CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE Y LA MUJER EN LA IGLESIA Y EL MUNDO INTRODUCCIÓN 1. Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo lo que se refiere al hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha reflexionado mucho acerca de la dignidad de la mujer, sus derechos y deberes en los diversos sectores de la comunidad civil y eclesial. Habiendo contribuido a la profundización de esta temática fundamental, particularmente con la enseñanza de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente ahora interpelada por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de la mujer. Este documento, después de una breve presentación y valoración crítica de algunas concepciones antropológicas actuales, desea proponer reflexiones inspiradas en los datos doctrinales de la antropología bíblica, que son indispensables para salvaguardar la identidad de la persona humana. Se trata de presupuestos para una recta comprensión de la colaboración activa del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, en el reconocimiento de su propia diferencia. Las presentes reflexiones se proponen, además, como punto de partida de profundización dentro de la Iglesia, y para instaurar un diálogo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la búsqueda sincera de la verdad y el compromiso común de desarrollar relaciones siempre más auténticas. I. EL PROBLEMA 2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia.
Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la
primera. Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se
tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto
de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la
diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la
dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al
máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o
dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso
orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas
igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo
biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por
ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole
natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la
equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo
nuevo de sexualidad polimorfa. Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza la idea de que la liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas Escrituras, que transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia consideraría sin importancia e irrelevante el hecho de que el Hijo Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina. 4. Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe en Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma. Para comprender mejor el fundamento, sentido y consecuencias de esta respuesta, conviene volver, aunque sea brevemente, a las Sagradas Escrituras, -ricas también en sabiduría humana- en las que la misma se ha manifestado progresivamente, gracias a la intervención de Dios en favor de la humanidad.3 II. LOS DATOS FUNDAMENTALES DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA 5.Una primera serie de textos bíblicos a examinar está constituida por los primeros tres capítulos del Génesis. Ellos nos colocan "en el contexto de aquel ''principio'' bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como ''imagen y semejanza de Dios'' constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana".4 En el primer texto (Gn 1,1-2,4), se describe la potencia creadora de la Palabra de Dios, que obra realizando distinciones en el caos primigenio. Aparecen así la luz y las tinieblas, el mar y la tierra firme, el día y la noche, las hierbas y los árboles, los peces y los pájaros, todos "según su especie". Surge un mundo ordenado a partir de diferencias, que, por otro lado, son otras tantas promesas de relaciones. He aquí, pues, bosquejado el cuadro general en el que se coloca la creación de la humanidad. "Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó" (Gn 1,26-27). La humanidad es descrita aquí como articulada, desde su primer origen, en la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada la que se declara explícitamente "imagen de Dios". 6.La segunda narración de la creación (Gn 2,4-25) confirma de modo inequívoco la importancia de la diferencia sexual. Una vez plasmado por Dios y situado en el jardín del que recibe la gestión, aquel que es designado -todavía de manera genérica- como Adán experimenta una soledad, que la presencia de los animales no logra llenar. Necesita una ayuda que le sea adecuada. El término designa aquí no un papel de subalterno sino una ayuda vital.5 El objetivo es, en efecto, permitir que la vida de Adán no se convierta en un enfrentarse estéril, y al cabo mortal, solamente consigo mismo. Es necesario que entre en relación con otro ser que se halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma "carne" y envuelta por su mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir. Esto se verifica a nivel ontológico, en el sentido de que la creación de la mujer por parte de Dios caracteriza a la humanidad como realidad relacional. En este encuentro emerge también la palabra que por primera vez abre la boca del hombre, en una expresión de maravilla: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23).
En referencia a este texto genesíaco, el Santo Padre
ha escrito: "La mujer es otro ''yo'' en la humanidad común. Desde el
principio aparecen [el hombre y la mujer] como ''unidad de los
dos'', y esto significa la superación de la soledad original, en la
que el hombre no encontraba ''una ayuda que fuese semejante a él'' (Gn
2,20). ¿Se trata aquí solamente de la ''ayuda'' en orden a la
acción, a ''someter la tierra'' (cf Gn 1,28)? Ciertamente se trata
de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como
esposa, llegando a ser con ella ''una sola carne'' y abandonando por
esto a ''su padre y a su madre'' (cf Gn 2,24)".6 De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la femineidad, "desde ''el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir".7 Comentando estos versículos del Génesis, el Santo Padre continúa: "En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las personas ''a imagen de Dios''".8
En la misma perspectiva esponsal se comprende en qué
sentido la antigua narración del Génesis deja entender cómo la
mujer, en su ser más profundo y originario, existe "por razón del
hombre" (cf 1Co 11,9): es una afirmación que, lejos de evocar
alienación, expresa un aspecto fundamental de la semejanza con la
Santísima Trinidad, cuyas Personas, con la venida de Cristo, revelan
la comunión de amor que existe entre ellas. "En la ''unidad de los
dos'' el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a
existir ''uno al lado del otro'', o simplemente ''juntos'', sino que
son llamados también a existir recíprocamente, ''el uno para el
otro... El texto del Génesis 2,18-25 indica que el matrimonio es la
dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta llamada.
Pero no es la única. Toda la historia del hombre sobre la tierra se
realiza en el ámbito de esta llamada. Basándose en el principio del
ser recíproco ''para'' el otro en la ''comunión'' interpersonal, se
desarrolla en esta historia la integración en la humanidad misma,
querida por Dios, de lo ''masculino'' y de lo ''femenino''".9
En las
palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa,
de modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones
que se establecerán a partir de entonces entre el hombre y la mujer:
"Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará" (Gn 3,16). Será
una relación en la que a menudo el amor quedará reducido a pura
búsqueda de sí mismo, en una relación que ignora y destruye el amor,
reemplazándolo con el yugo de la dominación de un sexo sobre el
otro. La historia de la humanidad reproduce, de hecho, estas
situaciones en las que se expresa abiertamente la triple
concupiscencia que recuerda San Juan, cuando habla de la
concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la
soberbia de la vida (cf 1 Jn 2,16). En esta trágica situación se
pierden la igualdad, el respeto y el amor que, según el diseño
originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer. Además, hay que hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia de los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer. "La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas sus manifestaciones".11 Ésta no puede ser reducida a un puro e insignificante dato biológico, sino que "es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano".12 Esta capacidad de amar, reflejo e imagen de Dios Amor, halla una de sus expresiones en el carácter esponsal del cuerpo, en el que se inscribe la masculinidad y femineidad de la persona.
Se trata de la dimensión antropológica de la
sexualidad, inseparable de la teológica. La criatura humana, en su
unidad de alma y cuerpo, está, desde el principio, cualificada por
la relación con el otro. Esta relación se presenta siempre a la vez
como buena y alterada. Es buena por su bondad originaria, declarada
por Dios desde el primer momento de la creación; es también alterada
por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado.
Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial
de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación
de los sexos. De esto se deduce, por lo tanto, que esta relación,
buena pero herida, necesita ser sanada.
Si en esta relación Dios es descrito como "Dios
celoso" (cf Ex 20,5; Na 1,2) e Israel denunciado como esposa
"adúltera" o "prostituta" (cf Os 2,4-15; Ez16,15-34), el motivo es
que la esperanza que se fortalece por la palabra de los profetas
consiste precisamente en ver cómo Jerusalén se convierte en la
esposa perfecta: "Porque como se casa joven con doncella, se casará
contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará
por ti tu Dios" (Is62,5). Recreada "en justicia y en derecho, en
amor y en compasión" (Os 2,21), aquella que se alejó para buscar la
vida y la felicidad en los dioses falsos retornará, y a Aquel que le
hablará a su corazón, "ella responderá allí como en los días de su
juventud" (Os 2,17), y le oirá decir: "tu esposo es tu Hacedor"
(Is54,5). En sustancia es el mismo dato que se afirma cuando,
paralelamente al misterio de la obra que Dios realiza por la figura
masculina del Siervo, el libro de Isaías evoca la figura femenina de
Sión, adornada con una trascendencia y una santidad que prefiguran
el don de la salvación destinada a Israel.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento se configura
una historia de salvación, que pone simultáneamente en juego la
participación de lo masculino y lo femenino. Los términos esposo y
esposa, o también alianza, con los que se caracteriza la dinámica de
la salvación, aun teniendo una evidente dimensión metafórica,
representan aquí mucho más que simples metáforas. Este vocabulario
nupcial toca la naturaleza misma de la relación que Dios establece
con su pueblo, aunque tal relación es más amplia de lo que se puede
captar en la experiencia nupcial humana. Igualmente, están en juego
las mismas condiciones concretas de la redención, en el modo con el
que oráculos como los de Isaías asocian papeles masculinos y
femeninos en el anuncio y la prefiguración de la obra de la
salvación que Dios está a punto de cumplir. Dicha salvación orienta
al lector sea hacia la figura masculina del Siervo sufriente que
hacia aquella femenina de Sión. Los oráculos de Isaías alternan de
hecho esta figura con la del Siervo de Dios, antes de culminar, al
final del libro, con la visión misteriosa de Jerusalén, que da a luz
un pueblo en un solo día (cf Is 66,7-14), profecía de la gran
novedad que Dios está a punto de realizar (cf Is 48,6-8). Este aspecto es puesto en particular evidencia por el Evangelio de Juan. En la escena de las bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo llama "mujer", pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las bodas futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en la cruz, dónde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también aquí como "mujer", brotará del corazón abierto del crucificado la sangre/vino de la Nueva Alianza (cf Jn 19,25-27.34).14 No hay pues nada de asombroso si Juan el Bautista, interrogado sobre su identidad, se presenta como "el amigo del novio", que se alegra cuando oye la voz del novio y tiene que eclipsarse a su llegada: "El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn 3,29-30).15 En su actividad apostólica, Pablo desarrolla todo el sentido nupcial de la redención concibiendo la vida cristiana como un misterio nupcial. Escribe a la Iglesia de Corinto por él fundada: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor 11,2). En la carta a los Efesios la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia será retomada y profundizada con amplitud. En la Nueva Alianza la Esposa amada es la Iglesia, y -como enseña el Santo Padre en la Carta a las familias- "esta esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace presente en cada bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada de su esposo: ''Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para... presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada'' (Ef 5,25-27)".16 Meditando, por lo tanto, en la unión del hombre y la mujer como es descrita al momento de la creación del mundo (cf Gn 2,24), el apóstol exclama: "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). El amor del hombre y la mujer, vivido con la fuerza de la gracia bautismal, se convierte ya en sacramento del amor de Cristo y la Iglesia, testimonio del misterio de fidelidad y unidad del que nace la "nueva Eva", y del que ésta vive en su camino terrenal, en espera de la plenitud de las bodas eternas. 11.Injertados en el misterio pascual y convertidos en signos vivientes del amor de Cristo y la Iglesia, los esposos cristianos son renovados en su corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la concupiscencia y la tendencia a la sumisión, que la ruptura con Dios, a causa del pecado, había introducido en la pareja primitiva. Para ellos, la bondad del amor, del cual la voluntad humana herida ha conservado la nostalgia, se revela con acentos y posibilidades nuevas. A la luz de esto, Jesús, ante la pregunta sobre el divorcio (cf Mt 19,1-9), recuerda las exigencias de la alianza entre el hombre y la mujer en cuanto queridas por Dios al principio, o bien antes de la aparición del pecado, el cual había justificado los sucesivos acomodos de la ley mosaica. Lejos del ser la imposición de un orden duro e intransigente, esta enseñanza de Jesús sobre el divorcio es efectivamente el anuncio de una "buena noticia": que la fidelidad es más fuerte que el pecado. Con la fuerza de la resurrección es posible la victoria de la fidelidad sobre las debilidades, sobre las heridas sufridas y sobre los pecados de la pareja. En la gracia de Cristo, que renueva su corazón, el hombre y la mujer se hacen capaces de librarse del pecado y de conocer la alegría del don recíproco. 12."Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay... ni hombre ni mujer", escribe S. Pablo a los Gálatas (Ga 3,27-28). El Apóstol no declara aquí abolida la distinción hombre-mujer, que en otro lugar afirma pertenecer al proyecto de Dios. Lo que quiere decir es más bien esto: en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban la relación entre el hombre y la mujer, son superables y superadas. En este sentido, la distinción entre el hombre y la mujer es más que nunca afirmada, y en cuanto tal acompaña a la revelación bíblica hasta el final. Al término de la historia presente, mientras se delinean en el Apocalipsis de Juan "los cielos nuevos" y "la tierra nueva" (Ap 21,1), se presenta en visión una Jerusalén femenina "engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap 21,20). La revelación misma se concluye con la palabra de la Esposa y del Espíritu, que suplican la llegada del Esposo: "Ven Señor Jesús" (Ap 22,20). Lo masculino y femenino son así revelados como pertenecientes ontológicamente a la creación, y destinados por tanto a perdurar más allá del tiempo presente, evidentemente en una forma transfigurada. De este modo caracterizan el amor que "no acaba nunca" (1 Cor 13,8), no obstante haya caducado la expresión temporal y terrena de la sexualidad, ordenada a un régimen de vida marcado por la generación y la muerte. El celibato por el Reino quiere ser profecía de esta forma de existencia futura de lo masculino y lo femenino. Para los que viven el celibato, éste adelanta la realidad de una vida, que, no obstante continuar siendo aquella propia del hombre y la mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la relación conyugal (cf Mt 22,30). Para los que viven la vida conyugal, aquel estado se convierte además en referencia y profecía de la perfección que su relación alcanzará en el encuentro cara a cara con Dios. Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de Cristo, ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia que hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la distinción. A partir de aquí se abren nuevas perspectivas para una comprensión más profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia. III. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD 13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la "capacidad de acogida del otro". No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias "para sí misma", la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección. Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas -y la historia pasada y presente es testigo de ello- posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana. Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la virginidad -audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas- tiene al respecto gran importancia.17 Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física.18 En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con claridad lo que el Santo Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello implica, ante todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la familia, "sociedad primordial y, en cierto sentido, ''soberana''",20 pues es particularmente en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias. Esto implica, además, que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales.
Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de
las dos actividades -la familia y el trabajo- asume, en el caso de
la mujer, características diferentes que en el del hombre. Se
plantea por tanto el problema de armonizar la legislación y la
organización del trabajo con las exigencias de la misión de la mujer
dentro de la familia. El problema no es solo jurídico, económico u
organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se
necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado
por la mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente
lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo
doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas
económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar también
otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse
obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida
familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no
facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha
escrito Juan Pablo II, "será un honor para la sociedad hacer posible
a la madre -sin obstaculizar su libertad, sin discriminación
sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus
compañeras- dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos,
según las necesidades diferenciadas de la edad".21
Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la
sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización,
realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Toda
perspectiva que pretenda proponerse como lucha de sexos sólo puede
ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de
segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un
solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad. IV. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA IGLESIA 15.Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que ésta recibe de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad "mística", profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia. Ya desde las primeras generaciones cristianas, la Iglesia se consideró una comunidad generada por Cristo y vinculada a Él por una relación de amor, que encontró en la experiencia nupcial su mejor expresión. Por ello la primera obligación de la Iglesia es permanecer en la presencia de este misterio del amor divino, manifestado en Cristo Jesús, contemplarlo y celebrarlo. En tal sentido, la figura de María constituye la referencia fundamental de la Iglesia. Se podría decir, metafóricamente, que María ofrece a la Iglesia el espejo en el que es invitada a reconocer su propia identidad, así como las disposiciones del corazón, las actitudes y los gestos que Dios espera de ella. La existencia de María es para la Iglesia una invitación a radicar su ser en la escucha y acogida de la Palabra de Dios. Porque la fe no es tanto la búsqueda de Dios por parte del hombre cuanto el reconocimiento de que Dios viene a él, lo visita y le habla. Esta fe, cierta de que "ninguna cosa es imposible para Dios" (cf Gn 18,14; Lc 1,37), vive y se profundiza en la obediencia humilde y amorosa con la que la Iglesia sabe decirle al Padre: "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). La fe continuamente remite a la persona de Jesús: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5), y lo acompaña en su camino hasta los pies de la cruz. María, en la hora de las tinieblas más profundas, persiste valientemente en la fe, con la única certeza de la confianza en la palabra de Dios. También de María aprende la Iglesia a conocer la intimidad de Cristo. María, que ha llevado en sus brazos al pequeño niño de Belén, enseña a conocer la infinita humildad de Dios. Ella, que ha acogido el cuerpo martirizado de Jesús depuesto de la cruz, muestra a la Iglesia cómo recoger todas las vidas desfiguradas en este mundo por la violencia y el pecado. La Iglesia aprende de María el sentido de la potencia del amor, tal como Dios la despliega y revela en la vida del Hijo predilecto: "dispersó a los que son soberbios y exaltó a los humildes" (Lc 1,51-52). Y también de María los discípulos de Cristo reciben el sentido y el gusto de la alabanza ante las obras de Dios: "porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso" (Lc 1, 49). Ellos aprenden que están en el mundo para conservar la memoria de estas "maravillas" y velar en la espera del día del Señor.
Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad
basada en un modelo contingente de femineidad, la referencia a
María, con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad,
fidelidad, alabanza y espera, coloca a la Iglesia en continuidad con
la historia espiritual de Israel. Estas actitudes se convierten
también, en Jesús y a través de él, en la vocación de cada
bautizado. En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres22 no impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo. CONCLUSIÓN
17.En Jesucristo se han hecho nuevas todas las cosas
(cf Ap 21,5). La renovación de la gracia, sin embargo, no es posible
sin la conversión del corazón. Mirando a Jesús y confesándolo como
Señor, se trata de reconocer el camino del amor vencedor del pecado,
que Él propone a sus discípulos. Una tal conversión no puede verificarse sin la humilde oración para recibir de Dios aquella transparencia de mirada que permite reconocer el propio pecado y al mismo tiempo la gracia que lo sana. De modo particular se debe implorar la intercesión de la Virgen María, mujer según el corazón de Dios -"bendita entre las mujeres" (Lc 1,42)-, elegida para revelar a la humanidad, hombres y mujeres, el camino del amor. Solamente así puede emerger en cada hombre y en cada mujer, según su propia gracia, aquella "imagen de Dios", que es la efigie santa con la que están sellados (cf Gn 1,27). Solo así puede ser redescubierto el camino de la paz y del estupor, del que es testigo la tradición bíblica en los versículos del Cantar de los cantares, donde cuerpos y corazones celebran un mismo júbilo. Ciertamente la Iglesia conoce la fuerza del pecado, que obra en los individuos y en las sociedades, y que a veces llevaría a desesperar de la bondad de la pareja humana. Pero por su fe en Cristo crucificado y resucitado, la Iglesia conoce aún más la fuerza del perdón y del don de sí, a pesar de toda herida e injusticia. La paz y la maravilla que la Iglesia muestra con confianza a los hombres y mujeres de hoy son la misma paz y maravilla del jardín de la resurrección, que ha iluminado nuestro mundo y toda su historia con la revelación de que "Dios es amor" (1Jn 4,8.16). El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada. Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 31 de mayo de 2004, Fiesta de la Visitación de la Beata Virgen María.
+ Joseph
Card. Ratzinger
Prefecto
2Sobre esta compleja cuestión del género, cf también Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y "uniones de hecho" (26 de julio de 2000), 8: Suplemento a L'Osservatore Romano (22 de noviembre de 2000), 4. 3Cf Juan Pablo II, Carta Enc. Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), 21: AAS 91 (1999), 22: "Esta apertura al misterio, que le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de lo infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces insospechadas". 4Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1662; cf S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1; V, 16, 2-3: SC 153, 72-81; 216-221; S. Gregorio de Nisa, De hominis opificio, 16: PG 44, 180; In Canticum homilia, 2: PG 44, 805-808; S. Agustín, Enarratio in Psalmum, 4, 8: CCL 38, 17. 5La palabra hebrea ezer, traducida como ayuda, indica el auxilio que sólo una persona presta a otra persona. El término no tiene ninguna connotación de inferioridad o instrumentalización. De hecho, también Dios es, a veces, llamado ezer respecto al hombre (cf Esd 18,4; Sal 9-10,35). 6Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1664. 7Juan Pablo II, Catequesis El hombre-persona se hace don en la libertad del amor (16 de enero de 1980), 1: Enseñanzas III, 1 (1980), 148. 8Juan Pablo II, Catequesis La concupiscencia del cuerpo deforma las relaciones hombre-mujer (26 de julio de 1980), 1: Enseñanzas III, 2 (1980), 288. 9Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 7: AAS 80 (1988), 1666. 10Ibid., n.6, l.c., 1663. 11Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Lineamientos de educación sexual (1 de noviembre de 1983), 4: Ench. Vat. 9, 423. 12Ibid. 13Adversus haereses, 4, 34, 1: SC 100. 846: "Omnem novitatem attulit semetipsum afferens". 14La Tradición exegética antigua ve en María en el episodio de Caná la "figura Synagogæ" y la "inchoatio Ecclesiæ". 15El cuarto Evangelio profundiza aquí un dato ya presente en los Sinópticos (cf Mt 9,15 y par.). Sobre el tema de Jesús Esposo, cf Juan Pablo II, Carta a las Familias (2 de febrero de 1994), 18: AAS 86 (1994), 906-910. 16Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de febrero de 1994), 19: AAS 86 (1994), 911; cf Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 23-25: AAS 80 (1988), 1708-1715. 17Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 16: AAS 74 (1982), 98-99. 18Ibid., 41, l.c., 132-133; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instruc. Donum vitae (22 de febrero de 1987), II, 8: AAS 80 (1988), 96-97. 19Cf Juan Pablo II, Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 9-10: AAS 87 (1995), 809-810. 20Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de febrero de 1994), 17: AAS 86 (1994), 906. 21Carta Enc. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 19: AAS 73 (1981), 627. 22Cf Juan Pablo II, Carta Apost. Ordinatio sacerdotalis (22 de mayo de 1994): AAS 86 (1994), 545-548; Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta a la duda acerca de la doctrina de la Carta Apostólica "Ordinatio sacerdotalis" (28 de octubre de 1995: AAS 87 (1995), 1114. |