalidad, un problema crucial
para las sociedades de mayor
bienestar. La disminución de los
nacimientos, a veces por debajo del
llamado «índice de reemplazo
generacional», pone en crisis
incluso a los sistemas de asistencia
social, aumenta los costes, merma la
reserva del ahorro y,
consiguientemente, los recursos
financieros necesarios para las
inversiones, reduce la
disponibilidad de trabajadores
cualificados y disminuye la reserva
de « cerebros » a los que recurrir
para las necesidades de la nación.
Además, las familias pequeñas, o muy
pequeñas a veces, corren el riesgo
de empobrecer las relaciones
sociales y de no asegurar formas
eficaces de solidaridad. Son
situaciones que presentan síntomas
de escasa confianza en el futuro y
de fatiga moral. Por eso, se
convierte en una necesidad social, e
incluso económica, seguir
proponiendo a las nuevas
generaciones la hermosura de la
familia y del matrimonio, su
sintonía con las exigencias más
profundas del corazón y de la
dignidad de la persona. En esta
perspectiva, los estados están
llamados a establecer políticas que
promuevan la centralidad y la
integridad de la familia, fundada en
el matrimonio entre un hombre y una
mujer, célula primordial y vital de
la sociedad,[112] haciéndose cargo
también de sus problemas económicos
y fiscales, en el respeto de su
naturaleza relacional.
45. Responder a
las exigencias morales más profundas
de la persona tiene también
importantes efectos beneficiosos en
el plano económico. En efecto, la
economía tiene necesidad de la ética
para su correcto funcionamiento; no
de una ética cualquiera, sino de una
ética amiga de la persona. Hoy se
habla mucho de ética en el campo
económico, bancario y empresarial.
Surgen centros de estudio y
programas formativos de business
ethics; se difunde en el mundo
desarrollado el sistema de
certificaciones éticas, siguiendo la
línea del movimiento de ideas nacido
en torno a la responsabilidad social
de la empresa. Los bancos proponen
cuentas y fondos de inversión
llamados « éticos ». Se desarrolla
una «finanza ética», sobre todo
mediante el microcrédito y, más en
general, la microfinanciación.
Dichos procesos son apreciados y
merecen un amplio apoyo. Sus efectos
positivos llegan incluso a las áreas
menos desarrolladas de la tierra.
Conviene, sin embargo, elaborar un
criterio de discernimiento válido,
pues se nota un cierto abuso del
adjetivo « ético » que, usado de
manera genérica, puede abarcar
también contenidos completamente
distintos, hasta el punto de hacer
pasar por éticas decisiones y
opciones contrarias a la justicia y
al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho
depende del sistema moral de
referencia. Sobre este aspecto, la
doctrina social de la Iglesia ofrece
una aportación específica, que se
funda en la creación del hombre « a
imagen de Dios » (Gn 1,27), algo que
comporta la inviolable dignidad de
la persona humana, así como el valor
trascendente de las normas morales
naturales. Una ética económica que
prescinda de estos dos pilares
correría el peligro de perder
inevitablemente su propio
significado y prestarse así a ser
instrumentalizada; más
concretamente, correría el riesgo de
amoldarse a los sistemas
económico-financieros existentes, en
vez de corregir sus disfunciones.
Además, podría acabar incluso
justificando la financiación de
proyectos no éticos. Es necesario,
pues, no recurrir a la palabra
« ética » de una manera
ideológicamente discriminatoria,
dando a entender que no serían
éticas las iniciativas no
etiquetadas formalmente con esa
cualificación. Conviene esforzarse
—la observación aquí es esencial— no
sólo para que surjan sectores o
segmentos « éticos » de la economía
o de las finanzas, sino para que
toda la economía y las finanzas sean
éticas y lo sean no por una etiqueta
externa, sino por el respeto de
exigencias intrínsecas de su propia
naturaleza. A este respecto, la
doctrina social de la Iglesia habla
con claridad, recordando que la
economía, en todas sus ramas, es un
sector de la actividad humana.[113]
46. Respecto al
tema de la relación entre empresa y
ética, así como de la evolución que
está teniendo el sistema productivo,
parece que la distinción hasta ahora
más difundida entre empresas
destinadas al beneficio (profit) y
organizaciones sin ánimo de lucro
(non profit) ya no refleja
plenamente la realidad, ni es capaz
de orientar eficazmente el futuro.
En estos últimos decenios, ha ido
surgiendo una amplia zona intermedia
entre los dos tipos de empresas. Esa
zona intermedia está compuesta por
empresas tradicionales que, sin
embargo, suscriben pactos de ayuda a
países atrasados; por fundaciones
promovidas por empresas concretas;
por grupos de empresas que tienen
objetivos de utilidad social; por el
amplio mundo de agentes de la
llamada economía civil y de
comunión. No se trata sólo de un
«tercer sector», sino de una nueva y
amplia realidad compuesta, que
implica al sector privado y público
y que no excluye el beneficio, pero
lo considera instrumento para
objetivos humanos y sociales. Que
estas empresas distribuyan más o
menos los beneficios, o que adopten
una u otra configuración jurídica
prevista por la ley, es secundario
respecto a su disponibilidad para
concebir la ganancia como un
instrumento para alcanzar objetivos
de humanización del mercado y de la
sociedad. Es de desear que estas
nuevas formas de empresa encuentren
en todos los países también un marco
jurídico y fiscal adecuado. Así, sin
restar importancia y utilidad
económica y social a las formas
tradicionales de empresa, hacen
evolucionar el sistema hacia una
asunción más clara y plena de los
deberes por parte de los agentes
económicos. Y no sólo esto. La misma
pluralidad de las formas
institucionales de empresa es lo que
promueve un mercado más cívico y al
mismo tiempo más competitivo.
47. La
potenciación de los diversos tipos
de empresas y, en particular, de los
que son capaces de concebir el
beneficio como un instrumento para
conseguir objetivos de humanización
del mercado y de la sociedad, hay
que llevarla a cabo incluso en
países excluidos o marginados de los
circuitos de la economía global,
donde es muy importante proceder con
proyectos de subsidiaridad
convenientemente diseñados y
gestionados, que tiendan a promover
los derechos, pero previendo siempre
que se asuman también las
correspondientes res-ponsabilidades.
En las iniciativas para el
desarrollo debe quedar a salvo el
principio de la centralidad de la
persona humana, que es quien debe
asumirse en primer lugar el deber
del desarrollo. Lo que interesa
principalmente es la mejora de las
condiciones de vida de las personas
concretas de una cierta región, para
que puedan satisfacer aquellos
deberes que la indigencia no les
permite observar actualmente. La
preocupación nunca puede ser una
actitud abstracta. Los programas de
desarrollo, para poder adaptarse a
las situaciones concretas, han de
ser flexibles; y las personas que se
beneficien deben implicarse
directamente en su planificación y
convertirse en protagonistas de su
realización. También es necesario
aplicar los criterios de progresión
y acompañamiento —incluido el
seguimiento de los resultados—,
porque no hay recetas universalmente
válidas. Mucho depende de la gestión
concreta de las intervenciones.
«Constructores de su propio
desarrollo, los pueblos son los
primeros responsables de él. Pero no
lo realizarán en el
aislamiento».[114] Hoy, con la
consolidación del proceso de
progresiva integración del planeta,
esta exhortación de Pablo VI es más
válida todavía. Las dinámicas de
inclusión no tienen nada de
mecánico. Las soluciones se han de
ajustar a la vida de los pueblos y
de las personas concretas, basándose
en una valoración prudencial de cada
situación. Al lado de los
macroproyectos son necesarios los
microproyectos y, sobre todo, es
necesaria la movilización efectiva
de todos los sujetos de la sociedad
civil, tanto de las personas
jurídicas como de las personas
físicas.
La cooperación
internacional necesita personas que
participen en el proceso del
desarrollo económico y humano,
mediante la solidaridad de la
presencia, el acompañamiento, la
formación y el respeto. Desde este
punto de vista, los propios
organismos internacionales deberían
preguntarse sobre la eficacia real
de sus aparatos burocráticos y
administrativos, frecuentemente
demasiado costosos. A veces, el
destinatario de las ayudas resulta
útil para quien lo ayuda y, así, los
pobres sirven para mantener costosos
organismos burocráticos, que
destinan a la propia conservación un
porcentaje demasiado elevado de esos
recursos que deberían ser destinados
al desarrollo. A este respecto,
cabría desear que los organismos
internacionales y las organizaciones
no gubernamentales se esforzaran por
una transparencia total, informando
a los donantes y a la opinión
pública sobre la proporción de los
fondos recibidos que se destina a
programas de cooperación, sobre el
verdadero contenido de dichos
programas y, en fin, sobre la
distribución de los gastos de la
institución misma.
48. El tema del
desarrollo está también muy unido
hoy a los deberes que nacen de la
relación del hombre con el ambiente
natural. Éste es un don de Dios para
todos, y su uso representa para
nosotros una responsabilidad para
con los pobres, las generaciones
futuras y toda la humanidad. Cuando
se considera la naturaleza, y en
primer lugar al ser humano, fruto
del azar o del determinismo
evolutivo, disminuye el sentido de
la responsabilidad en las
conciencias. El creyente reconoce en
la naturaleza el maravilloso
resultado de la intervención
creadora de Dios, que el hombre
puede utilizar responsablemente para
satisfacer sus legítimas necesidades
—materiales e inmateriales—
respetando el equilibrio inherente a
la creación misma. Si se desvanece
esta visión, se acaba por considerar
la naturaleza como un tabú intocable
o, al contrario, por abusar de ella.
Ambas posturas no son conformes con
la visión cristiana de la
naturaleza, fruto de la creación de
Dios.
La naturaleza es
expresión de un proyecto de amor y
de verdad. Ella nos precede y nos ha
sido dada por Dios como ámbito de
vida. Nos habla del Creador (cf. Rm
1,20) y de su amor a la humanidad.
Está destinada a encontrar la
« plenitud » en Cristo al final de
los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col
1,19-20). También ella, por tanto,
es una « vocación ».[115] La
naturaleza está a nuestra
disposición no como un « montón de
desechos esparcidos al azar »,[116]
sino como un don del Creador que ha
diseñado sus estructuras intrínsecas
para que el hombre descubra las
orientaciones que se deben seguir
para « guardarla y cultivarla » (cf.
Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que
es contrario al verdadero desarrollo
considerar la naturaleza como más
importante que la persona humana
misma. Esta postura conduce a
actitudes neopaganas o de nuevo
panteísmo: la salvación del hombre
no puede venir únicamente de la
naturaleza, entendida en sentido
puramente naturalista. Por otra
parte, también es necesario refutar
la posición contraria, que mira a su
completa tecnificación, porque el
ambiente natural no es sólo materia
disponible a nuestro gusto, sino
obra admirable del Creador y que
lleva en sí una « gramática » que
indica finalidad y criterios para un
uso inteligente, no instrumental y
arbitrario. Hoy, muchos perjuicios
al desarrollo provienen en realidad
de estas maneras de pensar
distorsionadas. Reducir
completamente la naturaleza a un
conjunto de simples datos fácticos
acaba siendo fuente de violencia
para con el ambiente, provocando
además conductas que no respetan la
naturaleza del hombre mismo. Ésta,
en cuanto se compone no sólo de
materia, sino también de espíritu, y
por tanto rica de significados y
fines trascendentes, tiene un
carácter normativo incluso para la
cultura. El hombre interpreta y
modela el ambiente natural mediante
la cultura, la cual es orientada a
su vez por la libertad responsable,
atenta a los dictámenes de la ley
moral. Por tanto, los proyectos para
un desarrollo humano integral no
pueden ignorar a las generaciones
sucesivas, sino que han de
caracterizarse por la solidaridad y
la justicia intergeneracional,
teniendo en cuenta múltiples
aspectos, como el ecológico, el
jurídico, el económico, el político
y el cultural.[117]
49. Hoy, las
cuestiones relacionadas con el
cuidado y salvaguardia del ambiente
han de tener debidamente en cuenta
los problemas energéticos. En
efecto, el acaparamiento por parte
de algunos estados, grupos de poder
y empresas de recursos energéticos
no renovables, es un grave obstáculo
para el desarrollo de los países
pobres. Éstos no tienen medios
económicos ni para acceder a las
fuentes energéticas no renovables ya
existentes ni para financiar la
búsqueda de fuentes nuevas y
alternativas. La acumulación de
recursos naturales, que en muchos
casos se encuentran precisamente en
países pobres, causa explotación y
conflictos frecuentes entre las
naciones y en su interior. Dichos
conflictos se producen con
frecuencia precisamente en el
territorio de esos países, con
graves consecuencias de muertes,
destrucción y mayor degradación aún.
La comunidad internacional tiene el
deber imprescindible de encontrar
los modos institucionales para
ordenar el aprovechamiento de los
recursos no renovables, con la
participación también de los países
pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este sentido,
hay también una urgente necesidad
moral de una renovada solidaridad,
especialmente en las relaciones
entre países en vías de desarrollo y
países altamente
industrializados.[118] Las
sociedades tecnológicamente
avanzadas pueden y deben disminuir
el propio gasto energético, bien
porque las actividades
manufactureras evolucionan, bien
porque entre sus ciudadanos se
difunde una mayor sensibilidad
ecológica. Además, se debe añadir
que hoy se puede mejorar la eficacia
energética y al mismo tiempo
progresar en la búsqueda de energías
alternativas. Pero es también
necesaria una redistribución
planetaria de los recursos
energéticos, de manera que también
los países que no los tienen puedan
acceder a ellos. Su destino no puede
dejarse en manos del primero que
llega o depender de la lógica del
más fuerte. Se trata de problemas
relevantes que, para ser afrontados
de manera adecuada, requieren por
parte de todos una responsable toma
de conciencia de las consecuencias
que afectarán a las nuevas
generaciones, y sobre todo a los
numerosos jóvenes que viven en los
pueblos pobres, los cuales «reclaman
tener su parte activa en la
construcción de un mundo
mejor».[119]
50. Esta
responsabilidad es global, porque no
concierne sólo a la energía, sino a
toda la creación, para no dejarla a
las nuevas generaciones empobrecida
en sus recursos. Es lícito que el
hombre gobierne responsablemente la
naturaleza para custodiarla, hacerla
productiva y cultivarla también con
métodos nuevos y tecnologías
avanzadas, de modo que pueda acoger
y alimentar dignamente a la
población que la habita. En nuestra
tierra hay lugar para todos: en ella
toda la familia humana debe
encontrar los recursos necesarios
para vivir dignamente, con la ayuda
de la naturaleza misma, don de Dios
a sus hijos, con el tesón del propio
trabajo y de la propia inventiva.
Pero debemos considerar un deber muy
grave el dejar la tierra a las
nuevas generaciones en un estado en
el que puedan habitarla dignamente y
seguir cultivándola. Eso comporta
«el compromiso de decidir juntos
después de haber ponderado
responsablemente la vía a seguir,
con el objetivo de fortalecer esa
alianza entre ser humano y medio
ambiente que ha de ser reflejo del
amor creador de Dios, del cual
procedemos y hacia el cual
caminamos».[120] Es de desear que la
comunidad internacional y cada
gobierno sepan contrarrestar
eficazmente los modos de utilizar el
ambiente que le sean nocivos. Y
también las autoridades competentes
han de hacer los esfuerzos
necesarios para que los costes
económicos y sociales que se derivan
del uso de los recursos ambientales
comunes se reconozcan de manera
transparente y sean sufragados
totalmente por aquellos que se
benefician, y no por otros o por las
futuras generaciones. La protección
del entorno, de los recursos y del
clima requiere que todos los
responsables internacionales actúen
conjuntamente y demuestren prontitud
para obrar de buena fe, en el
respeto de la ley y la solidaridad
con las regiones más débiles del
planeta.[121] Una de las mayores
tareas de la economía es
precisamente el uso más eficaz de
los recursos, no el abuso, teniendo
siempre presente que el concepto de
eficiencia no es axiológicamente
neutral.
51. El modo en
que el hombre trata el ambiente
influye en la manera en que se trata
a sí mismo, y viceversa. Esto exige
que la sociedad actual revise
seriamente su estilo de vida que, en
muchas partes del mundo, tiende al
hedonismo y al consumismo,
despreocupándose de los daños que de
ello se derivan.[122] Es necesario
un cambio efectivo de mentalidad que
nos lleve a adoptar nuevos estilos
de vida, «a tenor de los cuales la
búsqueda de la verdad, de la belleza
y del bien, así como la comunión con
los demás hombres para un
crecimiento común sean los elementos
que determinen las opciones del
consumo, de los ahorros y de las
inversiones».[123] Cualquier
menoscabo de la solidaridad y del
civismo produce daños ambientales,
así como la degradación ambiental, a
su vez, provoca insatisfacción en
las relaciones sociales. La
naturaleza, especialmente en nuestra
época, está tan integrada en la
dinámica social y culturales que
prácticamente ya no constituye una
variable independiente. La
desertización y el empobrecimiento
productivo de algunas áreas
agrícolas son también fruto del
empobrecimiento de sus habitantes y
de su atraso. Cuando se promueve el
desarrollo económico y cultural de
estas poblaciones, se tutela también
la naturaleza. Además, muchos
recursos naturales quedan devastados
con las guerras. La paz de los
pueblos y entre los pueblos
permitiría también una mayor
salvaguardia de la naturaleza. El
acaparamiento de los recursos,
especialmente del agua, puede
provocar graves conflictos entre las
poblaciones afectadas. Un acuerdo
pacífico sobre el uso de los
recursos puede salvaguardar la
naturaleza y, al mismo tiempo, el
bienestar de las sociedades
interesadas.
La Iglesia tiene
una responsabilidad respecto a la
creación y la debe hacer valer en
público. Y, al hacerlo, no sólo debe
defender la tierra, el agua y el
aire como dones de la creación que
pertenecen a todos. Debe proteger
sobre todo al hombre contra la
destrucción de sí mismo. Es
necesario que exista una especie de
ecología del hombre bien entendida.
En efecto, la degradación de la
naturaleza está estrechamente unida
a la cultura que modela la
convivencia humana: cuando se
respeta la « ecología humana »[124]
en la sociedad, también la ecología
ambiental se beneficia. Así como las
virtudes humanas están
interrelacionadas, de modo que el
debilitamiento de una pone en
peligro también a las otras, así
también el sistema ecológico se
apoya en un proyecto que abarca
tanto la sana convivencia social
como la buena relación con la
naturaleza.
Para salvaguardar
la naturaleza no basta intervenir
con incentivos o desincentivos
económicos, y ni siquiera basta con
una instrucción adecuada. Éstos son
instrumentos importantes, pero el
problema decisivo es la capacidad
moral global de la sociedad. Si no
se respeta el derecho a la vida y a
la muerte natural, si se hace
artificial la concepción, la
gestación y el nacimiento del
hombre, si se sacrifican embriones
humanos a la investigación, la
conciencia común acaba perdiendo el
concepto de ecología humana y con
ello de la ecología ambiental. Es
una contradicción pedir a las nuevas
generaciones el respeto al ambiente
natural, cuando la educación y las
leyes no las ayudan a respetarse a
sí mismas. El libro de la naturaleza
es uno e indivisible, tanto en lo
que concierne a la vida, la
sexualidad, el matrimonio, la
familia, las relaciones sociales, en
una palabra, el desarrollo humano
integral. Los deberes que tenemos
con el ambiente están relacionados
con los que tenemos para con la
persona considerada en sí misma y en
su relación con los otros. No se
pueden exigir unos y conculcar
otros. Es una grave antinomia de la
mentalidad y de la praxis actual,
que envilece a la persona, trastorna
el ambiente y daña a la sociedad.
52. La verdad, y
el amor que ella desvela, no se
pueden producir, sólo se pueden
acoger. Su última fuente no es, ni
puede ser, el hombre, sino Dios, o
sea Aquel que es Verdad y Amor. Este
principio es muy importante para la
sociedad y para el desarrollo, en
cuanto que ni la Verdad ni el Amor
pueden ser sólo productos humanos;
la vocación misma al desarrollo de
las personas y de los pueblos no se
fundamenta en una simple
deliberación humana, sino que está
inscrita en un plano que nos precede
y que para todos nosotros es un
deber que ha de ser acogido
libremente. Lo que nos precede y
constituye —el Amor y la Verdad
subsistentes— nos indica qué es el
bien y en qué consiste nuestra
felicidad. Nos señala así el camino
hacia el verdadero desarrollo.
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CAPÍTULO QUINTO LA COLABORACIÓN DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una de las
pobrezas más hondas que el hombre
puede experimentar es la soledad.
Ciertamente, también las otras
pobrezas, incluidas las materiales,
nacen del aislamiento, del no ser
amados o de la dificultad de amar.
Con frecuencia, son provocadas por
el rechazo del amor de Dios, por una
tragedia original de cerrazón del
hombre en sí mismo, pensando ser
autosuficiente, o bien un mero hecho
insignificante y pasajero, un
« extranjero » en un universo que se
ha formado por casualidad. El hombre
está alienado cuando vive solo o se
aleja de la realidad, cuando
renuncia a pensar y creer en un
Fundamento.[125] Toda la humanidad
está alienada cuando se entrega a
proyectos exclusivamente humanos, a
ideologías y utopías falsas.[126]
Hoy la humanidad aparece mucho más
interactiva que antes: esa mayor
vecindad debe transformarse en
verdadera comunión. El desarrollo de
los pueblos depende sobre todo de
que se reconozcan como parte de una
sola familia, que colabora con
verdadera comunión y está integrada
por seres que no viven simplemente
uno junto al otro.[127]
Pablo VI señalaba
que « el mundo se encuentra en un
lamentable vacío de ideas ».[128] La
afirmación contiene una
constatación, pero sobre todo una
aspiración: es preciso un nuevo
impulso del pensamiento para
comprender mejor lo que implica ser
una familia; la interacción entre
los pueblos del planeta nos urge a
dar ese impulso, para que la
integración se desarrolle bajo el
signo de la solidaridad [129] en vez
del de la marginación. Dicho
pensamiento obliga a una
profundización crítica y valorativa
de la categoría de la relación. Es
un compromiso que no puede llevarse
a cabo sólo con las ciencias
sociales, dado que requiere la
aportación de saberes como la
metafísica y la teología, para
captar con claridad la dignidad
trascendente del hombre.
La criatura
humana, en cuanto de naturaleza
espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto
más las vive de manera auténtica,
tanto más madura también en la
propia identidad personal. El hombre
se valoriza no aislándose sino
poniéndose en relación con los otros
y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es
fundamental. Esto vale también para
los pueblos. Consiguientemente,
resulta muy útil para su desarrollo
una visión metafísica de la relación
entre las personas. A este respecto,
la razón encuentra inspiración y
orientación en la revelación
cristiana, según la cual la
comunidad de los hombres no absorbe
en sí a la persona anulando su
autonomía, como ocurre en las
diversas formas del totalitarismo,
sino que la valoriza más aún porque
la relación entre persona y
comunidad es la de un todo hacia
otro todo.[130] De la misma manera
que la comunidad familiar no anula
en su seno a las personas que la
componen, y la Iglesia misma valora
plenamente la « criatura nueva » (Ga
6,15; 2 Co 5,17), que por el
bautismo se inserta en su Cuerpo
vivo, así también la unidad de la
familia humana no anula de por sí a
las personas, los pueblos o las
culturas, sino que los hace más
transparentes los unos con los
otros, más unidos en su legítima
diversidad.
54. El tema del
desarrollo coincide con el de la
inclusión relacional de todas las
personas y de todos los pueblos en
la única comunidad de la familia
humana, que se construye en la
solidaridad sobre la base de los
valores fundamentales de la justicia
y la paz. Esta perspectiva se ve
iluminada de manera decisiva por la
relación entre las Personas de la
Trinidad en la única Sustancia
divina. La Trinidad es absoluta
unidad, en cuanto las tres Personas
divinas son relacionalidad pura. La
transparencia recíproca entre las
Personas divinas es plena y el
vínculo de una con otra total,
porque constituyen una absoluta
unidad y unicidad. Dios nos quiere
también asociar a esa realidad de
comunión: «para que sean uno, como
nosotros somos uno» (Jn 17,22). La
Iglesia es signo e instrumento de
esta unidad.[131] También las
relaciones entre los hombres a lo
largo de la historia se han
beneficiado de la referencia a este
Modelo divino. En particular, a la
luz del misterio revelado de la
Trinidad, se comprende que la
verdadera apertura no significa
dispersión centrífuga, sino
compenetración profunda. Esto se
manifiesta también en las
experiencias humanas comunes del
amor y de la verdad. Como el amor
sacramental une a los esposos
espiritualmente en «una sola carne»
(Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de
dos que eran hace de ellos una
unidad relacional y real, de manera
análoga la verdad une los espíritus
entre sí y los hace pensar al
unísono, atrayéndolos y uniéndolos
en ella.
55. La revelación
cristiana sobre la unidad del género
humano presupone una interpretación
metafísica del humanum, en la que la
relacionalidad es elemento esencial.
También otras culturas y otras
religiones enseñan la fraternidad y
la paz y, por tanto, son de gran
importancia para el desarrollo
humano integral. Sin embargo, no
faltan actitudes religiosas y
culturales en las que no se asume
plenamente el principio del amor y
de la verdad, terminando así por
frenar el verdadero desarrollo
humano e incluso por impedirlo. El
mundo de hoy está siendo atravesado
por algunas culturas de trasfondo
religioso, que no llevan al hombre a
la comunión, sino que lo aíslan en
la búsqueda del bienestar
individual, limitándose a gratificar
las expectativas psicológicas.
También una cierta proliferación de
itinerarios religiosos de pequeños
grupos, e incluso de personas
individuales, así como el
sincretismo religioso, pueden ser
factores de dispersión y de falta de
compromiso. Un posible efecto
negativo del proceso de
globalización es la tendencia a
favorecer dicho sincretismo,[132]
alimentando formas de «religión» que
alejan a las personas unas de otras,
en vez de hacer que se encuentren, y
las apartan de la realidad. Al mismo
tiempo, persisten a veces parcelas
culturales y religiosas que
encasillan la sociedad en castas
sociales estáticas, en creencias
mágicas que no respetan la dignidad
de la persona, en actitudes de
sumisión a fuerzas ocultas. En esos
contextos, el amor y la verdad
encuentran dificultad para
afianzarse, perjudicando el
auténtico desarrollo.
Por este motivo,
aunque es verdad que, por un lado,
el desarrollo necesita de las
religiones y de las culturas de los
diversos pueblos, por otro lado,
sigue siendo verdad también que es
necesario un adecuado
discernimiento. La libertad
religiosa no significa
indiferentismo religioso y no
comporta que todas las religiones
sean iguales.[133] El discernimiento
sobre la contribución de las
culturas y de las religiones es
necesario para la construcción de la
comunidad social en el respeto del
bien común, sobre todo para quien
ejerce el poder político. Dicho
discernimiento deberá basarse en el
criterio de la caridad y de la
verdad. Puesto que está en juego el
desarrollo de las personas y de los
pueblos, tendrá en cuenta la
posibilidad de emancipación y de
inclusión en la óptica de una
comunidad humana verdaderamente
universal. El criterio para evaluar
las culturas y las religiones es
también « todo el hombre y todos los
hombres». El cristianismo, religión
del «Dios que tiene un rostro
humano»,[134] lleva en sí mismo un
criterio similar.
56. La religión
cristiana y las otras religiones
pueden contribuir al desarrollo
solamente si Dios tiene un lugar en
la esfera pública, con específica
referencia a la dimensión cultural,
social, económica y, en particular,
política. La doctrina social de la
Iglesia ha nacido para reivindicar
esa « carta de ciudadanía » [135] de
la religión cristiana. La negación
del derecho a profesar públicamente
la propia religión y a trabajar para
que las verdades de la fe inspiren
también la vida pública, tiene
consecuencias negativas sobre el
verdadero desarrollo. La exclusión
de la religión del ámbito público,
así como, el fundamentalismo
religioso por otro lado, impiden el
encuentro entre las personas y su
colaboración para el progreso de la
humanidad. La vida pública se
empobrece de motivaciones y la
política adquiere un aspecto opresor
y agresivo. Se corre el riesgo de
que no se respeten los derechos
humanos, bien porque se les priva de
su fundamento trascendente, bien
porque no se reconoce la libertad
personal. En el laicismo y en el
fundamentalismo se pierde la
posibilidad de un diálogo fecundo y
de una provechosa colaboración entre
la razón y la fe religiosa. La razón
necesita siempre ser purificada por
la fe, y esto vale también para la
razón política, que no debe creerse
omnipotente. A su vez, la religión
tiene siempre necesidad de ser
purificada por la razón para mostrar
su auténtico rostro humano. La
ruptura de este diálogo comporta un
coste muy gravoso para el desarrollo
de la humanidad.
57. El diálogo
fecundo entre fe y razón hace más
eficaz el ejercicio de la caridad en
el ámbito social y es el marco más
apropiado para promover la
colaboración fraterna entre
creyentes y no creyentes, en la
perspectiva compartida de trabajar
por la justicia y la paz de la
humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la Constitución
pastoral Gaudium et spes: «Según la
opinión casi unánime de creyentes y
no creyentes, todo lo que existe en
la tierra debe ordenarse al hombre
como su centro y su
culminación».[136] Para los
creyentes, el mundo no es fruto de
la casualidad ni de la necesidad,
sino de un proyecto de Dios. De ahí
nace el deber de los creyentes de
aunar sus esfuerzos con todos los
hombres y mujeres de buena voluntad
de otras religiones, o no creyentes,
para que nuestro mundo responda
efectivamente al proyecto divino:
vivir como una familia, bajo la
mirada del Creador. Sin duda, el
principio de subsidiaridad,[137]
expresión de la inalienable libertad
humana. La subsidiaridad es ante
todo una ayuda a la persona, a
través de la autonomía de los
cuerpos intermedios. Dicha ayuda se
ofrece cuando la persona y los
sujetos sociales no son capaces de
valerse por sí mismos, implicando
siempre una finalidad emancipadora,
porque favorece la libertad y la
participación a la hora de asumir
responsabilidades. La subsidiaridad
respeta la dignidad de la persona,
en la que ve un sujeto siempre capaz
de dar algo a los otros. La
subsidiaridad, al reconocer que la
reciprocidad forma parte de la
constitución íntima del ser humano,
es el antídoto más eficaz contra
cualquier forma de asistencialismo
paternalista. Ella puede dar razón
tanto de la múltiple articulación de
los niveles y, por ello, de la
pluralidad de los sujetos, como de
su coordinación. Por tanto, es un
principio particularmente adecuado
para gobernar la globalización y
orientarla hacia un verdadero
desarrollo humano. Para no abrir la
puerta a un peligroso poder
universal de tipo monocrático, el
gobierno de la globalización debe
ser de tipo subsidiario, articulado
en múltiples niveles y planos
diversos, que colaboren
recíprocamente. La globalización
necesita ciertamente una autoridad,
en cuanto plantea el problema de la
consecución de un bien común global;
sin embargo, dicha autoridad deberá
estar organizada de modo subsidiario
y con división de poderes,[138]
tanto para no herir la libertad como
para resultar concretamente eficaz.
58. El principio
de subsidiaridad debe mantenerse
íntimamente unido al principio de la
solidaridad y viceversa, porque así
como la subsidiaridad sin la
solidaridad desemboca en el
particularismo social, también es
cierto que la solidaridad sin la
subsidiaridad acabaría en el
asistencialismo que humilla al
necesitado. Esta regla de carácter
general se ha de tener muy en cuenta
incluso cuando se afrontan los temas
sobre las ayudas internacionales al
desarrollo. Éstas, por encima de las
intenciones de los donantes, pueden
mantener a veces a un pueblo en un
estado de dependencia, e incluso
favorecer situaciones de dominio
local y de explotación en el país
que las recibe. Las ayudas
económicas, para que lo sean de
verdad, no deben perseguir otros
fines. Han de ser concedidas
implicando no sólo a los gobiernos
de los países interesados, sino
también a los agentes económicos
locales y a los agentes culturales
de la sociedad civil, incluidas las
Iglesias locales. Los programas de
ayuda han de adaptarse cada vez más
a la forma de los programas
integrados y compartidos desde la
base. En efecto, sigue siendo verdad
que el recurso humano es más valioso
de los países en vías de desarrollo:
éste es el auténtico capital que se
ha de potenciar para asegurar a los
países más pobres un futuro
verdaderamente autónomo. Conviene
recordar también que, en el campo
económico, la ayuda principal que
necesitan los países en vías de
desarrollo es permitir y favorecer
cada vez más el ingreso de sus
productos en los mercados
internacionales, posibilitando así
su plena participación en la vida
económica internacional. En el
pasado, las ayudas han servido con
demasiada frecuencia sólo para crear
mercados marginales de los productos
de esos países. Esto se debe muchas
veces a una falta de verdadera
demanda de estos productos: por
tanto, es necesario ayudar a esos
países a mejorar sus productos y a
adaptarlos mejor a la demanda.
Además, algunos han temido con
frecuencia la competencia de las
importaciones de productos,
normalmente agrícolas, provenientes
de los países económicamente pobres.
Sin embargo, se ha de recordar que
la posibilidad de comercializar
dichos productos significa a menudo
garantizar su supervivencia a corto
o largo plazo. Un comercio
internacional justo y equilibrado en
el campo agrícola puede reportar
beneficios a todos, tanto en la
oferta como en la demanda. Por este
motivo, no sólo es necesario
orientar comercialmente esos
productos, sino establecer reglas
comerciales internacionales que los
sostengan, y reforzar la
financiación del desarrollo para
hacer más productivas esas
economías.
59. La
cooperación para el desarrollo no
debe contemplar solamente la
dimensión económica; ha de ser una
gran ocasión para el encuentro
cultural y humano. Si los sujetos de
la cooperación de los países
económicamente desarrollados, como a
veces sucede, no tienen en cuenta la
identidad cultural propia y ajena,
con sus valores humanos, no podrán
entablar diálogo alguno con los
ciudadanos de los países pobres. Si
éstos, a su vez, se abren con
indiferencia y sin discernimiento a
cualquier propuesta cultural, no
estarán en condiciones de asumir la
responsabilidad de su auténtico
desarrollo.[139] Las sociedades
tecnológicamente avanzadas no deben
confundir el propio desarrollo
tecnológico con una presunta
superioridad cultural, sino que
deben redescubrir en sí mismas
virtudes a veces olvidadas, que las
han hecho florecer a lo largo de su
historia. Las sociedades en
crecimiento deben permanecer fieles
a lo que hay de verdaderamente
humano en sus tradiciones, evitando
que superpongan automáticamente a
ellas las formas de la civilización
tecnológica globalizada. En todas
las culturas se dan singulares y
múltiples convergencias éticas,
expresiones de una misma naturaleza
humana, querida por el Creador, y
que la sabiduría ética de la
humanidad llama ley natural.[140]
Dicha ley moral universal es
fundamento sólido de todo diálogo
cultural, religioso y político,
ayudando al pluralismo multiforme de
las diversas culturas a que no se
alejen de la búsqueda común de la
verdad, del bien y de Dios. Por
tanto, la adhesión a esa ley escrita
en los corazones es la base de toda
colaboración social constructiva. En
todas las culturas hay costras que
limpiar y sombras que despejar. La
fe cristiana, que se encarna en las
culturas trascendiéndolas, puede
ayudarlas a crecer en la convivencia
y en la solidaridad universal, en
beneficio del desarrollo comunitario
y planetario.
60. En la
búsqueda de soluciones para la
crisis económica actual, la ayuda al
desarrollo de los países pobres debe
considerarse un verdadero
instrumento de creación de riqueza
para todos. ¿Qué proyecto de ayuda
puede prometer un crecimiento de tan
significativo valor —incluso para la
economía mundial— como la ayuda a
poblaciones que se encuentran
todavía en una fase inicial o poco
avanzada de su proceso de desarrollo
económico? En esta perspectiva, los
estados económicamente más
desarrollados harán lo posible por
destinar mayores porcentajes de su
producto interior bruto para ayudas
al desarrollo, respetando los
compromisos que se han tomado sobre
este punto en el ámbito de la
comunidad internacional. Lo podrán
hacer también revisando sus
políticas internas de asistencia y
de solidaridad social, aplicando a
ellas el principio de subsidiaridad
y creando sistemas de seguridad
social más integrados, con la
participación activa de las personas
y de la sociedad civil. De esta
manera, es posible también mejorar
los servicios sociales y
asistenciales y, al mismo tiempo,
ahorrar recursos, eliminando
derroches y rentas abusivas, para
destinarlos a la solidaridad
internacional. Un sistema de
solidaridad social más participativo
y orgánico, menos burocratizado pero
no por ello menos coordinado, podría
revitalizar muchas energías hoy
adormecidas en favor también de la
solidaridad entre los pueblos.
Una posibilidad
de ayuda para el desarrollo podría
venir de la aplicación eficaz de la
llamada subsidiaridad fiscal, que
permitiría a los ciudadanos decidir
sobre el destino de los porcentajes
de los impuestos que pagan al
Estado. Esto puede ayudar, evitando
degeneraciones particularistas, a
fomentar formas de solidaridad
social desde la base, con obvios
beneficios también desde el punto de
vista de la solidaridad para el
desarrollo.
61. Una
solidaridad más amplia a nivel
internacional se manifiesta ante
todo en seguir promoviendo, también
en condiciones de crisis económica,
un mayor acceso a la educación que,
por otro lado, es una condición
esencial para la eficacia de la
cooperación internacional misma. Con
el término «educación» no nos
referimos sólo a la instrucción o a
la formación para el trabajo, que
son dos causas importantes para el
desarrollo, sino a la formación
completa de la persona. A este
respecto, se ha de subrayar un
aspecto problemático: para educar es
preciso saber quién es la persona
humana, conocer su naturaleza. Al
afianzarse una visión relativista de
dicha naturaleza plantea serios
problemas a la educación, sobre todo
a la educación moral, comprometiendo
su difusión universal. Cediendo a
este relativismo, todos se
empobrecen más, con consecuencias
negativas también para la eficacia
de la ayuda a las poblaciones más
necesitadas, a las que no faltan
sólo recursos económicos o técnicos,
sino también modos y medios
pedagógicos que ayuden a las
personas a lograr su plena
realización humana.
Un ejemplo de la
importancia de este problema lo
tenemos en el fenómeno del turismo
internacional,[141] que puede ser un
notable factor de desarrollo
económico y crecimiento cultural,
pero que en ocasiones puede
transformarse en una forma de
explotación y degradación moral. La
situación actual ofrece
oportunidades singulares para que
los aspectos económicos del
desarrollo, es decir, los flujos de
dinero y la aparición de
experiencias empresariales locales
significativas, se combinen con los
culturales, y en primer lugar el
educativo. En muchos casos es así,
pero en muchos otros el turismo
internacional es una experiencia
deseducativa, tanto para el turista
como para las poblaciones locales.
Con frecuencia, éstas se encuentran
con conductas inmorales, y hasta
perversas, como en el caso del
llamado turismo sexual, al que se
sacrifican tantos seres humanos,
incluso de tierna edad. Es doloroso
constatar que esto ocurre muchas
veces con el respaldo de gobiernos
locales, con el silencio de aquellos
otros de donde proceden los turistas
y con la complicidad de tantos
operadores del sector. Aún sin
llegar a ese extremo, el turismo
internacional se plantea con
frecuencia de manera consumista y
hedonista, como una evasión y con
modos de organización típicos de los
países de origen, de forma que no se
favorece un verdadero encuentro
entre personas y culturas. Hay que
pensar, pues, en un turismo
distinto, capaz de promover un
verdadero conocimiento recíproco,
que nada quite al descanso y a la
sana diversión: hay que fomentar un
turismo así, también a través de una
relación más estrecha con las
experiencias de cooperación
internacional y de iniciativas
empresariales para el desarrollo.
62. Otro aspecto
digno de atención, hablando del
desarrollo humano integral, es el
fenómeno de las migraciones. Es un
fenómeno que impresiona por sus
grandes dimensiones, por los
problemas sociales, económicos,
políticos, culturales y religiosos
que suscita, y por los dramáticos
desafíos que plantea a las
comunidades nacionales y a la
comunidad internacional. Podemos
decir que estamos ante un fenómeno
social de que marca época, que
requiere una fuerte y clarividente
política de cooperación
internacional para afrontarlo
debidamente. Esta política hay que
desarrollarla partiendo de una
estrecha colaboración entre los
países de procedencia y de destino
de los emigrantes; ha de ir
acompañada de adecuadas normativas
internacionales capaces de armonizar
los diversos ordenamientos
legislativos, con vistas a
salvaguardar las exigencias y los
derechos de las personas y de las
familias emigrantes, así como las de
las sociedades de destino. Ningún
país por sí solo puede ser capaz de
hacer frente a los problemas
migratorios actuales. Todos podemos
ver el sufrimiento, el disgusto y
las aspiraciones que conllevan los
flujos migratorios. Como es sabido,
es un fenómeno complejo de
gestionar; sin embargo, está
comprobado que los trabajadores
extranjeros, no obstante las
dificultades inherentes a su
integración, contribuyen de manera
significativa con su trabajo al
desarrollo económico del país que
los acoge, así como a su país de
origen a través de las remesas de
dinero. Obviamente, estos
trabajadores no pueden ser
considerados como una mercancía o
una mera fuerza laboral. Por tanto
no deben ser tratados como cualquier
otro factor de producción. Todo
emigrante es una persona humana que,
en cuanto tal, posee derechos
fundamentales inalienables que han
de ser respetados por todos y en
cualquier situación.[142]
63. Al considerar
los problemas del desarrollo, se ha
de resaltar relación entre pobreza y
desocupación. Los pobres son en
muchos casos el resultado de la
violación de la dignidad del trabajo
humano, bien porque se limitan sus
posibilidades (desocupación,
subocupación), bien porque se
devalúan « los derechos que fluyen
del mismo, especialmente el derecho
al justo salario, a la seguridad de
la persona del trabajador y de su
familia ».[143] Por esto, ya el 1 de
mayo de 2000, mi predecesor Juan
Pablo II, de venerada memoria, con
ocasión del Jubileo de los
Trabajadores, lanzó un llamamiento
para «una coalición mundial a favor
del trabajo decente»,[144] alentando
la estrategia de la Organización
Internacional del Trabajo. De esta
manera, daba un fuerte apoyo moral a
este objetivo, como aspiración de
las familias en todos los países del
mundo. Pero ¿qué significa la
palabra « decencia » aplicada al
trabajo? Significa un trabajo que,
en cualquier sociedad, sea expresión
de la dignidad esencial de todo
hombre o mujer: un trabajo
libremente elegido, que asocie
efectivamente a los trabajadores,
hombres y mujeres, al desarrollo de
su comunidad; un trabajo que, de
este modo, haga que los trabajadores
sean respetados, evitando toda
discriminación; un trabajo que
permita satisfacer las necesidades
de las familias y escolarizar a los
hijos sin que se vean obligados a
trabajar; un trabajo que consienta a
los trabajadores organizarse
libremente y hacer oír su voz; un
trabajo que deje espacio para
reencontrarse adecuadamente con las
propias raíces en el ámbito
personal, familiar y espiritual; un
trabajo que asegure una condición
digna a los trabajadores que llegan
a la jubilación.
64. En la
reflexión sobre el tema del trabajo,
es oportuno hacer un llamamiento a
las organizaciones sindicales de los
trabajadores, desde siempre
alentadas y sostenidas por la
Iglesia, ante la urgente exigencia
de abrirse a las nuevas perspectivas
que surgen en el ámbito laboral. Las
organizaciones sindicales están
llamadas a hacerse cargo de los
nuevos problemas de nuestra
sociedad, superando las limitaciones
propias de los sindicatos de clase.
Me refiero, por ejemplo, a ese
conjunto de cuestiones que los
estudiosos de las ciencias sociales
señalan en el conflicto entre
persona-trabajadora y
persona-consumidora. Sin que sea
necesario adoptar la tesis de que se
ha efectuado un desplazamiento de la
centralidad del trabajador a la
centralidad del consumidor, parece
en cualquier caso que éste es
también un terreno para experiencias
sindicales innovadoras. El contexto
global en el que se desarrolla el
trabajo requiere igualmente que las
organizaciones sindicales
nacionales, ceñidas sobre todo a la
defensa de los intereses de sus
afiliados, vuelvan su mirada también
hacia los no afiliados y, en
particular, hacia los trabajadores
de los países en vía de desarrollo,
donde tantas veces se violan los
derechos sociales. La defensa de
estos trabajadores, promovida
también mediante iniciativas
apropiadas en favor de los países de
origen, permitirá a las
organizaciones sindicales poner de
relieve las auténticas razones
éticas y culturales que las han
consentido ser, en contextos
sociales y laborales diversos, un
factor decisivo para el desarrollo.
Sigue siendo válida la tradicional
enseñanza de la Iglesia, que propone
la distinción de papeles y funciones
entre sindicato y política. Esta
distinción permitirá a las
organizaciones sindicales encontrar
en la sociedad civil el ámbito más
adecuado para su necesaria actuación
en defensa y promoción del mundo del
trabajo, sobre todo en favor de los
trabajadores explotados y no
representados, cuya amarga condición
pasa desapercibida tantas veces ante
los ojos distraídos de la sociedad.
65. Además, se
requiere que las finanzas mismas,
que han de renovar necesariamente
sus estructuras y modos de
funcionamiento tras su mala
utilización, que ha dañado la
economía real, vuelvan a ser un
instrumento encaminado a producir
mejor riqueza y desarrollo. Toda la
economía y todas las finanzas, y no
sólo algunos de sus sectores, en
cuanto instrumentos, deben ser
utilizados de manera ética para
crear las condiciones adecuadas para
el desarrollo del hombre y de los
pueblos. Es ciertamente útil, y en
algunas circunstancias
indispensable, promover iniciativas
financieras en las que predomine la
dimensión humanitaria. Sin embargo,
esto no debe hacernos olvidar que
todo el sistema financiero ha de
tener como meta el sostenimiento de
un verdadero desarrollo. Sobre todo,
es preciso que el intento de hacer
el bien no se contraponga al de la
capacidad efectiva de producir
bienes. Los agentes financieros han
de redescubrir el fundamento ético
de su actividad para no abusar de
aquellos instrumentos sofisticados
con los que se podría traicionar a
los ahorradores. Recta intención,
transparencia y búsqueda de los
buenos resultados son compatibles y
nunca se deben separar. Si el amor
es inteligente, sabe encontrar
también los modos de actuar según
una conveniencia previsible y justa,
como muestran de manera
significativa muchas experiencias en
el campo del crédito cooperativo.
Tanto una
regulación del sector capaz de
salvaguardar a los sujetos más
débiles e impedir escandalosas
especulaciones, cuanto la
experimentación de nuevas formas de
finanzas destinadas a favorecer
proyectos de desarrollo, son
experiencias positivas que se han de
profundizar y alentar, reclamando la
propia responsabilidad del
ahorrador. También la experiencia de
la microfinanciación, que hunde sus
raíces en la reflexión y en la
actuación de los humanistas civiles
—pienso sobre todo en el origen de
los Montes de Piedad—, ha de ser
reforzada y actualizada, sobre todo
en los momentos en que los problemas
financieros pueden resultar
dramáticos para los sectores más
vulnerables de la población, que
deben ser protegidos de la amenaza
de la usura y la desesperación. Los
más débiles deben ser educados para
defenderse de la usura, así como los
pueblos pobres han de ser educados
para beneficiarse realmente del
microcrédito, frenando de este modo
posibles formas de explotación en
estos dos campos. Puesto que también
en los países ricos se dan nuevas
formas de pobreza, la
microfinanciación puede ofrecer
ayudas concretas para crear
iniciativas y sectores nuevos que
favorezcan a las capas más débiles
de la sociedad, también ante una
posible fase de empobrecimiento de
la sociedad.
66. La
interrelación mundial ha hecho
surgir un nuevo poder político, el
de los consumidores y sus
asociaciones. Es un fenómeno en el
que se debe profundizar, pues
contiene elementos positivos que hay
que fomentar, como también excesos
que se han de evitar. Es bueno que
las personas se den cuenta de que
comprar es siempre un acto moral, y
no sólo económico. El consumidor
tiene una responsabilidad social
específica, que se añade a la
responsabilidad social de la
empresa. Los consumidores deben ser
constantemente educados [145] para
el papel que ejercen diariamente y
que pueden desempeñar respetando los
principios morales, sin que
disminuya la racionalidad económica
intrínseca en el acto de comprar.
También en el campo de las compras,
precisamente en momentos como los
que se están viviendo, en los que el
poder adquisitivo puede verse
reducido y se deberá consumir con
mayor sobriedad, es necesario abrir
otras vías como, por ejemplo, formas
de cooperación para las
adquisiciones, como ocurre con las
cooperativas de consumo, que existen
desde el s. XIX, gracias también a
la iniciativa de los católicos.
Además, es conveniente favorecer
formas nuevas de comercialización de
productos provenientes de áreas
deprimidas del planeta para
garantizar una retribución decente a
los productores, a condición de que
se trate de un mercado transparente,
que los productores reciban no sólo
mayores márgenes de ganancia sino
también mayor formación,
profesionalidad y tecnología y,
finalmente, que dichas experiencias
de economía para el desarrollo no
estén condicionadas por visiones
ideológicas partidistas. Es de
desear un papel más incisivo de los
consumidores como factor de
democracia económica, siempre que
ellos mismos no estén manipulados
por asociaciones escasamente
representativas.
67. Ente el
imparable aumento de la
interdependencia mundial, y también
en presencia de una recesión de
alcance global, se siente mucho la
urgencia de la reforma tanto de la
Organización de las Naciones Unidas
como de la arquitectura económica y
financiera internacional, para que
se dé una concreción real al
concepto de familia de naciones. Y
se siente la urgencia de encontrar
formas innovadoras para poner en
práctica el principio de la
responsabilidad de proteger[146] y
dar también una voz eficaz en las
decisiones comunes a las naciones
más pobres. Esto aparece necesario
precisamente con vistas a un
ordenamiento político, jurídico y
económico que incremente y oriente
la colaboración internacional hacia
el desarrollo solidario de todos los
pueblos. Para gobernar la economía
mundial, para sanear las economías
afectadas por la crisis, para
prevenir su empeoramiento y mayores
desequilibrios consiguientes, para
lograr un oportuno desarme integral,
la seguridad alimenticia y la paz,
para garantizar la salvaguardia del
ambiente y regular los flujos
migratorios, urge la presencia de
una verdadera Autoridad política
mundial, como fue ya esbozada por mi
Predecesor, el Beato Juan XXIII.
Esta Autoridad deberá estar regulada
por el derecho, atenerse de manera
concreta a los principios de
subsidiaridad y de solidaridad,
estar ordenada a la realización del
bien común,[147] comprometerse en la
realización de un auténtico
desarrollo humano integral inspirado
en los valores de la caridad en la
verdad. Dicha Autoridad, además,
deberá estar reconocida por todos,
gozar de poder efectivo para
garantizar a cada uno la seguridad,
el cumplimiento de la justicia y el
respeto de los derechos.[148]
Obviamente, debe tener la facultad
de hacer respetar sus propias
decisiones a las diversas partes,
así como las medidas de coordinación
adoptadas en los diferentes foros
internacionales. En efecto, cuando
esto falta, el derecho
internacional, no obstante los
grandes progresos alcanzados en los
diversos campos, correría el riesgo
de estar condicionado por los
equilibrios de poder entre los más
fuertes. El desarrollo integral de
los pueblos y la colaboración
internacional exigen el
establecimiento de un grado superior
de ordenamiento internacional de
tipo subsidiario para el gobierno de
la globalización[149], que se lleve
a cabo finalmente un orden social
conforme al orden moral, así como
esa relación entre esfera moral y
social, entre política y mundo
económico y civil, ya previsto en el
Estatuto de las Naciones Unidas.
SUBIR
CAPÍTULO SEXTO EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS Y LA
TÉCNICA
68. El tema del
desarrollo de los pueblos está
íntimamente unido al del desarrollo
de cada hombre. La persona humana
tiende por naturaleza a su propio
desarrollo. Éste no está garantizado
por una serie de mecanismos
naturales, sino que cada uno de
nosotros es consciente de su
capacidad de decidir libre y
responsablemente. Tampoco se trata
de un desarrollo a merced de nuestro
capricho, ya que todos sabemos que
somos un don y no el resultado de
una autogeneración. Nuestra libertad
está originariamente caracterizada
por nuestro ser, con sus propias
limitaciones. Ninguno da forma a la
propia conciencia de manera
arbitraria, sino que todos
construyen su propio « yo » sobre la
base de un « sí mismo » que nos ha
sido dado. No sólo las demás
personas se nos presentan como no
disponibles, sino también nosotros
para nosotros mismos. El desarrollo
de la persona se degrada cuando ésta
pretende ser la única creadora de sí
misma. De modo análogo, también el
desarrollo de los pueblos se degrada
cuando la humanidad piensa que puede
recrearse utilizando los
« prodigios » de la tecnología. Lo
mismo ocurre con el desarrollo
económico, que se manifiesta
ficticio y dañino cuando se apoya en
los « prodigios » de las finanzas
para sostener un crecimiento
antinatural y consumista. Ante esta
pretensión prometeica, hemos de
fortalecer el aprecio por una
libertad no arbitraria, sino
verdaderamente humanizada por el
reconocimiento del bien que la
precede. Para alcanzar este
objetivo, es necesario que el hombre
entre en sí mismo para descubrir las
normas fundamentales de la ley moral
natural que Dios ha inscrito en su
corazón.
69. El problema
del desarrollo en la actualidad está
estrechamente unido al progreso
tecnológico y a sus aplicaciones
deslumbrantes en campo biológico. La
técnica — conviene subrayarlo — es
un hecho profundamente humano,
vinculado a la autonomía y libertad
del hombre. En la técnica se
manifiesta y confirma el dominio del
espíritu sobre la materia. «Siendo
éste [el espíritu] “menos esclavo de
las cosas, puede más fácilmente
elevarse a la adoración y a la
contemplación del Creador”».[150] La
técnica permite dominar la materia,
reducir los riesgos, ahorrar
esfuerzos, mejorar las condiciones
de vida. Responde a la misma
vocación del trabajo humano: en la
técnica, vista como una obra del
propio talento, el hombre se
reconoce a sí mismo y realiza su
propia humanidad. La técnica es el
aspecto objetivo del actuar
humano,[151] cuyo origen y razón de
ser está en el elemento subjetivo:
el hombre que trabaja. Por eso, la
técnica nunca es sólo técnica.
Manifiesta quién es el hombre y
cuáles son sus aspiraciones de
desarrollo, expresa la tensión del
ánimo humano hacia la superación
gradual de ciertos condicionamientos
materiales. La técnica, por lo
tanto, se inserta en el mandato de
cultivar y custodiar la tierra (cf.
Gn 2,15), que Dios ha confiado al
hombre, y se orienta a reforzar esa
alianza entre ser humano y medio
ambiente que debe reflejar el amor
creador de Dios.
70. El desarrollo
tecnológico puede alentar la idea de
la autosuficiencia de la técnica,
cuando el hombre se pregunta sólo
por el cómo, en vez de considerar
los porqués que lo impulsan a
actuar. Por eso, la técnica tiene un
rostro ambiguo. Nacida de la
creatividad humana como instrumento
de la libertad de la persona, puede
entenderse como elemento de una
libertad absoluta, que desea
prescindir de los límites inherentes
a las cosas. El proceso de
globalización podría sustituir las
ideologías por la técnica,[152]
transformándose ella misma en un
poder ideológico, que expondría a la
humanidad al riesgo de encontrarse
encerrada dentro de un a priori del
cual no podría salir para encontrar
el ser y la verdad. En ese caso,
cada uno de nosotros conocería,
evaluaría y decidiría los aspectos
de su vida desde un horizonte
cultural tecnocrático, al que
perteneceríamos estructuralmente,
sin poder encontrar jamás un sentido
que no sea producido por nosotros
mismos. Esta visión refuerza mucho
hoy la mentalidad tecnicista, que
hace coincidir la verdad con lo
factible. Pero cuando el único
criterio de verdad es la eficiencia
y la utilidad, se niega
automáticamente el desarrollo. En
efecto, el verdadero desarrollo no
consiste principalmente en hacer. La
clave del desarrollo está en una
inteligencia capaz de entender la
técnica y de captar el significado
plenamente humano del quehacer del
hombre, según el horizonte de
sentido de la persona considerada en
la globalidad de su ser. Incluso
cuando el hombre opera a través de
un satélite o de un impulso
electrónico a distancia, su actuar
permanece siempre humano, expresión
de una libertad responsable. La
técnica atrae fuertemente al hombre,
porque lo rescata de las
limitaciones físicas y le amplía el
horizonte. Pero la libertad humana
es ella misma sólo cuando responde a
esta atracción de la técnica con
decisiones que son fruto de la
responsabilidad moral. De ahí la
necesidad apremiante de una
formación para un uso ético y
responsable de la técnica.
Conscientes de esta atracción de la
técnica sobre el ser humano, se debe
recuperar el verdadero sentido de la
libertad, que no consiste en la
seducción de una autonomía total,
sino en la respuesta a la llamada
del ser, comenzando por nuestro
propio ser.
71. Esta posible
desviación de la mentalidad técnica
de su originario cauce humanista se
muestra hoy de manera evidente en la
tecnificación del desarrollo y de la
paz. El desarrollo de los pueblos es
considerado con frecuencia como un
problema de ingeniería financiera,
de apertura de mercados, de bajadas
de impuestos, de inversiones
productivas, de reformas
institucionales, en definitiva como
una cuestión exclusivamente técnica.
Sin duda, todos estos ámbitos tienen
un papel muy importante, pero
deberíamos preguntarnos por qué las
decisiones de tipo técnico han
funcionado hasta ahora sólo en
parte. La causa es mucho más
profunda. El desarrollo nunca estará
plenamente garantizado plenamente
por fuerzas que en gran medida son
automáticas e impersonales, ya
provengan de las leyes de mercado o
de políticas de carácter
internacional. El desarrollo es
imposible sin hombres rectos, sin
operadores económicos y agentes
políticos que sientan fuertemente en
su conciencia la llamada al bien
común. Se necesita tanto la
preparación profesional como la
coherencia moral. Cuando predomina
la absolutización de la técnica se
produce una confusión entre los
fines y los medios, el empresario
considera como único criterio de
acción el máximo beneficio en la
producción; el político, la
consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus
descubrimientos. Así, bajo esa red
de relaciones económicas,
financieras y políticas persisten
frecuentemente incomprensiones,
malestar e injusticia; los flujos de
conocimientos técnicos aumentan,
pero en beneficio de sus
propietarios, mientras que la
situación real de las poblaciones
que viven bajo y casi siempre al
margen de estos flujos, permanece
inalterada, sin posibilidades reales
de emancipación.
72. También la
paz corre a veces el riesgo de ser
considerada como un producto de la
técnica, fruto exclusivamente de los
acuerdos entre los gobiernos o de
iniciativas tendentes a asegurar
ayudas económicas eficaces. Es
cierto que la construcción de la paz
necesita una red constante de
contactos diplomáticos, intercambios
económicos y tecnológicos,
encuentros culturales, acuerdos en
proyectos comunes, como también que
se adopten compromisos compartidos
para alejar las amenazas de tipo
bélico o cortar de raíz las
continuas tentaciones terroristas.
No obstante, para que esos esfuerzos
produzcan efectos duraderos, es
necesario que se sustenten en
valores fundamentados en la verdad
de la vida. Es decir, es preciso
escuchar la voz de las poblaciones
interesadas y tener en cuenta su
situación para poder interpretar de
manera adecuada sus expectativas.
Todo esto debe estar unido al
esfuerzo anónimo de tantas personas
que trabajan decididamente para
fomentar el encuentro entre los
pueblos y favorecer la promoción del
desarrollo partiendo del amor y de
la comprensión recíproca. Entre
estas personas encontramos también
fieles cristianos, implicados en la
gran tarea de dar un sentido
plenamente humano al desarrollo y la
paz.
73. El desarrollo
tecnológico está relacionado con la
influencia cada vez mayor de los
medios de comunicación social. Es
casi imposible imaginar ya la
existencia de la familia humana sin
su presencia. Para bien o para mal,
se han introducido de tal manera en
la vida del mundo, que parece
realmente absurda la postura de
quienes defienden su neutralidad y,
consiguientemente, reivindican su
autonomía con respecto a la moral de
las personas. Muchas veces,
tendencias de este tipo, que
enfatizan la naturaleza
estrictamente técnica de estos
medios, favorecen de hecho su
subordinación a los intereses
económicos, al dominio de los
mercados, sin olvidar el deseo de
imponer parámetros culturales en
función de proyectos de carácter
ideológico y político. Dada la
importancia fundamental de los
medios de comunicación en determinar
los cambios en el modo de percibir y
de conocer la realidad y la persona
humana misma, se hace necesaria una
seria reflexión sobre su influjo,
especialmente sobre la dimensión
ético-cultural de la globalización y
el desarrollo solidario de los
pueblos. Al igual que ocurre con la
correcta gestión de la globalización
y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de
comunicación debe buscarse en su
fundamento antropológico. Esto
quiere decir que pueden ser ocasión
de humanización no sólo cuando,
gracias al desarrollo tecnológico,
ofrecen mayores posibilidades para
la comunicación y la información,
sino sobre todo cuando se organizan
y se orientan bajo la luz de una
imagen de la persona y el bien común
que refleje sus valores universales.
El mero hecho de que los medios de
comunicación social multipliquen las
posibilidades de interconexión y de
circulación de ideas, no favorece la
libertad ni globaliza el desarrollo
y la democracia para todos. Para
alcanzar estos objetivos se necesita
que los medios de comunicación estén
centrados en la promoción de la
dignidad de las personas y de los
pueblos, que estén expresamente
animados por la caridad y se pongan
al servicio de la verdad, del bien y
de la fraternidad natural y
sobrenatural. En efecto, la libertad
humana está intrínsecamente ligada a
estos valores superiores. Los medios
pueden ofrecer una valiosa ayuda al
aumento de la comunión en la familia
humana y al ethos de la sociedad,
cuando se convierten en instrumentos
que promueven la participación
universal en la búsqueda común de lo
que es justo.
74. En la
actualidad, la bioética es un campo
prioritario y crucial en la lucha
cultural entre el absolutismo de la
técnica y la responsabilidad moral,
y en el que está en juego la
posibilidad de un desarrollo humano
e integral. Éste es un ámbito muy
delicado y decisivo, donde se
plantea con toda su fuerza dramática
la cuestión fundamental: si el
hombre es un producto de sí mismo o
si depende de Dios. Los
descubrimientos científicos en este
campo y las posibilidades de una
intervención técnica han crecido
tanto que parecen imponer la
elección entre estos dos tipos de
razón: una razón abierta a la
trascendencia o una razón encerrada
en la inmanencia. Estamos ante un
aut aut decisivo. Pero la
racionalidad del quehacer técnico
centrada sólo en sí misma se revela
como irracional, porque comporta un
rechazo firme del sentido y del
valor. Por ello, la cerrazón a la
trascendencia tropieza con la
dificultad de pensar cómo es posible
que de la nada haya surgido el ser y
de la casualidad la
inteligencia.[153] Ante estos
problemas tan dramáticos, razón y fe
se ayudan mutuamente. Sólo juntas
salvarán al hombre. Atraída por el
puro quehacer técnico, la razón sin
la fe se ve avocada a perderse en la
ilusión de su propia omnipotencia.
La fe sin la razón corre el riesgo
de alejarse de la vida concreta de
las personas.[154]
75. Pablo VI
había percibido y señalado ya el
alcance mundial de la cuestión
social.[155] Siguiendo esta línea,
hoy es preciso afirmar que la
cuestión social se ha convertido
radicalmente en una cuestión
antropológica, en el sentido de que
implica no sólo el modo mismo de
concebir, sino también de manipular
la vida, cada día más expuesta por
la biotecnología a la intervención
del hombre. La fecundación in vitro,
la investigación con embriones, la
posibilidad de la clonación y de la
hibridación humana nacen y se
promueven en la cultura actual del
desencanto total, que cree haber
desvelado cualquier misterio, puesto
que se ha llegado ya a la raíz de la
vida. Es aquí donde el absolutismo
de la técnica encuentra su máxima
expresión. En este tipo de cultura,
la conciencia está llamada
únicamente a tomar nota de una mera
posibilidad técnica. Pero no han de
minimizarse los escenarios
inquietantes para el futuro del
hombre, ni los nuevos y potentes
instrumentos que la «cultura de la
muerte» tiene a su disposición. A la
plaga difusa, trágica, del aborto,
podría añadirse en el futuro, aunque
ya subrepticiamente in nuce, una
sistemática planificación eugenésica
de los nacimientos. Por otro lado,
se va abriendo paso una mens
eutanasica, manifestación no menos
abusiva del dominio sobre la vida,
que en ciertas condiciones ya no se
considera digna de ser vivida.
Detrás de estos escenarios hay
planteamientos culturales que niegan
la dignidad humana. A su vez, estas
prácticas fomentan una concepción
materialista y mecanicista de la
vida humana. ¿Quién puede calcular
los efectos negativos sobre el
desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo
podemos extrañarnos de la
indiferencia ante tantas situaciones
humanas degradantes, si la
indiferencia caracteriza nuestra
actitud ante lo que es humano y lo
que no lo es? Sorprende la selección
arbitraria de aquello que hoy se
propone como digno de respeto.
Muchos, dispuestos a escandalizarse
por cosas secundarias, parecen
tolerar injusticias inauditas.
Mientras los pobres del mundo siguen
llamando a la puerta de la
opulencia, el mundo rico corre el
riesgo de no escuchar ya estos
golpes a su puerta, debido a una
conciencia incapaz de reconocer lo
humano. Dios revela el hombre al
hombre; la razón y la fe colaboran a
la hora de mostrarle el bien, con
tal que lo quiera ver; la ley
natural, en la que brilla la Razón
creadora, indica la grandeza del
hombre, pero también su miseria,
cuando desconoce el reclamo de la
verdad moral.
76. Uno de los
aspectos del actual espíritu
tecnicista se puede apreciar en la
propensión a considerar los
problemas y los fenómenos que tienen
que ver con la vida interior sólo
desde un punto de vista psicológico,
e incluso meramente neurológico. De
esta manera, la interioridad del
hombre se vacía y el ser conscientes
de la consistencia ontológica del
alma humana, con las profundidades
que los Santos han sabido sondear,
se pierde progresivamente. El
problema del desarrollo está
estrechamente relacionado con el
concepto que tengamos del alma del
hombre, ya que nuestro yo se ve
reducido muchas veces a la psique, y
la salud del alma se confunde con el
bienestar emotivo. Estas reducciones
tienen su origen en una profunda
incomprensión de lo que es la vida
espiritual y llevan a ignorar que el
desarrollo del hombre y de los
pueblos depende también de las
soluciones que se dan a los
problemas de carácter espiritual. El
desarrollo debe abarcar, además de
un progreso material, uno
espiritual, porque el hombre es
« uno en cuerpo y alma » [156],
nacido del amor creador de Dios y
destinado a vivir eternamente. El
ser humano se desarrolla cuando
crece espiritualmente, cuando su
alma se conoce a sí misma y la
verdad que Dios ha impreso
germinalmente en ella, cuando
dialoga consigo mismo y con su
Creador. Lejos de Dios, el hombre
está inquieto y se hace frágil. La
alienación social y psicológica, y
las numerosas neurosis que
caracterizan las sociedades
opulentas, remiten también a este
tipo de causas espirituales. Una
sociedad del bienestar,
materialmente desarrollada, pero que
oprime el alma, no está en sí misma
bien orientada hacia un auténtico
desarrollo. Las nuevas formas de
esclavitud, como la droga, y la
desesperación en la que caen tantas
personas, tienen una explicación no
sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío
en que el alma se siente abandonada,
contando incluso con numerosas
terapias para el cuerpo y para la
psique, hace sufrir. No hay
desarrollo pleno ni un bien común
universal sin el bien espiritual y
moral de las personas, consideradas
en su totalidad de alma y cuerpo.
77. El
absolutismo de la técnica tiende a
producir una incapacidad de percibir
todo aquello que no se explica con
la pura materia. Sin embargo, todos
los hombres tienen experiencia de
tantos aspectos inmateriales y
espirituales de su vida. Conocer no
es sólo un acto material, porque lo
conocido esconde siempre algo que va
más allá del dato empírico. Todo
conocimiento, hasta el más simple,
es siempre un pequeño prodigio,
porque nunca se explica
completamente con los elementos
materiales que empleamos. En toda
verdad hay siempre algo más de lo
que cabía esperar, en el amor que
recibimos hay siempre algo que nos
sorprende. Jamás deberíamos dejar de
sorprendernos ante estos prodigios.
En todo conocimiento y acto de amor,
el alma del hombre experimenta un
« más » que se asemeja mucho a un
don recibido, a una altura a la que
se nos lleva. También el desarrollo
del hombre y de los pueblos alcanza
un nivel parecido, si consideramos
la dimensión espiritual que debe
incluir necesariamente el desarrollo
para ser auténtico. Para ello se
necesitan unos ojos nuevos y un
corazón nuevo, que superen la visión
materialista de los acontecimientos
humanos y que vislumbren en el
desarrollo ese « algo más » que la
técnica no puede ofrecer. Por este
camino se podrá conseguir aquel
desarrollo humano e integral, cuyo
criterio orientador se halla en la
fuerza impulsora de la caridad en la
verdad.
SUBIR
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el
hombre no sabe donde ir ni tampoco
logra entender quién es. Ante los
grandes problemas del desarrollo de
los pueblos, que nos impulsan casi
al desasosiego y al abatimiento,
viene en nuestro auxilio la palabra
de Jesucristo, que nos hace saber:
«Sin mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5). Y nos anima: «Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el
final del mundo » (Mt 28,20). Ante
el ingente trabajo que queda por
hacer, la fe en la presencia de Dios
nos sostiene, junto con los que se
unen en su nombre y trabajan por la
justicia. Pablo VI nos ha recordado
en la Populorum progressio que el
hombre no es capaz de gobernar por
sí mismo su propio progreso, porque
él solo no puede fundar un verdadero
humanismo. Sólo si pensamos que se
nos ha llamado individualmente y
como comunidad a formar parte de la
familia de Dios como hijos suyos,
seremos capaces de forjar un
pensamiento nuevo y sacar nuevas
energías al servicio de un humanismo
íntegro y verdadero. Por tanto, la
fuerza más poderosa al servicio del
desarrollo es un humanismo
cristiano,[157] que vivifique la
caridad y que se deje guiar por la
verdad, acogiendo una y otra como un
don permanente de Dios. La
disponibilidad para con Dios provoca
la disponibilidad para con los
hermanos y una vida entendida como
una tarea solidaria y gozosa. Al
contrario, la cerrazón ideológica a
Dios y el indiferentismo ateo, que
olvida al Creador y corre el peligro
de olvidar también los valores
humanos, se presentan hoy como uno
de los mayores obstáculos para el
desarrollo. El humanismo que excluye
a Dios es un humanismo inhumano.
Solamente un humanismo abierto al
Absoluto nos puede guiar en la
promoción y realización de formas de
vida social y civil — en el ámbito
de las estructuras, las
instituciones, la cultura y el ethos
—, protegiéndonos del riesgo de
quedar apresados por las modas del
momento. La conciencia del amor
indestructible de Dios es la que nos
sostiene en el duro y apasionante
compromiso por la justicia, por el
desarrollo de los pueblos, entre
éxitos y fracasos, y en la tarea
constante de dar un recto
ordenamiento a las realidades
humanas. El amor de Dios nos invita
a salir de lo que es limitado y no
definitivo, nos da valor para
trabajar y seguir en busca del bien
de todos, aun cuando no se realice
inmediatamente, aun cuando lo que
consigamos nosotros, las autoridades
políticas y los agentes económicos,
sea siempre menos de lo que
anhelamos.[158] Dios nos da la
fuerza para luchar y sufrir por amor
al bien común, porque Él es nuestro
Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo
necesita cristianos con los brazos
levantados hacia Dios en oración,
cristianos conscientes de que el
amor lleno de verdad, caritas in
veritate, del que procede el
auténtico desarrollo, no es el
resultado de nuestro esfuerzo sino
un don. Por ello, también en los
momentos más difíciles y complejos,
además de actuar con sensatez, hemos
de volvernos ante todo a su amor. El
desarrollo conlleva atención a la
vida espiritual, tener en cuenta
seriamente la experiencia de fe en
Dios, de fraternidad espiritual en
Cristo, de confianza en la
Providencia y en la Misericordia
divina, de amor y perdón, de
renuncia a uno mismo, de acogida del
prójimo, de justicia y de paz. Todo
esto es indispensable para
transformar los « corazones de
piedra » en «corazones de carne» (Ez
36,26), y hacer así la vida terrena
más «divina» y por tanto más digna
del hombre. Todo esto es del hombre,
porque el hombre es sujeto de su
existencia; y a la vez es de Dios,
porque Dios es el principio y el fin
de todo lo que tiene valor y nos
redime: «el mundo, la vida, la
muerte, lo presente, lo futuro. Todo
es vuestro, vosotros de Cristo, y
Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El
anhelo del cristiano es que toda la
familia humana pueda invocar a Dios
como «Padre nuestro». Que junto al
Hijo unigénito, todos los hombres
puedan aprender a rezar al Padre y a
suplicarle con las palabras que el
mismo Jesús nos ha enseñado, que
sepamos santificarlo viviendo según
su voluntad, y tengamos también el
pan necesario de cada día,
comprensión y generosidad con los
que nos ofenden, que no se nos
someta excesivamente a las pruebas y
se nos libre del mal (cf. Mt
6,9-13).
Al concluir el
Año Paulino, me complace expresar
este deseo con las mismas palabras
del Apóstol en su carta a los
Romanos: «Que vuestra caridad no sea
una farsa: aborreced lo malo y
apegaos a lo bueno. Como buenos
hermanos, sed cariñosos unos con
otros, estimando a los demás más que
a uno mismo» (12,9-10). Que la
Virgen María, proclamada por Pablo
VI Mater Ecclesiae y honrada por el
pueblo cristiano como Speculum
iustitiae y Regina pacis, nos
proteja y nos obtenga por su
intercesión celestial la fuerza, la
esperanza y la alegría necesaria
para continuar generosamente la
tarea en favor del «desarrollo de
todo el hombre y de todos los
hombres».[159]
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 29 de junio,
solemnidad de San Pedro y San Pablo,
del año 2009, quinto de mi
Pontificado.
[1]Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio (26
marzo 1967), 22: AAS 59 (1967), 268;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 69.
[2]Homilía para la « Jornada del
desarrollo » ( 23 agosto 1968): AAS
60 (1968), 626-627.
[3]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2002:
AAS 94 (2002), 132-140.
[4]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 26.
[5]Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem
in terris (11 abril 1963): AAS 55
(1963), 268-270.
[6]Cf. n. 16: l.c., 265.
[7]Cf. ibíd., 82: l.c., 297.
[8]Ibíd., 42: l.c., 278.
[9]Ibíd., 20: l.c., 267.
[10]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 36;
Pablo VI, Carta ap. Octogesima
adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63
(1971), 403-404; Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), 43: AAS 83 (1991), 847.
[11]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 13: l.c., 263-264.
[12]Cf. Consejo Pontificio de
Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, n.
76.
[13]Cf. Discurso en la inauguración
de la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del
Caribe (13 mayo 2007): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (25
mayo 2007), pp. 9-11.
[14]Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.
[15]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988),
517-519.
[16]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 14: l.c., 264.
[17]Carta enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006),
232.
[18]Ibíd., 6: l.c., 222.
[19]Cf. Discurso a la Curia Romana
con motivo de las felicitaciones
navideñas (22 diciembre 2005):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (30 diciembre 2005), pp.
9-12.
[20]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 3: l.c.,
515.
[21]Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22]Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Laborem exercens (14 septiembre
1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24]Cf. Id., Carta enc. Centesimus
annus, 3: l.c., 794-796.
[25]Cf. Carta enc. Populorum
progressio, 3: l.c., 258.
[26]Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27]Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968),
485-487; Benedicto XVI, Discurso a
los participantes en el Congreso
Internacional con ocasión del 40
aniversario de la encíclica
« Humanae vitae » (10 mayo 2008):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (16 mayo 2008), p. 8.
[28]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Evangelium vitae (25 marzo 1995),
93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29]Ibíd., 101: l.c., 516-518.
[30]N. 29: AAS 68 (1976), 25.
[31]Ibíd., 31: l.c., 26.
[32]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 41: l.c.,
570-572.
[33]Ibíd.; Id., Carta enc.
Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799.
859-860.
[34]N. 15: l.c., 265.
[35]Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León
XIII, Carta enc. Rerum novarum (15
mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta,
XI, Romae 1892, 97-144; Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 8: l.c., 519-520; Id.,
Carta enc. Centesimus annus, 5:
l.c., 799.
[36]Cf. Carta enc. Populorum
progressio, 2. 13: l.c., 258.
263-264.
[37]Ibíd., 42: l.c., 278.
[38]Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus annus, 25:
l.c., 822-824.
[39]Carta enc. Populorum progressio,
15: l.c., 265.
[40]Ibíd., 3: l.c., 258.
[41]Ibíd., 6: l.c., 260.
[42]Ibíd., 14: l.c., 264.
[43]Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta
enc. Centesimus annus, 53-62: l.c.,
859-867; Id., Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 13-14: AAS
71 (1979), 282-286.
[44]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 12: l.c.,
262-263.
[45]Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 22.
[46]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 13: l.c., 263-264.
[47]Cf. Discurso a los participantes
en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre 2006):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (27 octubre 2006), pp.
8-10.
[48]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 16: l.c., 265.
[49]Ibíd.
[50]Discurso en la ceremonia de
acogida de los jóvenes (17 julio
2008): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (25 julio 2008), pp.
4-5.
[51]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 20: l.c., 267.
[52]Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53]Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54]Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258.
272. 273.
[55]Cf. Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 28: l.c., 548-550.
[56]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 9: l.c., 261-262.
[57]Cf. Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 20: l.c., 536-537.
[58]Cf. Carta enc. Centesimus annus,
22-29: l.c., 819-830.
[59]Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269.
273-274.
[60]Cf. l.c., 135.
[61]Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 63.
[62]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 24: l.c., 821-822.
[63]Cf. Id., Carta enc. Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 33. 46.
51: AAS 85 (1993), 1160. 1169-1171.
1174-1175; Id., Discurso a la
Asamblea General de la Organización
de las Naciones Unidas (5 octubre
1995), 3: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (13 octubre 1995), p. 7.
[64]Cf. Carta enc. Populorum
progressio, 47: l.c., 280-281; Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 42: l.c., 572-574.
[65]Cf. Mensaje con ocasión de la
Jornada Mundial de la Alimentación
2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Evangelium vitae, 18. 59. 63-64:
l.c., 419-421. 467-468. 472-475.
[67]Cf. Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2007, 5:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (15 diciembre 2006), p. 5.
[68]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2002,
4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136.
138-140; Id., Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2004, 8:
AAS 96 (2004), 119; Id., Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz
2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178;
Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2006,
9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2007, 5. 14: l.c., 5-6.
[69]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2002,
6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz
2006, 9-10: l.c., 60-61.
[70]Cf. Homilía durante la Santa
Misa en la explanada de « Isling »
de Ratisbona (12 septiembre 2006):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (22 septiembre 2006), pp.
9-10.
[71]Cf. Carta enc. Deus caritas est,
1: l.c., 217-218.
[72]Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 28: l.c.,
548-550.
[73]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 19: l.c., 266-267.
[74]Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75]Ibíd., 75: l.c., 293-294.
[76]Cf. Carta enc. Deus caritas est,
28: l.c., 238-240.
[77]Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78]Cf. Carta enc. Populorum
progressio, 40. 85: l.c., 277.
298-299.
[79]Ibíd., 13: l.c., 263-264.
[80]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre 1998),
85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81]Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.
[82]Discurso en la Universidad de
Ratisbona (12 septiembre 2006):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (22 septiembre 2006), pp.
11-13.
[83]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 33: l.c.,
273-274.
[84]Juan Pablo II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2000, 15:
AAS 92 (2000), 366.
[85]Catecismo de la Iglesia
Católica, 407; cf. Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 25:
l.c., 822-824.
[86]Cf. Carta enc. Spes salvi (30
noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007),
1000.
[87]Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88]San Agustín explica
detalladamente esta enseñanza en el
diálogo sobre el libre albedrío (De
libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala
la existencia en el alma humana de
un «sentido interior». Este sentido
consiste en una acción que se
realiza al margen de las funciones
normales de la razón, una acción
previa a la reflexión y casi
instintiva, por la que la razón,
dándose cuenta de su condición
transitoria y falible, admite por
encima de ella la existencia de algo
externo, absolutamente verdadero y
cierto. El nombre que San Agustín
asigna a veces a esta verdad
interior es el de Dios (Confesiones
X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero
arbitrio II 3, 8), pero más a menudo
el de Cristo (De Magistro 11, 38;
Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89]Carta enc. Deus caritas est, 3:
l.c., 219.
[90]Cf. n. 49: l.c., 281.
[91]Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 28: l.c., 827-828.
[92]Cf. n. 35: l.c., 836-838.
[93]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 38: l.c.,
565-566.
[94]N. 44: l.c., 279.
[95]Cf. ibíd., 24: l.c., 269.
[96]Cf. Carta enc. Centesimus
annus, 36: l.c., 838-840.
[97]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 24: l.c., 269.
[98]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 32: l.c., 832-833;
Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 25: l.c., 269-270.
[99]Juan Pablo II, Carta enc.
Laborem exercens, 24: l.c., 637-638.
[100]Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101]Carta enc. Populorum
progressio, 27: l.c., 271.
[102]Cf. Congregación para la
doctrina de la fe, Instr. Libertatis
conscientia, sobre la libertad
cristiana y la liberación (22 marzo 1987), 74: AAS 79 (1987),
587.
[103]Cf. Juan Pablo II, Entrevista
al periódico « La Croix », 20 de
agosto de 1997.
[104]Juan Pablo II, Discurso a la
Pontificia Academia de las Ciencias
Sociales (27 abril 2001): AAS 93
(2001), 598-601.
[105]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 17: l.c., 265-266.
[106]Cf. Juan PablO II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2003,
5: AAS 95 (2003), 343.
[107]Cf. ibíd.
[108]Cf. Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2007, 13: l.c., 6.
[109]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 65: l.c., 289.
[110]Cf., ibíd., 36-37: l.c.,
275-276. [111]Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 11.
[113]Cf. Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 14: l.c., 264;
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 32: l.c., 832-833.
[114]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 77: l.c., 295.
[115]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1990,
6: AAS 82 (1990), 150.
[116]Heráclito de Éfeso (Éfeso 535
a.C. ca. — 475 a.C. ca.), Fragmento
22B124, en: H. Diels — w. kranz,
Die Fragmente der Vorsokratiker,
Weidmann, Berlín 1952.
[117]Cf. Consejo Pontificio de
Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, nn.
451-487.
[118]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1990,
10: l.c., 152-153.
[119]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 65: l.c., 289.
[120]Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz 2008, 7: AAS 100 (2008),
41.
[121]Cf. Discurso a los miembros de
la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas
(18 abril 2008): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (25
abril 2008), pp. 10-11.
[122]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1990,
13: l.c., 154-155.
[123]Id., Carta enc. Centesimus
annus, 36: l.c., 838-840.
[124]Ibíd., 38: l.c., 840-841; cf.
Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 8:
l.c., 6.
[125]Cf. Juan Pablo II, Carta Enc.
Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.
[126]Ibíd.
[127]Cf. Id., Carta Enc. Evangelium
vitae, 20: l.c., 422-424.
[128]Carta Enc. Populorum
progressio, 85: l.c., 298-299.
[129]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1998,
3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso
a los Miembros de la Fundación
« Centesimus Annus » pro Pontífice
(9 mayo 1998), 2: L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22
mayo 1998), p. 6; Id., Discurso a
las autoridades y al Cuerpo
diplomático durante el encuentro en
el « Wiener Hofburg » (20 junio
1998), 8: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (26 junio 1998),
p. 10; Id., Mensaje al Rector
Magnífico de la Universidad Católica
del Sagrado Corazón (5 mayo 2000),
6: L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (26 mayo 2000), p.
3.
[130]Según Santo Tomás « ratio
partis contrariatur rationi
personae » en III Sent d. 5, 3, 2;
también: « Homo non ordinatur ad
communitatem politicam secundum se
totum et secundum omnia sua » en
Summa Theologiae, I-II, q. 21, a.
4., ad 3um. [131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 1.
[132]Cf. Juan Pablo II, Discurso a
la IV sesión pública de las
Academias Pontificias (8 noviembre
2001), 3: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (16 noviembre
2001), p. 7.
[133]Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración
Dominus Iesus, sobre la unicidad y
la universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto
2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764;
Id., Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y
la conducta de los católicos en la
vida política (24 noviembre 2002),
8: AAS 96 (2004), 369-370. [134]Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c.,
1010; cf. Discurso a los
participantes en la IV Asamblea
Eclesial Nacional Italiana (19
octubre 2006): l.c., 8-10.
[135]Juan Pablo II, Carta Enc.
Centesimus annus, 5: l.c., 798-800;
cf. Benedicto XVI, Discurso a los
participantes en la IV Asamblea
Eclesial Nacional Italiana (19
octubre 2006): l.c., 8-10.
[136]N. 12.
[137]Cf. Pío XI, Carta enc.
Quadragesimo anno (15 mayo 1931):
AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 48:
l.c., 852-854; Catecismo de la
Iglesia Católica, 1883.
[138]Cf. Juan XXIII, Carta enc.
Pacem in terris: l.c., 274.
[139]Cf. Pablo VI, Carta Enc.
Populorum progressio, 10. 41: l.c.,
262. 277-278.
[140]Cf. Discurso a los
participantes en la sesión plenaria
de la Comisión Teológica
Internacional (5 octubre 2007):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (12 octubre 2007), p. 3;
Discurso a los participantes en el
Congreso Internacional sobre «La ley
moral natural» organizado por la
Pontificia Universidad Lateranense
(12 febrero 2007): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (16
febrero 2007), p. 3.
[141]Cf. Discurso a los Obispos de
Tailandia en visita « ad limina
apostolorum » (16 mayo 2008):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (30 mayo 2008), p. 14.
[142]Cf. Pontificio Consejo para la
Pastoral de los Emigrantes e
Itinerantes, Instr. Erga migrantes
caritas Christi (3 mayo 2004): AAS
96 (2004), 762-822.
[143]Juan Pablo II, Carta enc.
Laborem exercens, 8: l.c., 594-598.
[144]Jubileo de los Trabajadores.
Saludos después de la Misa (1 mayo
2000): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (5 mayo 2000), p. 6.
[145]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[146]Cf. Discurso a los Miembros de
la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas
(18 abril 2008): l.c., 10-11.
[147]Cf. Juan XXIII, Carta enc.
Pacem in terris: l.c., 293; Consejo
Pontificio Justicia y Paz, Compendio
de la doctrina social de la Iglesia,
n. 441.
[148]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 82.
[149]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 43: l.c.,
574-575.
[150]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 41: l.c., 277-278; cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past,
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 57.
[151]Cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Laborem exercens, 5: l.c., 586-589.
[152]Cf. Pablo IV, Carta apost.
Octogesima adveniens, 29: l.c., 420.
[153]Cf. Discurso a los
participantes en el IV Asamblea
Eclesial Nacional Italiana, (19
octubre 2006): l.c., 8-10; Homilía
durante la Santa Misa en la
explanada de « Isling » de Ratisbona
(12 septiembre 2006): l.c., 9-10.
[154]Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Dignitas
personae sobre algunas cuestiones de
bioética (8 septiembre 2008): AAS
100 (2008), 858-887.
[155]Cf. Carta enc. Populorum
progressio, 3: l.c., 258.
[156]Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 14.
[157]Cf. n. 42: l.c., 278.
[158]Cf. Carta enc. Spe salvi, 35:
l.c., 1013-1014.
[159]Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 42: l.c., 278.
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